Conocerse a sí mismo a la luz de San Agustín

miércoles, 15 de agosto de 2007
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¿Estamos listos para animarnos a abordarnos a nosotros mismos?
Emprender este camino hacia el interior, volver al corazón y encontrarnos allí con cosas maravillosas, con cosas que quizá no nos gusten pero el camino hay que abordarlo despacio, tranquilos, con mucha fe, con mucha esperanza porque allí, adentro nuestro, este hermano, este santo encontró al Dios mismo.

Por eso, cuando nos vamos adentrando mar adentro, esta palabra que te suena tanto porque está en las cartas de la Iglesia, está en los documentos, está en nuestro tiempo.
Hoy vamos a ir mar adentro, pero el mar nuestro, para ir a buscar esta agua que nos da la razón de nuestro existencia.

Lo vamos a hacer a la luz de San Agustín, este santo que fue tan humano, tan parecido a nosotros y que hoy viene a darnos algunos consejitos, algunas líneas para poder viajar mar adentro.

Cuando nos encontramos desde la autenticidad nuestra y escuchamos sin saber ni juzgar a nadie ni nada, ni quienes somos ni hacia donde vamos, es un encuentro naturalmente sagrado, donde van a ocurrir milagros, es el arte de ser persona.
Este arte de ser persona no es cualquier cosa, y no todos nos animamos al arte, pero sí es un trabajo pendiente que en algún momento de nuestra vida tendrá que darse.

Parece ser que conocernos a nosotros mismos nos lleva sí o sí a ese lugar de encuentro con el Padre, que tiene que ver con nuestra felicidad y con nuestra felicidad tiene que ver nuestra vocación.
Vocación que no vamos a encontrar, que no vamos a desentrañar si no caminamos hacia ese lugar donde está grabada la vocación y a donde Dios habla personalmente con cada uno de nosotros.

Hace más de 25  siglos, Thales de Mileto afirmaba que la cosa más difícil del mundo es conocerse a sí mismo, y en el Templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática “Conócete a ti mismo”.

Conocerse bien a uno mismo representa un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia vida y quizá por eso, se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo largo de los siglos.
La observación de uno mismo, permite separarse un poco de nuestra subjetividad, de todo esto que yo creo, para así darnos con un poco de distancia, como hace el pintor una vez que terminó su obra, alejarse y mirarla. Primera clave para que hoy podamos transitar en este camino a encontrarnos con nosotros mismos e iniciar desde este tema un camino hacia nosotros mismos.

Cuenta la historia que un pescador ruso que pasaba por una etapa de cierta crisis interior, decidió ir a descansar unos días a un monasterio.
Allí le asignaron una habitación que tenía en la puerta un pequeño letrero en el que estaba escrito su nombre.
Por la noche, no lograba conciliar el sueño y decidió dar un paseo por el imponente claustro. A su vuelta, se encontró con que no había suficiente luz en el pasillo para leer el nombre que figuraba en la puerta de cada dormitorio.
Fue recorriendo el claustro y todas las puertas parecían iguales, no encontraba su nombre y por no despertar a los monjes, pasó toda la noche dando vueltas.
Por un corredor oscuro y enorme se dirigió sin cesar, paso tras paso, sin encontrar la puerta que llevaba su nombre.
Con la primera luz del amanecer, distinguió al final cual era la puerta de su habitación por delante de la cual había pasado tantas veces sin reconocerla.
Aquél hombre pensó que todo su deambular de aquella noche era una figura de que los hombres muchas veces estamos parados frente a la puerta de nuestra vida y pasamos por delante de la puerta que nos lleva a nosotros mismos pero no podemos entrar porque estamos en penumbras.
No sabemos cual es el camino que conduce a donde estamos llamados a ir ¿por qué? Porque nos falta luz para verlo.
Saber cual es nuestra misión en la vida es la cuestión más importante que debemos plantearnos cada uno y que podemos plantear a quienes queremos ayudar a vivir con acierto.

La vocación es el encuentro con la verdad sobre uno mismo, un encuentro que proporciona una inspiración básica en la vida de la que va a nacer el compromiso, el cometido principal que cada persona tiene y en quien es y en quien cree.
En definitiva, es encontrarse con el mismo Dios, y encontrarte con el mismo Dios siempre te hará libre.

Se puede decir que el hombre moderno en su angustia vital, necesita un recuerdo para salir de este vacío. Un recuerdo que sea inteligente en nuestro corazón, porque hay un vacío persistente y torturante que no se llena con el placer.

