23/04/2015 – Jesús dijo a la gente: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: Todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”.
Jn 6,44-51
Comulgar o murmurar, esa es la opción ante la que nos pone Jesús cuando se presenta como Pan de Vida. El invitaba a “comer de su Pan para tener vida eterna” y los judíos murmuraban contra Él por que había dicho ‘Yo soy el Pan que ha bajado del cielo’. La historia de la murmuración no comienza con Jesús ni termina con Él. Aparece con Moisés, cuando el pueblo murmuraba contra su autoridad y la de Aarón (Gn 15, 24 ss.), pero tiene su raíz en la serpiente que susurra al oído de Eva “¿cómo es que Dios les ha dicho que no coman de ninguno de los árboles del jardín?’.
No termina con Jesús porque sigue en las Cartas apostólicas. La última mención está en la Epístola de Judas, que habla de cristianos que “son unos murmuradores, descontentos de su suerte, que viven según sus pasiones, cuya boca dice palabras altisonantes y que adulan por interés” Y agrega: “Al fin de los tiempos aparecerán hombres sarcásticos que vivirán según sus propias pasiones impías. Estos son los que crean divisiones, viven una vida sólo natural sin tener el espíritu” (Jd 16 ss).
Pedro opone a la murmuración la hospitalidad y nos da pie para decir o comulgar o murmurar: “Sean hospitalarios unos con otros sin murmurar. Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios. Si alguno habla, sean palabras de Dios; si alguno presta un servicio, hágalo en virtud del poder recibido de Dios, para que Dios sea glorificado en todo por Jesucristo” (1 Pe 4, 9 ss). Hoy queremos dar la bienvenida, ser hospitalarios con corazón tierno y con capacidad de amar y cobijar. Queremos abrirnos en el año de la misericordia a recibir y hospedar a los que más están sufriendo, y con Jesús comulgar.
Comulgar o murmurar es la opción frente a todas aquellas personas concretas que nos rodean en la vida de la Iglesia y que son “personas-pan”. Personas que, porque comulgan con Jesús y se alimentan de su Palabra y de su Vida, son pan para los demás. Personas que hacen el bien, que inspiran a otros a hacerlo y los juntan y los alientan y trabajan con ellos en esta misión universal de la compasión y de la promoción de toda vida a la que nos llama Jesús. Existen personas-pan. No se trata de algo rebuscado o difícil de encontrar. No digo personas-caviar o personas-champagne. Hay personas “pan y vino”.; sin condimentos ni hazañas espectaculares. Cientos de millones de personas pan que trabajan y dan vida a los demás. Es la frescura hogareña que da el corazón hospitalario, de quien quiere hacerse uno con Jesús y compartirse.
Si uno lo piensa así, es algo que puede verse a simple vista. O por lo positivo de la comunión que favorecen o por el fenómeno de la murmuración que provocan. Y esto tanto a gran escala -como el amor y las murmuraciones que despertó la Madre Teresa, por ejemplo, o el amor que suscitó Hurtado hacia los pobres Cristos y las murmuraciones que lo obligaron a renunciar a su trabajo con los jóvenes de la Acción Católica-, como a escala pequeña –cada uno tiene ejemplos cercanos en su familia y en su trabajo, en los que alguien hace algo bien y divide las aguas entre los que se alegran y comulgan y los que toman distancia y murmuran.
La murmuración ciega a los que la practican pero es perfectamente discernible a cierta distancia. Es algo obvio, por ejemplo, para uno que de golpe entra en un lugar donde los que están murmurando de algo que no quieren que uno se entere, se quedan callados de golpe: ¿vieron que el clima se pone tan tenso que se podría cortar con cuchillo, como se dice?. La comunión, en cambio, se deja sentir de cerca y de lejos. No ciega y da la bienvenida a quien llega. La murmuración, en cambio, es expulsiva.
Entre los que comulgan en el trabajo de hacer el bien, hay conciencia lúcida de los defectos tanto propios como ajenos, pero la pasión por la tarea encomendada es mayor y no da lugar a la murmuración. Porque en el centro del corazón está hacer bien el bien, así es el espíritu de comunión que integra.
Los murmuradores siempre muestran la hilacha. Son huidizos, se les escapan muecas, ponen caras, se mueren por juntarse entre ellos a murmurar. Suelen tener razón en muchas cosas que notan y que dicen a escondidas. Son los profetas del fracaso y la desgracia y como en este mundo la cizaña del pecado abunda, a grosso modo y a la corta aciertan muchas veces y tienen más prensa que los que comulgan con el bien silenciosamente.
Lo triste es cuando se alegran de algún fracaso. Aquí la murmuración se sale de madre y muestra que es hija de la envidia. Y ya sabemos que “por la envidia entró el demonio en el mundo”.
Ir contra este amor natural al bien es destructivo y contagioso. Murmurar es una forma de no amar el bien, de no comulgar. En vez de comer el bien se lo regurgita y se convierte, en la punta filosa de las lenguas, en palabras que tienen sabor adictivo pero que no alimentan. Murmurar es la anti-comunión. Se le dan vuelta a las cosas con la lengua pero no se las traga. Y por el prurito farisaico de no tragarse ningún mosquito uno se pierde la comunión con las personas y con el trigo del campito, que los murmuradores arrancan sin piedad junto con la cizaña que dicen combatir.
La murmuración es activa y pasiva. Así como hay murmuradores profesionales, que se dedican con mucha constancia a coleccionar “sucesos murmurables”, hay multitud de murmuradores pasivos, orejas ávidas de murmuración. De dónde si no el éxito de los programas de chismes y de la prensa sensacionalista.
La murmuración no sólo debe ser rechazada sino que hay que sacarla a la luz y denunciarla explícitamente. Cuando me doy cuenta de que alguien me está enroscando la víbora y siento cierta complacencia es pecado no decirle al otro que no acepto su comentario, que no entiendo su perspectiva y que no comparto su actitud de enredar, para después dividir y romper.
¿Cómo se evita que haga daño a la comunidad? ¿Cómo se vence el desaliento que provocan los “anti-líderes”, que hacen pocas cosas positivas de su propia autoría pero administran con destreza la desautorización general?
Decir siempre algo bueno del otro, especialmente si uno cree que hay algo criticable, es algo que mata la murmuración. Por supuesto que no se trata de “es muy buena persona, pero….” sino todo lo contrario: “esto que hizo lo veo criticable, pero como es buena persona o como tiene todo esto de bueno…”. Es decir, lo que mata la murmuración es la comunión con el bien mayor. Y la persona siempre es un bien mayor que todo lo que dice o hace. Afirmar el bien mayor antes y después de la crítica a un mal menor es lo que establece la comunión profunda y mata toda murmuración.
Somos hermanos y seguiremos siendo hermanos, en ese contexto te digo –primero a vos que a los otros- lo que tengo que criticar. Así se convierte en “corrección fraterna” valiente lo que si no degenera en murmuración cobarde.
Siempre se puede encontrar algo bueno en las personas. En eso era especialista Jesús. Que el Señor nos haga amar el bien y comulgar con él, decidida y alegremente, haciendo contra a esta sociedad desencantada y murmuradora que se pierde lo más lindo de la vida: al Pan de Vida y a la gente-pan.
Padre Javier Soteras
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