12/03/2018 – Es un tema central de los ejercicios el que hoy nos toca: Las dos banderas. Es la lucha entre Cristo y satanás en medio de nuestro corazón.
El tema de esta meditación –la lucha entre Cristo y Satanás en el interior de nuestro corazón para apoderarse, uno u otro, de él- tiene una permanente actualidad: penetra toda la revelación de la Escritura, desde el Génesis –con la tentación de Eva y Adán- hasta el Apocalipsis –con la lucha entre el Cordero y el Dragón (Apoc 12)-; vale decir, toda la realidad de la historia humana.
Es el tema agustiniano de “las dos ciudades y dos reinos y dos reyes, Cristo y el diablo. Estas dos ciudades desean servir, la una al mundo y la otra a Cristo”. O, como dice en De Civiate Dei, libro XIV, capítulo 28 “dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial”. San Ignacio ha actualizado este tema, exponiendo dramáticamente la táctica respectiva de cada jefe, simbolizada en “las Dos banderas”: “la una de Cristo, sumo capitán y Señor nuestro; la otra Lucifer, mortal enemigo de nuestra humana naturaleza” (EE 136).
La presentación ignaciana de este tema sigue el esquema de las contemplaciones de la Segunda semana. Primero, “la historia: será aquí ver cómo Cristo llama y quiere a todos debajo de su bandera (y, en este sentido, esta contemplación es continuación y complementación de la contemplación anterior, del Rey eternal); y Lucifer, al contrario, debajo de la suya” (EE 137; cosa que, para nada, se tenía en cuenta en el Rey eternal). No es que haya dos dioses: está Dios que nos quiere con él y por otro lado el mal porque odia a Dios y como no puede ir contra Él va contra sus hijos, nosotros.
Luego, la “composición viendo el lugar”: la reminiscencia bíblica de Babilonia (“donde el caudillo de los enemigos es Lucifer”) sugiere una civilización materialista, opulenta y orgullosa, pero opresora del pueblo de Dios; es la imagen del “mundo”. Es ahí donde reside el jefe enemigo, repelente (“es figura horrible y espantosa”) y cruel. Dice Ignacio para que podamos imaginar como operan las fuerzs del mal en nuestros corazones. En el extremo opuesto, la reminiscencia bíblica de Jerusalén evoca la ciudad de paz, (“en lugar humilde, hermoso y gracioso”), humilde patria del pueblo de Dios aquí abajo. Es aquí donde reside Cristo nuestro Señor, que se presenta tal como es. Hay en este díptico de “la composición viendo el lugar” –y que luego se remite en la presentación de los dos personajes (EE 140-144) – reminiscencias de profundidades misteriosas, singularmente adecuadas al presente ejercicio.
Como último preámbulo –anterior al tema-, la petición, que “será aquí pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para de ellos guardarme; y conocimiento de la vida verdadera que enseña el sumo y verdadero capitán, y gracia para imitarle” (EE 139).
En esta petición se nota que este ejercicio nos ofrece una transposición dramática de las reglas de discernir los espíritus, donde se trata –como dice su título (EE 313)- de “conocer las varias mociones que en el ánima se causan: las buenas para recibir y las malas para lanzar”. Porque este combate termina por acontecer en nosotros mismos.
Ahora, en esta contemplación de “las Dos banderas” se pide “conocimiento de los engaños y ayuda para de ellos guardarnos; y conocimiento de la vida verdadera y gracia para imitarle al sumo y verdadero capitán”: o sea, la gracia de lanzar las malas mociones o tentaciones y de recibir las buenas.
Esta contemplación de “las Dos banderas” es una “repetición” –en una forma que dice mucho a nuestra imaginación, por los símbolos sensibles que usa- de la consideración del Principio y fundamento en la parte del mismo que, al dar la regla del “tanto, cuanto”, nos hablaba de la sabiduría y del libro de los Reyes (ponderación de la sabiduría y petición de la misma por parte de Salomón, el rey sabio por antonomasia).
Después de los “preámbulos” (historia, composición del lugar y petición), el tema de “las Dos banderas” o, como dijimos más arriba, de las dos tácticas, cada una de las cuales se expresa en una trilogía: codicia de riquezas, vano honor del mundo y crecida soberbia, como táctica del “caudillo de todos los enemigos” (EE 142); y “pobreza espiritual y, si su divina majestad los quisiere elegir, no menos la pobreza actual, deseo de oprobios y menosprecios, porque de estas dos cosas se sigue la humildad” (EE 146).
Como vemos, ambas tácticas consisten en un proceso en el que la persona espiritual es llevada, en un caso, “de mal en peor” y, en el otro, “de bien en mejor” (EE 314-315-335).
