Hay una hermosísima página, exclusiva del Cuarto Evangelio, el relato del lavatorio de los pies, en la que Jesús dice: «¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes?… Si yo que soy el Señor y el Maestro les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes» (13,12-15).
(…) El sentido de este gesto del Señor el mismo texto lo aclara cuando afirma: …«Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin»… (13,1). Este acto de Jesús es una expresión muy delicada y muy humillada de su amor: …«Habiendo amado, los amó hasta el fin»… No hay que entender este «fin», simplemente, como la terminación cronológica de la vida del Señor sino, más profundamente, como la culminación de su amor. El amor de Jesús no termina con su vida. El amor «hasta el fin» no es el «fin del amor» sino su cima, su cúspide más alta. A Jesús se le termina la vida pero no se le termina el amor. Su amor «hasta el fin», es la «finalidad» de su amor, su sentido y su intensidad más honda. El Señor quiere darle a sus discípulos el Mandamiento nuevo del amor fraterno (13,34), pero antes de decírselo con las palabras, como un mandato, se los quiere expresar con la fuerza de un gesto.
(…) Ciertamente la opción silenciosa del testimonio y las obras es mucho más movilizador y desestructurante para los otros que la verborragia compulsiva de los discursos y el chispazo de las ideas geniales que lo único que hacen es deslumbrar pero no convertir. Así se explica la reacción de Pedro, el cual totalmente desconcertado, zarandeado en todas sus seguridades por el gesto de Jesús, queda absolutamente sorprendido y desubicado: …«¿Tú Señor me vas a lavar los pies a mí?»… (13,6).
También a nosotros, como a Pedro, nos cuesta muchísimas veces recibir la deslumbrante gratuidad del amor de Dios, tener la sencillez de dejarnos amar tal como Dios lo quiere hacer, sin que nos escandalicemos o pretendamos decirle al Señor cómo tiene que proceder con nosotros. Por mucho que nos cueste, tenemos que dejarnos querer por Jesús como él mismo quiera, dejarnos lavar los pies. Cuando probemos los gestos del amor de Dios, cuando no los recortemos o los condicionemos, cuando no les pongamos defensas y contenciones, entonces tendremos la misma y última reacción de Pedro: …«Entonces, Señor, no sólo los pies sino también las manos y la cabeza»… (13,9). Quien ha gustado algo del amor de Dios siempre va a querer más, porque el amor es «hasta el fin». No se puede terminar lo que no tiene fin. Sólo se puede comenzar y continuar y aumentar; pero no se puede detener, ni se puede terminar. Jesús persuade a Pedro diciéndole: …«Si yo no te lavo no podrás tener parte conmigo»… (13,8). Esta frase del Señor quizás el Apóstol la entendió en su sentido más inmediato. Generalmente cuando un huésped llegaba de visita a la casa, el sirviente lo recibía en nombre de su señor y le lavaba los pies empolvados por el viaje y el camino. Una vez lavado, el peregrino pasaba a la mesa con el dueño de casa a festejar. El lavatorio era para la recepción en la casa y para la comida en la mesa.
Así también a nosotros, el Señor nos purifica de nuestros pecados en el lavatorio de su sangre para que podamos, junto con toda la comunidad, con los otros hermanos que también han sido lavados, participar de su mesa, de la fiesta y la comida que nos tiene preparada. La purificación es para reconciliación y la comunión. Pedro, tal vez, pensaba «tener parte» con Jesús en el lavado para luego estar más dignamente en la mesa. Sin embargo, Jesús, le hablaba de que por este gesto entraría en una más íntima comunión con él, incluso más purificadamente: La comunión de la vida y el amor, los gestos y la identificación de los destinos. El Apóstol no podía captar este mensaje.
Cuando se hace un gesto de amor a alguien es para acrecentar más la comunión interior que tenemos con esa persona. Jesús quería hacer este gesto para la intimidad del amor fuera más profunda, más «hasta el fin». El lavatorio de los pies es la expresión gestual del amor del Señor. Uno aprende a amar recibiendo de otro los gestos de amor. El amor no se aprende con palabras sino con gestos. No se enseña con discursos sino con actitudes.
