Dejar de escapar

martes, 21 de septiembre de 2021
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22/09/2021 – A veces escapamos del amor del Padre. En el fondo de nuestro corazón tenemos una irresistible sed de su amor, y sin embargo por nuestra pequeñez escapamos de él, le tenemos miedo a un amor tan grande, y lo culpamos de nuestros males porque así tenemos una excusa para no dejarnos amar. Olvidamos que si él no nos amara nuestro ser se convertiría en humo y cenizas, y que mientras más escapemos de ese manantial de vida menos vivos nos sentiremos. Sin él somos miserables criaturas, pura miseria sin sentido. Pero él es fiel, y se abaja hasta nuestra miseria, se inclina hacia nosotros: “Con sogas humanas quise atraerte, con lazos de amor, y era para ti como el que levanta un niño contra su mejilla. Me inclinaba hacia ti para alimentarte” (Oseas 11, 4).

Él, la misericordia, se inclina hacia la miseria para hacerla grande. Somos miseria sin él, pero con él somos una miseria infinitamente amada, y nuestro corazón se hace capaz de un amor infinito. Nos deja consternados pensar que un corazón tan pequeño como el nuestro sea llamado por su misericordia a un amor tan grande. Somos un gusanito frágil que a veces se engaña creyéndose poderoso, y mientras más grande se cree, y más se aleja del Padre, más se destruye a sí mismo, más se enferma, más se degrada. Pero cuando ese gusanito se deja sostener por la misericordia del Padre, entonces se hace fuerte por dentro, y su debilidad alberga un tesoro sin medida: “Gusanito mío, yo soy tu salvador” (Is. 41, 14).

Por eso, el día que logramos vencer nuestras resistencias, nos aflojamos, renunciamos a nuestros miedos y nos dejamos tomar por los brazos del Padre, ese día alcanzamos la paz que tanto buscamos, ese día todo se serena, ese día empezamos a vivir el cielo en la tierra, aun en medio de problemas y preocupaciones. Todo se transfigura, se ilumina, se llena de un nuevo perfume, de un sabor indescriptible, de melodías consoladoras. Pero no se siente el miedo de perderlo, como nos sucede con las cosas de este mundo, porque experimentamos que ese amor es seguro, es fiel, y no puede acabarse.

Pero su misericordia espera completar su obra en el cielo. A lo largo de nuestra vida nunca terminamos de permitirle que nos ame, y por eso conservamos siempre algunas heridas, viejas angustias, una tristeza escondida que a veces se convierte en un nudo en la garganta. Pero cuando nos liberemos de los límites de esta vida y lleguemos a la presencia del Padre, él mismo arrancará de nosotros todo dolor, porque “secará toda lágrima de nuestros ojos, y no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas. Todo lo viejo se acabará para siempre” (Apoc. 21, 4), y el Padre te dirá: “Mira, te regalo un mundo nuevo” (Apoc. 21, 5). Entonces seguramente responderemos como Job: “Yo te conocía sólo de oidas, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42, 5).