26/07/2022 – En el día de San Joaquín y Santa Ana junto al padre Gabriel Camusso reflexionamos en torno al evangelio correspondiente a ésta fiesta:
Jesús dijo a sus discípulos: «Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen. Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron.»
Empecemos por afirmar que nada sabemos sobre la santa madre de la Virgen María, Nuestra Señora. Nada rigurosamente histórico. Los cuatro, evangelios canónicos, con su sobriedad característica, guardan absoluto silencio sobre los padres de María. Ni siquiera sus nombres nos han transmitido.
Si algo queremos saber acerca de ellos tendremos que acudir a los evangelios apócrifos, relatos escritos por la imaginación fervorosa de los primeros cristianos para completar con ellos los silencios de los evangelios, aquello que no se contiene en la Biblia.
En estos escritos —no reconocidos por la Iglesia como revelados— resulta difícil entresacar la verdad del error, aunque bien pudiera ser que gracias a ellos haya llegado hasta nosotros algún dato auténtico silenciado por los cuatro evangelistas. Así, pues, con ingenua sencillez de niños, escuchemos lo que los apócrifos nos han transmitido acerca de la santa mujer que mereció ser la madre de Nuestra Señora y la abuela de Nuestro Señor. Son entonces relatos que llegan a nosotros a modo de tradición.
Vivía en aquellos tiempos en tierras de Israel un hombre rico y temeroso de Dios llamado Joaquín, perteneciente a la tribu de Judá. A los veinte años había tomado por esposa a Ana, de su misma tribu, la cual, al cabo de veinte años de matrimonio, no le había dado descendencia alguna. Joaquín era muy generoso en sus ofrendas al Templo.
Un día, al adelantarse para ofrecer su sacrificio, un escriba llamado Rubén le cortó el paso diciéndole: “No eres digno de presentar tus ofrendas por cuanto no has suscitado descendencia alguna en Israel”. (Alguna vez el Papa Francisco, hizo comentario de este acontecimiento en la vida de Joaquín)
Afligido y humillado, Joaquín se retiró al desierto a orar para que Dios le concediera un hijo. Mientras tanto Ana se vestía de saco y cilicio para pedir a Dios la misma gracia. No obstante, los sábados se ponía un vestido precioso por no estar bien, en el día del Señor, vestir de penitencia. Estando así en oración en su jardín suplicaba a Dios con estas palabras: “¡Oh Dios de nuestros padres! Óyeme y bendíceme a mí a la manera que bendijiste el seno de Sara, dándole como hijo a Isaac”.
Al decir estas palabras dirigió su mirada al árbol que tenía delante y, viendo en él un pájaro que estaba incubando sus polluelos, exclamó amargamente y con repetidos suspiros: “¡Ay de mí! ¿A quién me asemejo yo? No a las aves del cielo, puesto que ellas son fecundas en tu presencia, Señor.”
La humilde súplica de Ana obtuvo una respuesta inmediata de lo Alto. Un ángel del Señor se le apareció anunciándole que iba a concebir y a dar a luz, y que de su prole se hablaría en todo el mundo. Nada más oír esto prometió Ana ofrecerlo a Dios al instante.
Al mismo tiempo Joaquín recibió idéntico mensaje en el desierto, por lo cual, lleno de alegría, volvió al punto a reunirse con su esposa.
Y se le cumplió a Ana su tiempo y al mes, noveno dio a luz. Cuando supo que había dado a luz una niña, exclamó: “Mi alma ha sido hoy enaltecida.” Y puso a su hija por nombre María.
Una mujer paciente y humilde. Durante veinte años Ana sufre sin queja la tremenda humillación de la esterilidad. Cuando, por fin, su amargura se derrama en presencia del Señor, sus quejas son tan suaves y humildes que inclinan al Señor a escucharla. Su larga prueba no ha endurecido su corazón, no le ha agriado. Es todavía capaz de reconocer que todas las criaturas de Dios siguen siendo buenas y la obra del Señor, perfecta; es ella únicamente la que parece desentonar en este armonioso conjunto.
El versículo del salmo 92 «en la vejez seguirán dando frutos» (v. 15) es una buena noticia, un verdadero “evangelio”, que podemos anunciar al mundo con ocasión de la segunda Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores.
Esto va a contracorriente respecto a lo que el mundo piensa de esta edad de la vida; y también con respecto a la actitud resignada de algunos de nosotros, ancianos, que siguen adelante con poca esperanza y sin aguardar ya nada del futuro.
La ancianidad a muchos les da miedo. La consideran una especie de enfermedad con la que es mejor no entrar en contacto. Los ancianos no nos conciernen —piensan— y es mejor que estén lo más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener que hacernos cargo de sus preocupaciones.
Es la “cultura del descarte”, esa mentalidad que, mientras nos hace sentir diferentes de los más débiles y ajenos a sus fragilidades, autoriza a imaginar caminos separados entre “nosotros” y “ellos”.
Pero, en realidad, una larga vida —así enseña la Escritura— es una bendición, y los ancianos no son parias de los que hay que tomar distancia, sino signos vivientes de la bondad de Dios que concede vida en abundancia. ¡Bendita la casa que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus abuelos!
Por este motivo, cuando hoy aún en el ámbito de lo comercial escuchemos la promoción del día de los abuelos no olvidemos que los valores humanos como el respeto y el cariño hacia nuestros mayores son algo importante y connatural a nuestra sociedad. La figura de los padres de nuestros padres está presente en la cercanía-lejanía de nuestra infancia.