(…) Tenemos que acostumbrarnos a que Dios se maneje así con nosotros. Sin lugar a dudas que resulta desestabilizador, pero es la manera más sensata de aprender a amar: …«Hagan lo mismo que hice con ustedes»… (13,14). Nos desorienta un Dios humano capaz de delicadeza, con atenciones particulares para con nosotros. Un Dios que se despoja de sí mismo y se incomoda para ponerse a nuestro servicio. Un Dios que baja de su altura y se humilla hasta lo más bajo que tenemos: Nuestros pies, signo de nuestras fatigas e impurezas, de lo más cansado y empolvado del camino. Un Dios que se arrodilla frente nosotros para lavarnos. Nosotros siempre pensamos al revés la imagen de Dios: Somos nosotros los que tenemos que complacerlo a Dios con gestos de amor y de sacrificio. Somos nosotros los que tenemos que despojarnos de nosotros mismos para servir más desinteresadamente a Dios. Somos nosotros los que tenemos que ascender y subir hasta donde Dios está. Somos nosotros los que tenemos que arrodillarnos humildemente ante él. Esto es cierto, si recibimos primero los gestos del amor de Dios. Nuestros gestos para con Dios son siempre, en la gracia, respuesta de sus gestos para con nosotros.
Tenemos que dejar que Dios quiera cuidarnos y lavarnos, como el padre que baña a su hijito, no simplemente porque está sucio de tanto jugar, sino porque es su oportunidad de mostrarle con caricias de agua cuánto lo ama. Tenemos que dejar que Dios siga bajando más hasta nosotros, hasta que lo más bajo nuestro se pueda encontrar con él, entonces, podremos elevarnos. No porque intentemos subir, sino porque él abajándose nos hace llegar hasta su altura, como el padre que se agacha para tomar a su criatura y alzarla. Sólo porque el padre baja, el niño puede subir. Tenemos que aprender a contemplar a un Dios que, hecho hombre, se arrodilla ante los hombres. Un Dios que es «Señor y Maestro» y está como el siervo. Un Dios que es Rey y se pone como el sirviente. Un Dios que nos invita a su casa y a su mesa pero primero, sale él mismo de la mesa, se pone ropa de trabajo y nos lava. Nosotros pensamos que debemos purificarnos ante Dios, sin darnos cuenta que, cuando aceptamos su amor, es Dios mismo el que nos purifica. El agua de este lavatorio del Jueves Santo será la sangre del lavatorio de la Cruz del Viernes Santo. El agua y la Sangre unidas. El Jueves y el Viernes Santo tienen un mismo lavado con distintos gestos. El agua y la Sangre del costado abierto de Jesús una vez muerto en la Cruz (Cf. 19,34; 1 Jn 5, 6-7) es el agua y la Sangre en la cual se unen la Última Cena y la Cruz, el Jueves de la agonía y el Viernes de la Pasión. Necesitamos los dos lavados para tener completamente «parte» con Jesús.
Es necesario dejar hacer a Dios estos gestos. Es preciso que lo recibamos al Señor que se arrodilla frente nuestro. A menudo nos arrodillarnos frente a Dios para pedirle humildemente, o cada vez que pasamos frente al Señor hecho Eucaristía nos arrodillamos para adorarlo, sin descubrir que en el Jueves Santo es Dios el que se arrodilla frente a nosotros. Tenemos un Dios humilde y humillado; un Dios siervo y esclavo; un Dios arrodillado. En el Pesebre de la Navidad nosotros nos arrodillábamos frente a él que empezaba a vivir como hombre; ahora en la Pascua, ya próximo a morir, él se arrodilla frente a nosotros. Entre la Navidad y la Pascua se produce el encuentro del Dios hecho hombre con el hombre. Este encuentro se realiza cuando Dios se arrodilla y el hombre también. Si dejamos a Dios arrodillarse frente a su creatura aprenderemos nosotros a arrodillarnos frente a él. Hay un texto del Apóstol San Pablo que afirma: …«Al Nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos»… (Flp 2,10). Sólo se puede arrodillar adecuadamente frente a Dios quien lo ha dejado primero arrodillarse a Dios frente nuestro. El Dios hecho hombre no quiere mostrarnos un Dios «desde arriba» sino un Dios «desde abajo»; un Dios para el hombre desde la altura del mismo hombre y desde la altura más baja que el hombre tiene, para que «desde abajo» el hombre empiece a crecer.
(…) Estos gestos que nos enseña el Señor nos hacen valorar la condición del hombre, el cual, aún cuando está más bajo, tiene una dignidad insospechada, de tal manera que Dios mismo no dudó en arrodillarse frente a su creatura, su imagen y semejanza. Tenemos que practicar estos gestos con verdadera reverencia y autenticidad. Mientras que Poncio Pilato quiso lavarse a sí mismo las manos, Jesús quiso lavar a sus discípulos los pies. Que nosotros encontremos el camino por el cual el Evangelio nos lleve a realizar en la vida los gestos pascuales del Señor. Que este Dios arrodillado frente a nosotros nos enseñe, cuando nosotros nos arrodillemos ante él, el secreto de este Evangelio: El «amor hasta el fin».
Padre Eduardo Casas en “El lado humano de la fe”