Corregir por amor

miércoles, 11 de agosto de 2021

11/08/2021 – En Mateo 18, 15-20 la Palabra de Dios nos invita a la corrección fraterna, a saber acompañarnos mutuamente, sin juicios sobre el hermano, que nos permita convivir con Jesús en medio nuestro, para que todo lo que pidamos en su nombre, en favor de la construcción del Reino, nos sea dado.

 

Jesús dijo a sus discípulos: Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano. Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo. También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos.

San Mateo 18,15-20.

 

 

 

A menudo sucede que nos confundimos en el concepto de la corrección fraterna, y esta se extiende mas allá de lo que nos pide el Señor, y en vez de corregir, solo causamos heridas y dolor, por tanto debemos ser muy prudentes al hacerla, es decir esta debe hacerse siempre con caridad y humildad.

Nos enseña San Agustín: corregir por amor; no con deseos de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su enmienda. Si así lo hacemos, cumpliremos muy bien el precepto: “si tu hermano pecare contra ti, repréndelo estando a solas con él” ¿Por qué lo corriges? ¿Porque te apena haber sido ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras excelentemente. Las mismas palabras enseñan el amor que debe moverte, si el tuyo o el suyo: “si te oyere -dice- habrás ganado a tu hermano” Luego has de obrar para ganarle a él. (Sermón 82, 4.)
2. La corrección fraterna no debe tener sentimientos de envidia.

A muchos les gusta ocupar los primeros puesto y sentirse más que los de atrás, pero mayor falta tiene aquel que se siente envidioso por no estar delante. La envidia produce un sentimiento de disgusto a quien la siente, le quita paz en el corazón y es atrapado por el rencor consigo mismo por no lograr lo que tiene otro.

Es así como la envidia es entristecerse por el bien ajeno. Es un mal desde todo punto de vista censurable. Es una costumbre difícil de comprender, y nos aterroriza que nos atribuyan ser poseedor de ese defecto. La envidia destruye el corazón de quien la padece y por tanto no puede gozar de la felicidad que debiera.

El envidioso, no disfruta de la vida, por estar pensando que su prójimo está disfrutando algo más que él. Pero lo más triste, es el sufrimiento que siente por la felicidad ajena. El envidioso desprecia el éxito de los demás, y está convencido que se las están quitando injustamente a él.

Por los labios del envidioso, siempre está el desprestigio de los que se destacan, siempre están echando a tierra a todo el que sobresale. Pero además, invita a los otros a pensar mal del modo como ha tenido éxito cierta persona. Es así como el envidioso critica duro y sin fundamento al que es admirado por alguna cualidad.

La corrección fraterna, debe llevar implícita la generosidad

Nuestra actitud cristiana, debe ser espejo del carácter de Nuestro Señor Jesús, debe tener incluida toda la generosidad que tiene el corazón de Cristo. Si lo amamos, debemos dar testimonio con nuestra conducta, para que más hombres se entusiasmen seguir a Jesús. Si mostramos una actitud digna de ejemplo, si entre nosotros nos tratamos como si estuviéramos tratando con Cristo, no me cabe la menor duda que más hombres buscarían sentirse nuestro prójimo de la forma como nos enseña el Señor.

Si mostramos egoísmo, ¿Cómo podemos al mundo que queremos atraer convencer del gran amor de Dios? ¿Cómo podemos explicar la generosidad de Dios? “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3,16).

Estábamos en un mal camino, habíamos condenado nuestra existencia a unas tinieblas, sin embargo a través de Jesús, hoy recibimos la vida eterna y vida abundante. Por la generosidad de Dios, fuimos rescatados de una vida sin esperanza, por el sacrifico de Jesucristo nos fueron perdonados nuestros pecados, fuimos sanados de nuestras enfermedades y fuimos liberados del mal. Esa es la gran generosidad del corazón de Dios. A nosotros nos compete demostrar lo mismo.

“Por tanto, sed imitadores de Dios como hijos amados” (Efesios 5,1), Dios es generosidad, es el corazón de Dios. A Dios, se le habita en el corazón, ese es su lugar preferido, por lo tanto la generosidad debe comenzar en nuestros corazones.

Al corregir, cuidémonos de no juzgar

El pecado más grande que cometemos, es juzgar al prójimo, ¿existirá algo peor?. Si tenemos la convicción de que Dios habita en el corazón de los hombres, ¿Quién es el más próximo a nosotros? Para algunos el pecado es la infracción a la Ley, pero no es solo eso, sino el rechazo de la voluntad de Dios, el vivir a espaldas de Dios, la disposición mental que lleva al pecador a hacer la propia voluntad en oposición a la de Dios. ¿Hay algo que moleste más a Dios que oponerse a su voluntad? ¿Tiene derecho el hombre asumir la responsabilidad de Juzgar a su prójimo?

Que fácil es criticar, juzgar y de esta forma llegar a despreciar a los demás. Se critica censurando negativamente a las personas y sus actos, se juzga a las personas valorando sus acciones o sus condiciones y se emite un dictamen o sentencia sobre ellas pensando que se tiene autoridad para ello, desde allí, el desprecio al criticado y juzgado es el paso siguiente.

El fariseo que oraba y agradecía a Dios por sus buenas acciones; (Lc 18-11): –OH Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, o como ese publicano. El no mentía, decía la verdad; pero no es por eso por lo que fue condenado. En efecto, debemos agradecer a Dios por cualquier bien que podamos realizar, puesto que lo hacemos con su asistencia y su ayuda. Luego, no fue condenado por haber dicho: no soy como demás hombres ni fue condenado cuando, vuelto hacia el publicano, agregó: ni como ese publicano. Sin embargo él fue culpable, porque juzgaba a la persona misma de ese publicano, la disposición misma de su alma, en una palabra su vida entera. Y así Jesús nos dice; “Yo les digo que este último estaba en gracia de Dios cuando volvió a su casa, pero el fariseo no”.

