Dejar los ídolos para darle lugar al Dios verdadero

jueves, 4 de junio de 2015
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Niño Dios

 

Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: “¿Cuál es el primero de los mandamientos?”. Jesús respondió: “El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos”. El escriba le dijo: “Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios”. Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: “Tú no estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

 

Mc 12,28-34

 

Reconocer y combatir los ídolos

Dios es el interés más incondicionado, el absoluto, lo que se pone por encima de todo: familia, dinero, poder… Dice Carl G. Jung (1874-1961) en su libro Psicología y religión: “Rara vez se encuentran personas que no estén amplia y preponderantemente dominadas por sus inclinaciones, hábitos, impulsos, prejuicios, resentimientos y toda clase de complejos. La suma de estos hechos naturales funciona exactamente a la manera de un Olimpo poblado de dioses que reclaman ser propiciados, servidos, temidos y venerados, no sólo por el propietario particular de esa compañía de dioses, sino también por quienes les rodean. Falta de libertad y posesión son sinónimos”.

Al Dios verdadero adorado por Israel se le contraponen los «ídolos» de otros pueblos. La idolatría es una tentación de toda la humanidad en todo lugar y en todo tiempo. El ídolo es algo inanimado, nacido de las manos del hombre, que proyecta sobre una criatura su necesidad de Dios.

Como lo describe el salmo 113:
Tienen boca, y no hablan;
Tienen ojos, y no ven;
Tienen orejas, y no oyen;
Tienen nariz, y no huelen;
 Tienen manos, y no tocan;
Tienen pies, y no andan;
No tiene voz su garganta:
Que sean igual los que los hacen,
Cuantos confían en ellos.

El salmista lo describe irónicamente en sus siete miembros totalmente inútiles: boca muda, ojos ciegos, oídos sordos, narices insensibles a los olores, manos inertes, pies paralizados, garganta que no emite sonidos (Cf. versículos 5-7) esta muerte que genera el vínculo con lo que no es Dios. Después de esta despiadada crítica de los ídolos, el salmista expresa un augurio sarcástico: «que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos» (versículo 8). Es un augurio expresado de manera sin duda eficaz para producir un efecto de radical disuasión ante la idolatría. Quien adora los ídolos de la riqueza, del poder, del éxito, pierde su dignidad de persona humana. Decía el profeta Isaías: « ¡Escultores de ídolos! Todos ellos son vacuidad; de nada sirven sus obras más estimadas; sus testigos nada ven y nada saben, y por eso quedarán abochornados» (Isaías 44, 9).

Hay infinidad de ídolos que reclaman nuestra atención: vanidad, sobre cuidado de sí mismo, la televisión, el trabajo, los apegos, los temores… ellos buscan quitarle espacio al Dios verdadero, al Dios vivo que te habita en lo más profundo y te invita a dejarle su lugar para que haga de Dios. Denunciarlos viene bien para empezar a combatirlos.

Conociendo la naturaleza humana su necesidad de Dios y su inclinación a confundir el camino, Jesús invita desde la pregunta del fariseo a la conversión al Dios verdadero. En el judaísmo el encuentro y conversión al Dios vivo que experimentó Moisés en el Sinaí se da por el camino de la ley. La tradición judía tiene 613 leyes positivas, 365 prohibiciones y 248 prescripciones; en total, 1226. Jesús ha venido a poner en el centro el contenido de la ley referenciando a un único mandamiento con dos dimensiones: “Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. 

La necesidad más profunda del corazón humano se resuelve en el amor como camino que ordena y libera. Por el camino del amor vamos desde un Olimpo de dioses al encuentro con el Dios verdadero. Dios es amor

 

El Dios verdadero, el Dios del amor

Hoy, un maestro de la Ley le pregunta a Jesús: « ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28). La pregunta es capciosa. En primer lugar, porque intenta establecer un ranking entre los diversos mandamientos; y, en segundo lugar, porque su pregunta se centra en la Ley. Está claro, se trata de la pregunta de un maestro de la Ley, de uno aferrado al ídolo de la ley. La respuesta del Señor desmonta la espiritualidad de aquel «maestro de la Ley». Toda la actitud del discípulo de Jesucristo respecto a Dios queda resumida en un punto doble: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón» y «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31). El comportamiento religioso queda definido en su relación con Dios y con el prójimo; y el comportamiento humano, en su relación con los otros y con Dios. Así Jesús saca del medio toda otra centralidad que no sea el amor.Lo dice con otras palabras san Agustín: «Ama y haz lo que quieras».  Si el amor es lo que nos habita interiormente, la libertad en nosotros ya es una conquista. 

“Ama y haz lo que quieras” era el lema de San Agustín. En el amor a Dios y a los demás se resume toda la ley. Quien sea capaz de cumplir este precepto puede hacer lo que le venga en gana. Aunque veremos que es más exigente de lo que parece. Es una libertad que nos centra en el mayor eje de la existencia: el amor a Dios y a los hermanos.

Dice el Papa Francisco comentando el evangelio de hoy “Cada uno de nosotros vive de pequeñas o grandes idolatrías, pero el camino que lleva a Dios pasa por el amor exclusivo a Él, tal como nos lo ha enseñado Jesús. (…) No basta decir: ‘Pero yo creo en Dios, Dios es el único Dios’. Va todo bien, pero ¿cómo vives tú esto en el camino de la vida? Porque nosotros podemos decir: ‘El Señor es el único Dios, no hay otro’, pero vivir como si Él no fuera el único Dios y tener otras divinidades a nuestra disposición… Está el peligro de la idolatría: la idolatría que viene a nosotros con el espíritu del mundo. Y Jesús, en esto era claro: el espíritu del mundo, no. Y Jesús pide al Padre en la última cena que nos defienda del espíritu del mundo, porque el espíritu del mundo nos lleva a la idolatría”.

Nuestros ídolos, cada uno el suyo, son los que nos sacan del centro, del mandato existencial al amor.

 

Padre Javier Soteras