Día 2: La mirada del Señor

jueves, 2 de marzo de 2017

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02/03/2017 – En el 2º día de Ejercicios Ignacianos nos detenemos en la mirada del Señor (EE 75), que nos acompañará en la oración de cada día.

La oración, es para San Ignacio, un diálogo o conversación con Dios –y con sus santos, sobre todo la Virgen María-; y esto es así ya desde sus primeros pasos, ocupa un lugar importante la consideración de la mirada del Señor, tal cual ella se expresa en la tercera Adición, que dice así: “Un paso o dos antes del lugar donde tengo que contemplar o meditar, me pondré de pie por espacio de un Padrenuestro (o sea mas o menos un minuto), alzado el entendimiento hacia Arriba, considerando cómo Dios nuestro Señor (o sea, Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado) me mira, etc; y hacer una reverencia” (EE 75).

 

 Si, es verdad te mira

La consideración de la mirada del Señor es más que un “acto de presencia de Dios”: cuando estamos en un cuarto con una persona que no nos mira, aunque esté en silencio y no nos diga nada, su sola mirada nos puede decir más que muchas palabras.

San Ignacio recomienda pensar en que Dios me mira durante un Padrenuestro: o sea, aproximadamente durante un minuto. Sin embargo, puede convenir alargar este tiempo por la importancia y trascendencia de este primer momento de la oración ignaciana; no está dicho expresamente, pero se lo insinúa en el “etc.”. Que San Ignacio añade a la consideración de la mirada del Señor.

¿Por qué? Porque este “etc.” Significaría que nos conviene dejarnos llevar por los sentimientos que en nosotros suscite esta mirada del Señor sobre nosotros.

Más aun, puede convenir tener preparados textos de la Escritura que nos puedan ayudar a mantener esta consideración de la mirada del Señor.

a. Por ejemplo, el Salmo 139: “Señor, tú me sondeas y me conoces […]. Mira si mi camino se desvía”.

b. También podría ayudarnos alguna de las visiones del Apocalipsis. Por ejemplo, la inicial (Apoc 1, 12-20, que convendría comenzar a leer desde 1, 1):

“Al volverme, vi siete candeleros de oro y, en medio de los candeleros, como a un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, ceñido al talle con un ceñidor de oro (vestidura sacerdotal, según el uso antiguo). Su cabeza y sus cabellos eran blancos (color que simboliza la divinidad), como la lana blanca, como la nieve; sus ojos como la llama de fuego (ojos de juez, cuya mirada quema, porque purifica); sus pies parecían de metal precioso acrisolado en el horno (simboliza la fuerza irresistible de este juicio); su voz como voz de grandes aguas (nuevamente la divinidad, que se manifiesta como Ez 43, 2, como el ruido de muchas aguas).

Tenía en su mano derecha siete estrellas (las siete iglesias: significa la Iglesia, en su totalidad o universalidad, la Iglesia de todos los tiempos y de cualquiera de ellos; y, al decir estrellas, se significa la Iglesia en su dimensión trascendente y sobrenatural).”

Otras visiones: Apoc 4, 1 a 5, 14 (“de pie, en medio […] y el que lo monta”).

O alguna otra imagen, por ejemplo al Señor rezando en el huerto de Getsemaní, o alguna que nos haya quedado de alguna película.

c. En cualquiera de estos textos, puede convenir escoger una frase que más “interesantemente” (EE 2) sintamos y repetirla pausadamente, para “sentir y gustar” (ibid.) esa “mirada del Señor” sobre nosotros, cuando comenzamos a hacer oración.

Es importante disponer de un pequeño espacio en la casa para hacer los ejercicios cada día. Y ahí, cada día dejarme mirar por el Señor, con su mirada amorosa. Es la humildad, la sencillez y la pobreza, la que se necesita como actitud interior para poder entrar a ejercitarnos en estos días. Como la de María, que se alegra porque “Dios miró con bondad la pequeñez de su servidora”.

 

Actitud ante la mirada

Pero San Ignacio no dice solamente que consideremos la mirada del Señor, sino que añade que hagamos “una reverencia o humillación” (EE 75).

Recordemos que, en el Principio y fundamento, uno de los objetivos de la creación del hombre –de todo hombre- era “hacer reverencia a Dios nuestro Señor (o sea, Jesucristo)” (EE 23). Es una actitud de humilde condición a la que somos invitados a entrar en los ejercicios. Será clave para ubicarnos en las contemplaciones como un humilde servidor que está allí y escucha lo que dicen y ve lo que hacen los protagonistas. Para poder participar de ese acontecimiento, Ignacio nos invita a ubicarnos como “humilde servidor”. La mirada del Señor nos ubica.

