21/02/2022 –
Cuando volvieron a donde estaban los otros discípulos, los encontraron en medio de una gran multitud, discutiendo con algunos escribas. En cuanto la multitud distinguió a Jesús, quedó asombrada y corrieron a saludarlo. El les preguntó: “¿Sobre qué estaban discutiendo?”. Uno de ellos le dijo: “Maestro, te he traído a mi hijo, que está poseído de un espíritu mudo. Cuando se apodera de él, lo tira al suelo y le hace echar espuma por la boca; entonces le crujen sus dientes y se queda rígido. Le pedí a tus discípulos que lo expulsaran pero no pudieron”. “Generación incrédula, respondió Jesús, ¿hasta cuando estaré con ustedes? ¿Hasta cuando tendré que soportarlos? Tráiganmelo”. Y ellos se lo trajeron. En cuanto vio a Jesús, el espíritu sacudió violentamente al niño, que cayó al suelo y se revolcaba, echando espuma por la boca. Jesús le preguntó al padre: “¿Cuánto tiempo hace que está así?”. “Desde la infancia, le respondió, y a menudo lo hace caer en el fuego o en el agua para matarlo. Si puedes hacer algo, ten piedad de nosotros y ayúdanos”. “¡Si puedes…!”, respondió Jesús. “Todo es posible para el que cree”. Inmediatamente el padre del niño exclamó: “Creo, ayúdame porque tengo poca fe”. Al ver que llegaba más gente, Jesús increpó al espíritu impuro, diciéndole: “Espíritu mudo y sordo, yo te lo ordeno, sal de él y no vuelvas más”. El demonio gritó, sacudió violentamente al niño y salió de él, dejándolo como muerto, tanto que muchos decían: “Está muerto”. Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó, y el niño se puso de pie. Cuando entró en la casa y quedaron solos, los discípulos le preguntaron: “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?”. El les respondió: “Esta clase de demonios se expulsa sólo con la oración”.
San Marcos 9,14-29
El evangelio de Marcos nos presenta el relato de la curación de un epiléptico por parte de Jesús. La descripción del enfermo parece extraída de un manual de patología.
La expresión de la acción transmite fuerza y dinamismo:
• Tiene un espíritu que no le deja hablar; • y cuando lo agarra, lo tira al suelo, • echa espumarajos, • rechina los dientes y se queda tieso. ¿Qué les parece esta descripción tan precisa y somera de los síntomas? ¡Ojalá pudiéramos expresarnos nosotros de un modo parecido! En torno a este muchacho epiléptico descubrimos varios personajes. Cada uno de ellos representa una actitud: • la gente (curiosidad), • el padre del muchacho (fe y duda), • los discípulos (impotencia). • Y, por supuesto, Jesús. En este relato ofrece reacciones diversas, que van desde • la curiosidad y el interés (¿De qué discuten? ¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?) • hasta la energía y la autoridad (Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Vete y no vuelvas a entrar en él) • pasando por el enfado (¿Hasta cuándo los tendré que soportar?). Aunque sólo fuera por esto, nos ayudaría a no tener una imagen de Jesús demasiado hecha. Pero, además, el relato sirve como marco para hablar • del poder de la fe (Todo es posible al que tiene fe) • y de la oración (Esta especie sólo puede salir con oración).
¿Qué es un creyente? ¡Alguien que posee el poder de la fe! En tiempos de fe devaluada, como a medias, ¡qué difícil es aceptar que se nos ha concedido una energía capaz de derrotar cualquier mal! Es verdad que la fe se vive en continua tensión (Tengo fe, pero dudo, ayúdame). Es verdad que no poseemos la fe como si fuera una herramienta a nuestro servicio. Es verdad que la fe nos desborda siempre. Pero ¿no les parece que deberíamos profundizar más en la energía que posee para hacernos vivir? Creo que hoy merecería la pena repetir muchas veces las palabras de Jesús: Todo es posible al que tiene fe.
El Reino de Dios exige seguidores dominados por la fe que sean capaces de abandonarse en el poder de Dios. Este abandonarse en el poder de Dios no es igual a caer en pasivismo, sino, por el contrario, junto a Dios ser capaces de vivir una nueva humanidad liberada de toda atadura que esclaviza y deshumaniza.
El niño que recibe el milagro de Jesús es liberado primeramente de un espíritu inmundo que le causa la epilepsia. Esto ocurre bajo la orden de Jesús: “Espíritu sordo y mudo, yo te lo mando: sal de él y no entres más en él”… El espíritu inmundo sale, pero deja al niño medio muerto.
Se hace necesaria una segunda acción de Jesús sobre el muchacho: Jesús lo toma de la mano, lo levanta y él se pone en píe. Para el seguimiento de Jesús no basta con dejar de ser malo. Es necesario, por la misericordia de Dios, llenarse de la fuerza del amor y ponerse de pie, en capacidad de seguir a Jesús. Pero, sobre todo, es necesario tener fe. Por eso el relato presenta una acción transformadora que realiza Jesús en el padre del niño: lo cura de su incredulidad.
La falta de la verdadera fe es la que impide conocer, aceptar, y seguir a Jesús. Por eso Jesús polemiza en diversos niveles: primero con todos, y los llama “generación incrédula”; después con el padre del muchacho, al cual le dice “que todo es posible para el que cree”. Y finalmente con sus discípulos, a quien les explica su impotencia para curar: por falta de oración.
Asumamos la fe como una realidad necesaria para todo aquel que quiere vivir fielmente el compromiso del Reino de Dios como Jesús lo vivió. Seguramente algunas palabras del Papa Franciso en la encíclica la luz de la fe nos ayuden a seguir rezando. 57. La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres.
Han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que los aquejan.
La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar.
Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, « inició y completa nuestra fe » (Hb 12,2).
El sufrimiento nos recuerda que el servicio de la fe al bien común es siempre un servicio de esperanza, que mira adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el futuro que viene de Jesús resucitado, puede encontrar nuestra sociedad cimientos sólidos y duraderos.
En este sentido, la fe va de la mano de la esperanza porque, aunque nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf. 2 Co 4,16-5,5).
El dinamismo de fe, esperanza y caridad (cf. 1 Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia aquella ciudad « cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios » (Hb 11,10), porque « la esperanza no defrauda » (Rm 5,5).
En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día.
No nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obstruyen el camino, que «fragmentan» el tiempo, transformándolo en espacio.
El tiempo es siempre superior al espacio. El espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a caminar.