Muchas veces damos la terrible resolución sobre nosotros mismos de que no servimos para nada, y si no se la decía a otros, te lo decías a vos mismo que es más grave: “no sirvo para nada, no tengo misión, ¿qué se puede esperar de mi?, de esta persona pecadora que tiene tantos defectos…”
Nosotros, cuando estamos solos en la intimidad, muchas veces nos decimos estas cosas que no ayudan, que lo único que hacen es sentirnos cada vez peor, sumidos en depresión, angustia, llenos de medicamentos, de enfermedades, de soledades, de terribles torturas por estar con nosotros mismos, insoportable se hace, a veces, estar con uno mismo porque volvés a caen en esas cosas que no querías.

La pregunta sería ¿te conocés? ¿con que seguridad estás diciendo y diciéndole al mundo “no sirvo para nada, parece ser que Dios se olvidó de mi y no me entregó ninguna vocación, en el reparto de vocaciones Dios a mí no me la dio, entonces yo no sirvo para este mundo”? Se te pasó una y otra vez, como metiéndose en el alma, ¿para qué seguir con esta vida? Y algunos, metidos en este camino, llegan hasta la terrible situación de pensar que pueden terminar con esto que es una tortura.
Muchos de nuestros hermanos no están sirviendo en su misión ni están entre nosotros porque terminaron con sus vidas.

Entonces, vamos a buscar en este drama de San Agustín lo que nos está haciendo falta, porque San Agustín sentía esto que sentís vos, antes de su conversión, la angustia del hombre. Experimentó la ansiedad por la felicidad que no encontraba.

Esta sociedad en la que vivimos, llena de materialismo y donde todo lo importante pasa por lo económico y vivir la vida solamente pasa por tener cosas y renovar el auto, y cambiar la ropa y cambiar de nuevo de casa y allí vamos, en una carrera de vacío. Esto mismo le pasó a San Agustín. El buscaba porque quería ser una persona feliz, no estaba contento con la vida que llevaba y buscó por todos lados.
A veces se encontró con cosas que no eran buenas.

Este recuerdo ejemplar de este hombre lo vamos a traer especialmente para salir de nuestro vacío, en contacto con él, nos vamos a sentir más hombres ya que él, personalmente, encarna al ser humano.

Para eso, vamos a ir reviviendo la vida de este santo, algunas cosas que tal vez no son las más importantes.

Para que nos situemos, Agustín nació en Tagaste, Argelia, África el 13 de Noviembre de 354. ya en el año 354 había gente que no tenía ganas de vivir, que estaba podrida de sí misma. Y cuando decimos “podrida” es que está echada a perder, adentro nuestro, nuestra existencia sentimos que está echada a perder y esto larga feo olor, nadie quiere estar cerca de lo que se descompuso, nadie quiere estar ahí ni nosotros queremos estar con nosotros mismos.

Los padres de Agustín fueron Patricio y Mónica, santa Mónica. Sus hermanos Nadigio y Perpetua.
Aún de adolescente estudió en Tagasta y Madaura, en el umbral de la adolescencia se pierde en el principio de las pasiones desordenadas y en los abismos repugnantes. “Ambas cosas, apetito y ardor de pubertad en confusa mezcolanza, hervían e iban llevando a un remolque. Mi edad aún sin consistencia, por el escabroso lugar de las pasiones y sumiéndolo en el remolino de la pobreza”

Agustín llegó a Cartago hacia finales del año 370, allí su temperamento fogoso le lanza a la búsqueda ansiosa de los placeres, a la desorientación moral, sigue la rebeldía  contra toda disciplina educativa o religiosa.
“Tras abandonarte continué pobre, infeliz en este estado de efervescencia siguiendo los impulsos de mi dispersión, ¿dónde estaba yo? Y qué lejano era mi exilio apartado del confort de tu casa en el transcurso de mis 16 años, que era esa la edad de mi carne, ésta tomó en sus manos el control de mi persona ¿dónde estaba yo? Y que lejano era mi exilio….”

Su madre, Mónica, fiel sierva de Dios, lloraba los descarríos del hijo más que otras madres lloraban la muerte del cuerpo de sus hijos, ella lloraba este hijo descarriado como quizá lo hacen muchos de los padres en esta tierra y en el mundo.
Viuda, casta y sabia, como las que Dios ama, no cesaba de llorar por él, delante de Dios en todas sus oraciones rezaba y actuaba. Visitaba obispos rogándoles que se dignasen hablar, por favor, con Agustín, de rebatirle los errores, enseñarle la sana doctrina.
No todos le dieron atención, pero uno de ellos la escuchó y le dijo estas palabras: “vete en paz mujer, no es posible que perezca un hijo de tantas lágrimas.”

