12/03/2020 – En el ejercicio de hoy nos vamos a detener en la llamada de Jesús a los discípulos. Dios llama más allá de todo lo que es ‘humanamente’ aconsejable. Dios no mira las apariencias sino el corazón. Esto despierta en nosotros la apertura al misterio de Dios que sorprende. Lo que a nuestros ojos pareciera imposible no lo es para Dios. Dios llama, y su llamado está asociado a un mandato que el Señor pone: una misión. Siempre la misión es la que define el acto vocacional, somos llamado para. Para qué y a dónde Dios conduce mis pasos. Esto es lo que empieza a aparecer en la segunda semana de los ejercicios. El camino que Dios abre delante de nosotros es maravilloso, tiene que ver con una misión.
Oración preparatoria: pedir gracia a Dios nuestro Señor para que todas mis intenciones, acciones y operaciones (el ejercicios de hoy) se ordenen puramente al servicio y alabanza de Dios.
Petición: interno conocimiento de nuestro Señor Jesucristo para más amarlo y mejor servirlo
Traer la historia: La vocación, llamado del Señor (Jn. 1, 35-50). Queremos detenernos en la llamada que Jesús le hace a los discípulos y allí, ver qué me dice el texto a mí, a mi vida. Tengamos en cuenta que la vocación se resuelve en la misión: a dónde y para que qué. Ojalá que estás preguntas aparezcan claro en nuestro ejercicio.
Coloquio: dialogar con el Señor sobre este acontecimiento. ¿Qué me despierta? ¿A qué me invita?
Examen de la oración: ¿Cómo me fue? ¿Qué pasó en la oración? ¿Recibí alguna invitación del Señor?
Si querés profundizar en el ejercicio de hoy, a continuación te dejamos el material utilizado por el padre Javier para la catequesis de hoy:
El tema de la vocación abarca aspectos esenciales de la condición cristiana: a lo largo de su historia, el pueblo de Dios ha hecho un uso abundante de ella, de modo especial para llegar al fondo del llamamiento al ministerio sacerdotal y a la vida religiosa. Últimamente, después que el Vaticano II llamó la atención sobre la vocación laical (LG cc. 4-5), se ha hablado mucho de la vocación del laico en la Iglesia de Dios.
1. En el Antiguo Testamento, los pasajes que hablan sobre la vocación divina están entre los más significativos, sobre todo a propósito de los profetas. Tengamos, sin embargo, en cuneta que el profetismo, en su amplio sentido, no es un fenómeno exclusivo de Israel y que los orígenes lejanos del profetismo judío pertenecen a un fondo común que sobrepasa las fronteras del pueblo elegido. Pero cualquiera que sea su origen el profetismo judío pone en descubierto su originalidad.
El primer rasgo característico de la vocación profética en Israel lo constituye el hecho de que el profeta está bajo la influencia de un llamamiento personal de Dios. Sobra, por tanto, el asombro cuando vemos el lugar que ocupa en Israel el reconocimiento de Yahveh como el Dios Vivo, el Dios Todo-Otro, el único que posee la clave de la salvación del hombre. Para la realización de su destino, Israel está como atado a la iniciativa completamente libre y gratuita de Dios. Dios elige libremente y aparta de los demás pueblos al pueblo de sus preferencias. Poco a poco, la iniciativa de Dios es percibida, a los ojos de Israel, como una iniciativa que se deja sentir en las personas y en cada una de ellas en particular. El llamamiento de Dios se hace oír en lo más profundo de la conciencia creyente, invitándola a movilizar todas sus energías dentro de la fidelidad a las exigencias de la alianza. Esa es la razón por la que el tema de la vocación sea central en una perspectiva de fe, pero como el hombre es pecador, como su espontaneidad no le conduce en el sentido de una tal unificación de su vida, el llamamiento de Dios parece siempre algo desconcertante, inesperado, imposible de realizar. (Is 6, 1-13; Jer 1, 4-10).
La segunda característica de la vocación profética consiste en que el llamamiento de Dios siempre va ligado a una misión, a un servicio a los hombres. El profeta es personalmente llamado por Yahveh para una tarea concreta en el seno del pueblo elegido. Séanle favorables o adversas las circunstancias, deberá dirigirse al pueblo elegido para obligarlo a hacer penitencia de sus pecados y a reemprender la aventura de la fe a la luz de los acontecimientos de su historia.
El profeta es un servidor de Dios para el cumplimiento de su plan de salvación y, por la misma razón, es igualmente servidor de los hombres.
2. en el Nuevo Testamento, como observan los exegetas, es curioso que los evangelistas no utilicen prácticamente el vocabulario tradicional de la vocación a propósito de Jesús de Nazaret (como san Ignacio, quien, al hablar del “rey temporal”, dice que este es elegido de mano de Dios nuestro Señor, pero del “Rey eternal” no dice nada semejante). Es una manera más de afirmar que el misterio de Cristo escapa a las categorías ya inventadas: Cristo es, por sí mismo, Señor, pues es, por identidad, el Hijo hecho hombre.
Por el contrario, los evangelistas han multiplicado los pasajes en que se trata del llamamiento por boca de Jesús: en el Antiguo Testamento era Yahveh quien llamaba. En el Nuevo Testamento es todavía Dios quien llama, pero este llamamiento toma cuerpo en los repetidos llamamientos que Jesús de Nazaret dirige a los hombres.
El llamamiento divino adquiere en la boca de Jesús sus verdaderos contornos. Jesús invita a seguirlo (Jn 1, 35-51; Mt 4, 18-22; 9, 9; Mc 1, 16-20; 3, 13-19; Lc 5, 1-11). Él es el iniciador del Reino. En él es cómo los hombres acceden a la condición filial y son liberados de su pecado. En él los hombres se hacen compañeros de Dios en la realización de su plan de salvación. En torno a él, como piedra angular, se organiza el pueblo de Dios.