Nuestros abuelos son punto de referencia de nuestros primeros actos de toma de nuestra conciencia, nuestros primeros pasos, nuestros primeros juegos, nuestras primeras desobediencias, nuestras primeras alegrías, nuestros primeros castigos, nuestros primeros cumpleaños y tantas y tantas sensaciones más.
Las nuevas generaciones conocen a sus bisabuelos, la expectativa de vida ha crecido, y a sus abuelos, detectando cada vez más ayuda y cariño hacia ellos. Se preocupan tanto o más que los padres.
Nuestros padres, muchas veces a causa de sus trabajos, encomiendan a los abuelos el cuidado de los niños, el levantarles, llevarlos y recogerles del colegio, el darles de comer o de merendar, etc.
Infinidad de veces hacen las funciones de padres con todo el amor y dedicación, para ir educando a sus nietos con la ternura que se merecen, a fin de que descubran la vida sin traumas y sin complejos, ayudándoles en todo lo que pueden, mejorando incluso, en aquellas cosas que saben por experiencia que han de dar de otra manera, acordándose de errores que tuvieron con sus propios hijos.
Cuando vemos estas ideas, y existen muchísimas más para que hoy si tenés a tu abuelo a tu abuela, vayas corriendo y le des un gran beso. O le envíes un mensaje, una llamada.
Y vos abuelo, abuela, animate hoy a pedir una oración, un momento especial de dedicación a tus nietos, aun cuando no lo entiendan ahora, lo enseñarán con seguridad en el futuro a sus hijos.
Hoy es un día para dar gracias. Porque gracias a nuestros abuelos, vinieron a la vida nuestros padres. Gracias a ellos podemos nosotros enamorarnos de la vida.
Día de acción de gracias por la vida, por los cuidados, por los desvelos, por los sufrimientos, por los sacrificios, por el derroche de amor y cariño de nuestros abuelos hacia nuestros padres y hacia nosotros. Por la indescriptible ayuda en nuestra educación y en la formación de nuestra personalidad.
Celebrar la fiesta de los abuelos, es como un deber de agradecimiento, un acto de amor, una devolución de ternura y sobre todo, una acción de gracias respetuosa y alegre, para hacerles arrancar su mejor sonrisa en esta celebración íntima y familiar, donde vuelven a ser protagonistas en este día de los abuelos.
La figura del abuelo es realmente una figura emblemática de la ternura humana: cuando está en la cima serena de los años contempla en los retoños de los nietos vivas prolongaciones de su propia existencia.
Los latidos del corazón de los abuelos intentan prolongarse, en la vida y en la historia, durante siglos, en los mismos latidos del corazón de sus propios nietos. Es la voz del amor que resuena en todos los hogares y no se conforma con la indiferencia del olvido y menos todavía con el desdén, el desvío y la ausencia total de solidaridad humana. Los ojos de los abuelos miran con redoblado amor la figura y presencia de los nietos.
Un detalle cualquiera con «mucho amor» no tiene precio, no hay dinero que lo pague y valore.
Los padres ancianos, elevados a la categoría de abuelos, merecen la expresión más fina, gentil y cariñosa de los nietos. Esta fineza hermosea la vida humana, enriquece el mundo y constituye un prestigio para los corazones agradecidos.
Terminamos con estas bellas palabras de Juan Pablo II: «¡Nuestros abuelos! La Biblia les reserva el calificativo de ricos en sabiduría, maestros de la vida, testigos de la tradición de la fe y personas llenas de respeto a Dios… Es importante que se conserve, o se restablezca donde se haya perdido, un pacto entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron» (Juan Pablo II, Evangelium vitae).
«Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano» (Lv 19, 32). Honrar a los ancianos supone un triple deber hacia ellos: acogerlos, asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi espontáneamente, como por costumbre inveterada. En otros, especialmente en las naciones desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia para que los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin temor a quedar reducidos a personas que ya no cuentan nada. Es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que “el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes”. Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a los jóvenes para invitarles a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto podáis imaginar (Carta de Juan Pablo II a los ancianos).
Termino, compartiendo las palabras del Papa Francisco en la jornada de los abuelos y adultos del pasado 2021 Queridas abuelas y queridos abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este mundo nuestro estamos llamados a ser artífices de la revolución de la ternura.
Hagámoslo, aprendiendo a utilizar cada vez más y mejor el instrumento más valioso que tenemos, y que es el más apropiado para nuestra edad: el de la oración.
«Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración: cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios». Nuestra invocación confiada puede hacer mucho, puede acompañar el grito de dolor del que sufre y puede contribuir a cambiar los corazones.
Podemos ser «el “coro” permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza sostienen a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida». Es por eso por lo que la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores es una ocasión para decir una vez más, con alegría, que la Iglesia quiere festejar con aquellos a los que el Señor —como dice la Biblia— les ha concedido “una edad avanzada”.
¡Celebrémosla juntos! Los invito, a ir a visitar a los ancianos que están más solos, en sus casas o en las residencias donde viven. Tratemos que nadie viva este día en soledad. Tener alguien a quien esperar puede cambiar el sentido de los días de quien ya no aguarda nada bueno del futuro; y de un primer encuentro puede nacer una nueva amistad. La visita a los ancianos que están solos es una obra de misericordia de nuestro tiempo.