Puede llamar la atención que la táctica del mal espíritu comience por “echar redes y cadenas con la codicia de riquezas, como suele la mayor parte de las veces” (EE 142), “para que más fácilmente vengan los tentados a vano honor del mundo y después (en tercero y último lugar) a crecida soberbia”. Porque ¿no parece hoy que fuera la lujuria la primera tentación?
En realidad, como vimos a propósito de los vicios o pecados capitales, como dice Casiano en sus Colaciones: “Por notable que sea la diversidad de estos pecados capitales en su origen, es notorio que los seis primeros, es a saber, la gula, la lujuria, la avaricia, la ira, la tristeza y la pereza o acedia están unidos por un cierto parentesco, en cuanto que la sobreabundancia de uno suele dar lugar a la existencia del siguiente en cuanto a los dos últimos vicios, la vanagloria y la soberbia, están asimismo relacionados entre sí de forma que el incremento del primero da origen al segundo, porque el exceso de la vanidad engendra la soberbia. No obstante, difieren totalmente (estos dos últimos) de los seis primeros, como quiera que estos dos vicios, lejos de originarse de aquellos se manifiestan siguiendo un orden y trayectoria distintos: cuando aquellos están extirpados, estos brotan de nuevo y con más violencia; cuando aquellos mueren, pululan estos y crecen con más vitalidad”.
Como vemos, la tradición del los Padres del desierto consideraba como tres grupos de pecados capitales: uno, formado de seis pecados capitales –o raíces de pecados actuales- por cualquiera de los cuales se comenzaba a ser tentado; luego, los otros dos últimos pecados capitales –la vanidad y la soberbia- a los que se legaba precisamente cuando se dominaban los seis primeros.
De aquí el tríptico ignaciano, que comienza –la mayor parte de las veces (sobre todo en uno que, como supone Ignacio, va a elegir el estado de vida)- por la “codicia de riquezas”; de hecho podría comenzar por cualquier otro (gula, injuria), pero termina siempre con la vanidad (el apetito de valer) y con la soberbia (o apetito de ser… como Dios), habiendo comenzado por el apetito de poder en cualquiera de sus formas.
¿Cómo podemos enriquecer este tema de “las Dos banderas”, además de tener en cuenta, en forma de tríptico, las tácticas del malo y del buen espíritu? Puede ayudarnos leer todas las reglas de discernir ignacianas, viendo en ellas –cuando contemplamos la bandera de Lucifer- las señales del mal espíritu y, luego, -cuando contemplamos la bandera de Cristo- las señales del buen espíritu en las mismas reglas.
Y decimos “todas”, o sea: EE 313-327: las “más propias para la Primera semana”. EE 328-336: las que “conducen más para la Segunda semana”. EE 345-351: “para sentir y entender escrúpulos”. EE 352-370: “para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener”.
Una manera de entender las señales del buen y del mal espíritu –cual lo requiere la contemplación de “las dos banderas”- podría ser leer apuntes espirituales de santos o personas que han tenido experiencias espirituales. Por ejemplo, la Autobiografía de Ignacio de Loyola o algunos pasajes de la Vida de santa Teresa.
También pueden servir los propios apuntes espirituales que uno ha redactado en los exámenes de oración y de conciencia. Pero releyéndolos ahora para hacer más conciente la variedad de espíritus que, sin duda, se han dado (porque si no se hubieran dado, no se habrían hecho Ejercicios Espirituales, EE 6).
La meditación de “las Dos banderas” termina con “un coloquio a nuestra Señora, al Hijo y al Padre” (EE 147); triple coloquio que puede hacerse a más personas, como por ejemplo al Espíritu Santo o a un santo de especial devoción en el que se pide “gracia para que yo sea recibido bajo su bandera (la de Cristo) y primero en suma pobreza espiritual; y si su divina majestad fuere servido y me quisiere elegir y recibir, no menos que la pobreza actual; segundo, en pasar oprobios e injurias por más en ellas le imitar, sólo que las pueda pasar sin pecado de ninguna persona ni displacer de su divina majestad” (EE 147).
Como vemos, es un triple coloquio muy similar al realizado en la contemplación del Rey eternal.
Es tan importante ese triple –o múltiple, si se dirige a más personas- coloquio que de ahora en adelante –incluso en la tercera semana, cuando se contempla la pasión (EE159)- toda hora de oración termina con él (EE 159), teniendo en cuenta –como se dice en este último número de los Ejercicios- “la nota que sigue después de los binarios”, en EE 157.
Padre Javier Soteras
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