En palabras de San Agustín queremos nosotros también decir lo mismo, “oh, Señor, siento que tu estabas delante de mí, pero como yo había huido de mi mismo, no me encontraba, ¿cómo iba a encontrarte a ti?”

La falta del verdadero sentido de vida de Agustín lo lleva a asumir actitudes erróneas frente a la realidad como nos pasa a nosotros.
Cuando hay una gran tensión, hay algo que nos está llamando y nosotros queremos buscar ese “algo” y no sabemos como y entramos por cualquier lado, llevando y trayendo, nos metemos en cada lugar que si nos pusiéramos a relatar tantos lugares equivocados que hemos transitado, y hay muchos, que gracias a Dios, gracias al amor de Dios, se encaminaron como San Agustín.

Alrededor de los 17 años, Agustín manifiesta claramente su egoísmo, el gusto por las cosas sensibles y el hastío que siente por  sí mismo, “¿qué era lo que me deleitaba sino amar y ser amado?” y hoy podemos nosotros hacernos esta pregunta, ¿qué nos deleita más que amar y ser amados? Todos buscamos se aceptados, queridos, amados, se puede poner el nombre que quieras, pero es lo que está impreso en nuestro corazón.

Dice San Agustín: “esto me hizo llegar a Cartago, a mi alrededor chirriaba por doquier aquella sartén de amores depravados. Por aquella época yo no amaba todavía, pero deseaba amar. Interiormente sentía hambre por estar alejado del alimento interior, Tu mismo, Dios mío, cuando más vacío estaba mayor repugnancia sentía hacia ellos, por eso mi alma no gozaba de buena salud y se lanzaba hacia el exterior convertida en una llaga con la mezquina avidez de restregarse en las realidades sensibles.”

Agustín busca erróneamente el placer en las cosas sensibles, cuando siente hambre de bienes superiores, esto lo lleva a un descontento y a una vuelta hacia el interior, completando un círculo vicioso que aumentaba cada vez que el se sumía en este camino, lo hacía sentir más frustrado y más frustrado y perdía el sentido de la vida.

Cerca delos 19 años, ya tiene conciencia de que no es dueño de sí mismo, le falta objetividad, siente una amarga esclavitud. Cansado por esta interioridad y esta evasión, siente el no conocerse. “Estaba enfermo y ardía de fiebre debido a una insuficiencia de verdad cuando te buscaba, Dios mío, cuando te buscaba sin seguir las directrices del entendimiento racional con que quisiste diferenciarme de las bestias. Como yo había huido de mi mismo, no me encontraba, no pude ver la realidad ni aceptar en su orden objetivo de valores a este Dios.” 
Dentro de su propio ser había un desorden y había dos grandes amores, como nos puede pasar a nosotros.

En Agustín había un hombre con dos amores, un amor estaba situado en el hombre exterior, los sentidos corporales, aquellos que tiene que ver con nuestros placeres, con lo terrenal, con estas cosas que lo llenaban, el estudiaba, buscaba, se conectaba con diferentes sectas, trataba de hablar con algunos maestros. El buscaba, buscaba en estos sentidos corporales, en este hombre exterior.

Pero había un hombre interior más íntimo del alma racional que era la dignidad de ser humano, el lo sabía y este hombre interior buscaba otras cosas, buscaba encontrarse con la verdad, con el amor, la libertad y con el autoconocimiento.

La vida de hombre es el resultado de lo que ama, decía San Agustín que cada uno es aquello que ama.
Nosotros podríamos preguntarnos ¿qué amamos? ¿a quién amamos?  ¿cómo amamos?.
“Amas la tierra, tierra eres, amas a Dios ¿qué diré?, eres Dios” palabras del santo, de tal manera se compenetran el amante con el amado que se hacen una misma cosa, y las cualidades de lo amado, empapan al amante dándole el mismo color, el propio ser.

Para Agustín, la vida del hombre es como un movimiento pendular, un sintonizador entre la ausencia y la presencia de Dios.
Las cosas sensibles, temporales, carnales y Dios; que se desvía de su destino o para El camina directamente.
El drama interior de Agustín era éste, la lucha entre los dos amores que coexisten adentro de nuestra alma.
El tenía amor excesivo a las criaturas y no conseguía elevar su amor hasta convertirlo en caridad.

Si sintonizamos con los valores relativos como el erotismo, la ambición y la codicia, sentiremos vacío y ansiedad porque esos valores relativos no calman la sed sino que la aumentan.
Si vamos a sintonizar con los valores absolutos, como la libertad, la verdad y el amor, tendremos plenitud y autoconocimiento.