A partir de entonces, más que nunca, el llamamiento divino está estrechamente ligado a una misión; pero toda misión, confiada por Dios, está estrechamente ligada con la misión personal de Jesús, de quien recibe su verdadero sentido.
Subrayemos, además, la importancia de los relatos de vocación y misión colocados por los evangelistas en el curso de las apariciones de Jesús resucitado. La pasión de Jesús lo aclara todo. El sentido de su misión y el carácter misterioso de su persona. Es entonces cuando se pone de manifiesto que la iniciativa divina está inscrita en la trama de la historia humana: cuando el Resucitado llama, es el propio Dios quien llama. Precisamente en el momento que se manifiesta plenamente el misterio de Cristo, es cuando aparece con evidencia que el misterio de toda vocación es de naturaleza cristológica.
En ese momento, igualmente, queda plenamente constituido el universalismo cristiano. Como dice san Ignacio en la meditación del Rey eternal: “Ver a Cristo nuestro Señor, Rey eterno, y delante de él todo el mundo universo, al cual y a cada uno en particular llama y le dice: mi voluntad es de conquistar (por el amor) todo el mundo y todos los enemigos y, así, entrar en la gloria de mi Padre” (EE95, primer punto).
El llamamiento de Dios en Jesucristo se dirige a todos los hombres y toda misión que va unida a un llamamiento divino tiene un signo de universalidad.
Jesús interpela a todos los que encuentra, hombres y mujeres: ha venido para los pecadores, es decir, para todos, porque todos, sin excepción, lo somos.
Sin embargo, su ministerio personal no es sino a “las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15, 24). Por eso, no se encuentra con los paganos sino accidentalmente.
Pero, por el contrario, el misterio pascual descubre toda la amplitud del llamamiento de Jesús (Mt 28, 18: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes”), ya que la negativa de Israel a entrar en la misión que Jesús, el Mesías, había querido confiarle, pone de manifiesto que el llamamiento de Dios se dirige a todos sin excepción (Rom 9-11).
3. Desde los orígenes, el vocabulario de la vocación fue aplicado al pueblo de la nueva alianza.
El término elegido para designar la asamblea cristiana, la reunión de los cristianos, la Ekklesia, tiene un primer sentido que pone en evidencia la iniciativa de Dios con respecto a los hombres: la Ekklesia es la Convocada, la Elegida, la Llamada. La Iglesia es todo esto porque es el cuerpo de Cristo.
En la teología de la Iglesia se usa con frecuencia el binomio llamamiento-misión en razón de su aptitud para subrayar la realidad esencial del pueblo de Dios de la nueva alianza. Y a causa, además, de que el terreno por excelencia de la reflexión eclesiológica fue hasta ahora la celebración eucarística.
Dentro de las comunidades paulinas, los discípulos del Señor están convencidos de que han sido llamados por Dios en Jesucristo. Su conversión a Cristo es la respuesta a este llamamiento. Una llamada desconcertante, por supuesto, pero que alcanza a cada uno tal como es, dentro de la situación en que se encuentra.
Los llamamientos son, pues, diversos, como lo son las personas a quienes se hacen. Cada uno es invitado a unificar su vida en el servicio de Dios vivo, pero este servicio equivale al servicio al bien común. Por esta razón, el llamamiento de Dios se traduce en la diakonía, un servicio que se ha de prestar en la edificación del Reino; y precisamente el reconocimiento por parte de la asamblea es lo que constituye el criterio privilegiado que confirma el llamamiento personal.
Nadie mejor que san Pablo ha valorado la diversidad de vocaciones al mismo tiempo que su unidad profunda, ya que en todos se trata del mismo Espíritu: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común […]. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad.” (1 Cor 12, 4-11).
Todos son llamados a prestar su colaboración al cumplimiento del designio de Dios, y todos son miembros de un mismo cuerpo, el cuerpo de Cristo (1 Cor 12, 12-31).
El Vaticano II ha vuelto a considerar esta doctrina paulina.
No hay un solo miembro del pueblo de Dios –por pequeño y “pobre” que sea- que no tenga que desempeñar su parte activa y responsable, pues todos gozan de una igualdad fundamental, dad por el bautismo y la confirmación: son hijos de Dios, “hijos en el Hijo”.
Cada uno recibe una vocación y se hace acreedor de ella en la medida en que está dispuesto a movilizar todas sus energías al servicio del Reino o, lo que es lo mismo, al servicio del logro de la aventura vocacional humana.
¿Cómo ha sido posible, pues, que el término “vocación”, durante mucho tiempo, haya sido reservado a la vida sacerdotal o religiosa? La razón de ello es simple: en la cristiandad todos eran bautizados, pero la Iglesia estaba repleta de “consumidores” y, como miembros activos, se destacaban los sacerdotes y religiosos.
De hecho, sin embargo, la idea de la vocación no puede quedar reservada a ningún grupo particular dentro de la Iglesia. Y ha sido suficiente que los laicos reasumieran su lugar de responsabilidad en el pueblo de Dios para que también se hable de vocación a la vida laica.
4. El término “vocación” se refiere a esa voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros, que nos elige para un estado de vida: sacerdote o religioso, laico consagrado… o simple laico, con una vida profesional.
Dentro de cada estado de vida, el Señor nos elige para un carisma particular y, luego, para esto o aquello, en concreto y en cada momento de nuestra vida. Esto es lo que se llama hacer la voluntad de Dios en todo momento de nuestra vida.
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