Hagámoslo así al comienzo de nuestra oración, para afirmar más nuestra fe en su mirada. Bastaría un gesto muy simple, como arrodillarse o inclinarse profundamente. Hagamos la prueba y, si nos resulta beneficioso, no dejemos en delante de hacerlo.

Puede ayudarnos, para suscitar en nosotros esa actitud reverente, algún texto, como podría ser uno de los himnos cristológicos de San Pablo:

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1, 3 ss., con notas de BJ a cada bendición).
“…Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios […] para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble […] y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor” (Flp 2, 6 ss., con notas de BJ).
“Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col 1, 15 ss., con notas de BJ).

Puede ayudarnos en la consideración de la mirada del Señor tener e cuenta la enseñanza similar de Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia universal –como la declaró Pablo VI-, cuyo magisterio específico es el de la oración.

Para santa Teresa, “no es otra cosa oración sino el trato de amistad con quien sabemos nos ama” (Vida, cap. 8 n. 5). Pero ¿cómo comenzar a “tratar de amistad con quien sabemos nos ama”? Santa Teresa tiene una manera o estilo propio de establecer esta comunicación de amistad, similar al estilo de Ignacio:

“Procurad, pues estáis sola, tener compañía. Pues ¿qué mejor que la del mismo Maestro…? Representad al mismo Señor junto a vos […] y creedme, mientras pudiereis, no estéis sola sin tan buen amigo” (camino de perfección, cap. 26, n. 1).

Estamos ante una enseñanza de Teresa que, por su importancia, debe figurar entre las notas más típicas de su espiritualidad.

No basta comenzar la oración con Jesús. Es, además necesario continuarla en su compañía:

“Creedme, mientras pudiereis, no estéis sin tan buen amigo. Si os acostumbráis a traerle cabe vos, y él ve lo que haceis con mayor amor y que andáis procurando contentarle, no podréis, como dicen, echar de vos, no os faltará para siempre” (Camino de perfección, cap. 26, n. 1).

Para tenerlo de “compañero”, no hay necesidad de elevados pensamientos ni de hermosas fórmulas. Basta mirarlo sencillamente:

“Si estan alegre, miradle resucitado. […] Si estáis con trabajos o triste mirenlo cargado con la cruz […] y olvidará sus dolores consolar los vuestros, sólo porque se van con él y vuelvan la cabeza a mirarlo. ¡Oh Señor del mundo…! Le pueden decir vos, si no sólo quieres mirarle, sino que te hará hablar con él, no con oraciones compuestas, sino de la pena de tu corazón” (Camino de perfección, ca. 26, nn. 4-6).

Este método teresiano –como el ignaciano- no es bueno solamente para algunas personas o propio de algunos estados –superiores o místicos- de la vida espiritual. Es excelente para todos, asegura Santa Teresa: “Este modo de traer a Cristo con nosotros aprovecha en todos estados –de vida espiritual-…” (Vida, cap. 12, n. 3).

Por tanto, no se limita la santa a aconsejar este modo de oración: lo declara obligatorio; todos deben hacer su oración con Cristo. Semejante afirmación bajo la pluma de Teresa –tan comprensiva de las diversas necesidades de las personas, tan cuidadosa siempre de respetar su libertad y la voluntad de Dios respecto de ellas- cobra una singular fuerza y casi nos asombra.

Hay personas, por ejemplo, que no pueden representarse a Cristo nuestro Señor. ¿Cómo podrán, pues, ponerse junto a él y hablarle, aunque más no sea que de corazón? La santa da como respuesta su experiencia personal: jamás ha podido ella valerse de su imaginación en la oración y, sin embargo, esto no le ha impedido practicar lo que enseña. Oigamos sus explicaciones que con precisión aclaran su método:

“Tenía tan poca habilidad para con el entendimiento representar cosas que, si no era lo que veía, no aprovechaba nada mi imaginación, como hacen otras personas, que pueden hacer representaciones adonde se recogen. Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre; mas es así que jamás pude representarle en mí, por más que leía su hermosura y veía imágenes, sino como quien está ciego a oscuras, que, aunque habla con una persona y ve que está con ella, mas no la ve. De esta manera me acaecía a mí cuando pensaba en nuestro Señor” (Vida, cap. 9, n. 6).