Entonces no existe nada más grave, que juzgar o despreciar al prójimo. ¿Por qué mejor no nos juzgamos a nosotros mismos, ya que conocemos íntimamente nuestras faltas, pecados y defectos, de los cuales sabemos que deberemos rendir cuenta a Dios? ¿Para que pretender hacer lo que le corresponde a Dios al juzgar a los hombres? ¿A caso, a nosotros nos corresponde autorizar o cerrar las puertas del cielo a los hombres?

Si bien es cierto nosotros hacemos bien en llevar el mensaje de salvación a nuestro prójimo, es una preocupación muy agradecida, tenemos que preocuparnos por nosotros mismos, por nuestras faltas, nuestras propias miserias. Sólo a Dios le corresponde el juzgar, hacer justicia y condenar. El conoce el estado del alma de cada uno, El sabe de nuestras fuerzas, a El le consta nuestro comportamiento, El sabe cuáles son nuestros dones, y nos va a juzgar a cada uno de forma diferente.

La corrección fraterna no es un juicio

La corrección fraterna, no es un juicio, es una observación, un consejo de profundo amor y delicadeza, un deseo verdadero de salvar al hermano, buscando que esta se transforme en delicada fraternidad, donde este presente el amor para oír y comprender.

No debemos ser autoritarios para corregir, tampoco debemos hacerla con hipocresía ni escudándonos en frases de buena crianza, algo que es habitual, comenzamos disculpándonos por hacerla, algo que no hace falta.

No debemos tratar de desahogarnos, solo buscar el bien del hermano. Tampoco es buena la actitud paternalista ni menos la que se hace por sentirse con el derecho o el poder de corregir, sino que por amor.

Tampoco debemos caer en el hecho de que nos sentimos mejor que el hermano que estamos corrigiendo, es decir es bueno tener siempre presente que yo tampoco puedo tirar la primera piedra; y que si corrijo al hermano es por hacerle el regalo de un sentimiento mío negativo que me cuesta expresar (me resultaría más cómodo y fácil callar), pero que, al compartirlo aclarará nuestra relación y estrechará, a la larga, lazos más fuertes.

Debemos cuidarnos de no decir tu siempre haces esto, tu tiene que hacer esto otro, o tu tienes que actuar de esta manera, es mejor, siempre que sea así de sincero, “me causa dolor cuando te veo en esta actitud o sufro porque te veo caer en tal cosa, a fin de mostrar verdadera inquietud por el hermanos que deseamos ayudar a corregir.

Cualidades humanas que debemos tener para corregir

-Actuar siempre con prudencia

La virtud de la prudencia que es un arma de combate indispensable. Prudencia en las obras. Prudencia en las palabras. Éstas salen sin darse cuenta. Cuando te has descuidado, ya te has comprometido. Y después será difícil reparar los daños.

-Saber dialogar con sensatez.

Aunque el diálogo noble siempre enriquece, las discusiones siempre son peligrosas, por eso no las aceptes en ningún terreno: ni moral, ni dogmático, ni de crítica. No los has de convencer y perderás el tiempo y la paz. Y, a lo mejor, dices cosas que no debes.

Cuidado con los líos: que éste me dijo, que el otro le contó, que dijeron ayer… Hay que huir de eso, como de la culebra. Hay que huir del enredo, del chisme, de la soplonería; ¡cuántos malos ratos se pasan en el mundo por esta causa!
Cuando sea necesario advertir algo, hay que encomendarlo a Dios y buscar el momento oportuno.

-Actuar con sensibilidad.

Pero no sólo hay que cultivar la voluntad y la inteligencia. También hay que mimar la sensibilidad de la cual nace la elegancia. Hay una elegancia física y hay una elegancia espiritual, moral.

La elegancia espiritual, delicadeza de alma, es enemiga de lo grosero y bajo, de lo que degrada el pensamiento, la imaginación, la memoria, los sentidos, el corazón.
La elegancia espiritual nada huye tanto como lo vulgar; en el lenguaje, en las maneras, en las acciones.

Esta elegancia espiritual se confunde con el señorío moral, la aristocracia interior y la delicadeza de alma. Puede hallarse entre los pobres y entre los ricos. Como también entre unos y otros puede ser cultivada su contraria.
La manifestación del alma en su faceta más sonriente tanto tiene lugar en privado como en público. San Francisco de Sales, el dulce Obispo de Ginebra, en la soledad de su aposento edificaba por la realeza de su porte, ¡Y estaba solo! Lo dice quien lo espió.

¿No será un bello sueño ser un alma delicada? ¿De las que aman apasionadamente todo lo que es bello y noble y grande y generoso?

Esa alma distinguida sabe adivinar las llagas más secretas, los secretos más amargos. Pero les lleva consuelo; sobre esos corazones en otoño, o en crudo invierno, destila bálsamo reconfortante.

¿Quién, si no el alma aristócrata, sabe intuir que tal palabra producirá pena y la callará Y que esa frase dará consuelo y la dirá?

Almas delicadas, creced Y multiplicaos, llenad la tierra, para que cese la noche de la vulgaridad y amanezca la primavera de la bondad.

Fuente: “Caminos de Luz” Padre Jesus Marti Ballester