Dejarme iluminar para iluminar

jueves, 28 de enero de 2021
image_pdfimage_print

28/01/2021 – En la Catequesis de hoy el P. Matías Burgui reflexionó sobre 3 puntos que se desprenden del evangelio, en el que Jesús dice que la lámpara no se la pone debajo de la cama sino en un candelero para que ilumine a todos.

1- La luz del discernimiento

Jesús nos dice “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12). La misma vida del Señor es luz que nos saca de las tinieblas. Ayer compartíamos la parábola del sembrador, estuvimos meditando sobre esta palabra que tiene que ser palabra de vida y que nos ha exigido ser esta tierra fértil para que la ilusión de Dios, el proyecto de Dios pudiera hacerse carne en nosotros y pudiera hacerse obra en nosotros. Todo esto meditábamos ayer, pero tiene un para qué, y hoy el mismo Jesús nos lo dice, tenemos que ser luz. Para ser luz hace falta ser una tierra fértil que reciba la semilla, esta potencia, esta ilusión, y este proyecto que Dios tiene para cada uno de nosotros puestos en el mundo, sembrados en una realidad concreta para ser luz y para tener este gesto de medida misericordiosa con la que medimos las realidades que nos toca afrontar.

Estas palabras de Jesús nos pueden parecer un poco obvias pero en definitiva no dejan de ser un ejemplo de lo que se hace con una lámpara: la lámpara no se esconde. La lámpara no se mete debajo de un cajón o debajo de la cama: la lámpara se la coloca en lo más alto de una sala para que brinde su luz a todos. Se la coloca en lo más alto de una ciudad para que brille y sea punto de referencia.

Sin embargo, no siempre nos dejamos iluminar.

– ¿Qué te pasa?
– Nada.
– ¿Seguro?
– ¡Seguro!
– ¡Nah, a vos te pasa algo!
– ¡Que no me pasa nada, te digo!

¿Te suena un diálogo así? Cuántas veces ni nosotros sabemos lo que nos pasa, ¿no? San Agustín decía “soy un misterio hasta para mí mismo”. Y así, con esa frustración a cuestas, alejamos a todo el mundo. Lo bueno, es que siempre se puede seguir caminando porque nunca estamos solos: Dios acompaña nuestro andar. Tal vez, lo importante en la vida espiritual sea comenzar por ponerle nombre a lo que vivimos, pensamos y sentimos. Tarea nada fácil, tarea que muchas veces requiere de ayuda y de tiempo, de espera y de procesos, pero que es necesaria. Un padre de la Iglesia, San Ireneo de Lyon, lo tenía claro. Él decía: “lo que no se asume, no se redime”. Es como estar enfermo y querer sanarse a uno mismo… Se complica, necesitamos del médico. Así que el punto de partida tiene que ver con nosotros, pero también con nuestra sinceridad. Hay que parar un poco y animarse a la pregunta, empezar con un sinceramiento: ¿cómo estoy? Se puede tardar más, se puede tardar menos, pero con un poco de silencio, oración personal y charlando eso con alguien que nos escuche, las cosas van saliendo a la luz. Ponerle palabras a lo pequeño, a lo que nos pasa y a lo que nos pesa, a lo lindo y a lo que nos complica. Cuando uno puede poner en palabras lo interior, Dios se puede hacer cargo también de lo exterior: ofrecer a Jesús nuestro no saber para que Él lo transforme. Por eso es tan importante ponerle nombre a las cosas, empezar a discernir e intentar buscar lo que viene de Dios. Escribí lo que te pasa, charlalo, rezalo, hablalo.

¿Te animás a hacerte esa pregunta?: ¿Cómo estás hoy?

¿Te animás a hacerle esa pregunta a Dios?

2- Acompañar

A las tinieblas no se las combaten, se las iluminan.
No, no estás en guerra. Sí, tu vida es misión.
No, no tenés que “ganar” siempre. Sí, hay que pensar en el otro.
No, no son necesarias todas las respuestas. Sí, es importante abrirse al diálogo.
No, no perdés nada por mostrarte humilde. Sí, se consiguen más moscas con miel que con vinagre.
En toda relación humana pueden aparecer conflictos. Uno quiere estar en paz y bien con todos, pero cuando las cosas se complican, ¿cómo mantener la armonía y la caridad? Hay momentos en que, a pesar de todos los esfuerzos para conciliar, actitudes, palabras, gestos, nos pueden impedir resolver las cosas.

¿Ceder o conceder?

Muchas son las personas que reconocen que, cuando aparecen los problemas, acaban cediendo. Y muchas son también las que reconocen que con ese ceder no se siente especialmente bien. Entonces ¿por qué lo hacen? Bueno, puede haber mil motivos, pero algo que no anda bien. Quizás sea importante encontrar una diferencia entre ceder y conceder:

– Cuando cedemos, en el fondo estamos pasando una línea que realmente no queremos perder (nos ganan). Después de haber cedido, uno se encuentra en una situación peor que antes: uno se siente mal consigo mismo. Pero conceder no es lo mismo.

– Cuando concedemos algo, no estamos pasando ninguna de nuestras líneas y además estamos contribuyendo a que la otra parte se sienta mejor. En el fondo, la motivación es el amor. Eso te lleva a sentirte bien y además está todo bien con el otro. Conceder es algo profundamente evangélico. Por eso, hay que tener muy en claro qué quiere Dios: discernir, no apurarse y escuchar. Si no hacemos este ejercicio previo, podemos acabar cediendo en cosas de las que luego nos podamos arrepentir. Lo primero es la caridad. ¿Qué haría Jesús?
¿Pedir permiso o imponerse?

Hablá, hablá, hablá. Aunque el otro no responda, con caridad, no te lo guardes. Pedí permiso, preguntá, escuchá. ¿Qué te parece?

¿Cómo hacemos? Nunca atropellar. Dar permiso y no imponer. Esa es la clave para seguir.

“Evitá la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad” (cf. Ef 4,31).
El discípulo está llamado a conservar y custodiar esa luz que recibe de Jesús, pero no custodiarla debajo de la cama o adentro de un cajón, custodiarla y conservarla encendida para que otros la vean… ¡Ser lámparas encendidas!

3- Vivir la sencillez

No hace mucho tiempo un amigo me citó una frase del libro del Eclesiastés que no conocía: “En resumen, he descubierto lo siguiente: Dios hizo recto al hombre, pero ellos se buscan muchas complicaciones”. (Ec 7, 29). La verdad, me sorprendió, nunca la había escuchado. Me hizo pensar en la vida, en toda vida, en la tuya y la mía. ¿No solemos complicar las cosas? ¿No le buscamos muchas veces problemas a las soluciones? Y sin embargo, Dios es sencillo y nos creó sencillos.

El autor del libro del Eclesiastés (en hebreo “Cohelet”) es un sabio de mediados del siglo III a. C. que pone sus reflexiones en boca justamente del “Eclesiastés”, palabra griega que significa “predicador”. ¿Qué le pasa a este hombre? Bueno, se va dando cuenta de que nada puede llenar plenamente su corazón. Y claro, le cuesta encontrar a Dios y se desanima. Esa experiencia le ha hecho descubrir que todo pasa: “¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! ¿Qué provecho saca el hombre de todo el esfuerzo que realiza bajo el sol?”(Ec 1, 2-3). Este sabio comprueba que nada de lo que tradicionalmente era considerado como una “recompensa” al cumplimiento de la Ley, puede satisfacer plenamente al corazón humano. Los placeres, las riquezas y la gloria no dejan más que vacío y desencanto. Su corazón le pide, le exige más. ¡Nada te llena, salvo Dios! ¡Nada te llena, salvo Dios!

¿Y la esperanza? Bueno, la realidad es que, a pesar de que todo parezca caerse, a pesar de que la vida se vuelva sombría y se compliquen las cosas, Dios sigue estando ahí. ¿Por qué? Porque te ama y te sostiene. Él se ha “empecinado” en que vos seas feliz, por eso no va a soltarte de la mano. Te lo repito: Dios está empecinado, tiene la idea fija en tu felicidad. ¿Y qué nos queda hacer a nosotros? Lo dice el mismo Jesús: hacete como niño (Mt 18, 3). ¿Qué hace el niño? Confía en su padre, no sabe tener miedo cuando está con él, lo admira, lo escucha, lo espera. Dale, no quieras entender todo, hay un tiempo para cosa. Más vale ofrecé lo que vivís y dejalo en manos de Jesús. Dios nunca te va a abandonar. Hacelo parte de tu oración de hoy.
Dios te hizo sencillo, no te compliques.