Por eso, se ayudaba con imágenes del Señor que le permitían hacer presente lo que, sin ellas, no podía “imaginar”. Hay otras personas que no pueden fijar la atención, ni saben tener largos razonamientos cuando dialogan con el Señor. Dirigiéndose a estos, escribe la santa:

“No os pido ahora que penséis en él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento. No os pido más que le miréis. Pues, ¿Quién os quita volver los ojos del alma, aunque sea un momento, si no podéis más, a este Señor?” (Camino de perfección, cap. 26, n. 3).

Sirve aquí el ejemplo de aquel paisano que preguntando por el santo Cura de Ars qué hacía tanto tiempo ante el Santísimo, respondía: “Él me mira […], yo lo miro”.

Este es, pues, el comienzo de toda oración para san Ignacio: “Un paso o dos antes del lugar donde tengo que contemplar o meditar, me pondré de pie por espacio de un Padrenuestro, considerando cómo Dios nuestro Señor me mira, etc.” (EE 75).

 

Cuento: Jim reportándose

Un sacerdote estaba dando un recorrido por la iglesia al mediodía. Al pasar por el altar decidió quedarse cerca de éste, para ver quien había venido a orar. En ese momento se abrió la puerta y el sacerdote frunció el entrecejo al ver a un hombre acercándose por el pasillo. El hombre estaba sin afeitarse desde hacía varios días; vestía una camisa rasgada, tenía el abrigo gastado cuyos bordes se habían comenzado a deshilachar. El hombre se arrodilló, inclinó la cabeza, luego se levantó y se fue. Durante los siguientes días, el mismo hombre, siempre a mediodía, entraba a la Iglesia, se arrodillaba brevemente y luego volvía a salir. El sacerdote, un poco temeroso, empezó a sospechar que se trataba de un ladrón, por lo que un día se puso en la puerta de la Iglesia y cuando el hombre se disponía a salir le preguntó: ¿Qué haces aquí? El hombre dijo que trabajaba cerca y que tenía media hora libre de almuerzo y aprovechaba ese momento para orar. “Solo me quedo unos instantes, sabe, porque la fábrica queda un poco lejos, así que me arrodillo y digo:

“Señor: solo vine nuevamente para contarte Jesús, qué feliz me haces cuando me liberas de mis pecados; no sé muy bien rezar, pero pienso en ti todos los días, así que Jesús, este es Jim reportándose”.

El sacerdote, sintiéndose un tonto, le dijo a Jim que estaba bien y que era bienvenido a la Iglesia cuando quisiera. El sacerdote se inclinó ante el altar, sintió dentro de su corazón derretirse con el gran calor del amor y encontró a Jesús. Mientras lágrimas corrían por sus mejillas, en su corazón repetía la plegaria de Jim :

“Señor, solo vine para contarte cuan feliz me haces cuando me liberas de pecados… no sé orar muy bien, pero pienso en ti todos los días…” “Jesús, este es Juan reportándose”.

Cierto día, el sacerdote notó que el viejo Jim no había vuelto; los días siguieron pasando sin que Jim volviese para orar. Continuaba ausente , por lo que el padre comenzó a preocuparse. Hasta que un día, fue a la fábrica a preguntar por él. Allí le dijeron que él estaba enfermo; que pese a que los médicos estaban muy preocupados por su estado de salud, todavía creían que tenía un chance de sobrevivir. Desde que Jim ingresó en el hospital tuvo muchos cambios; él sonreía todo el tiempo y su alegría era contagiosa. La enfermera no podía entender por qué Jim estaba tan feliz, ya que nunca había recibido flores, ni tarjetas, ni visitas… El sacerdote se acercó al lecho de Jim y la enfermera dijo: “Ningún amigo ha venido a visitarlo; él no tiene a quien recurrir”. Sorprendido, el viejo Jim dijo con una sonrisa: “La enfermera está equivocada porque ella no puede saber que todos los días desde que llegué aquí, al mediodía, un querido amigo mío viene, se sienta aquí en la cama, me agarra de las manos, se inclina sobre mí y me dice:

“Juan, vine para decirte, cuan feliz soy desde que encontré tu amistad. Siempre me gustó oír tus plegarias, pienso en ti cada día… Juan, este es Jesús reportándose”.

Despertar el anhelo de Dios

Los Ejercicios Espirituales son un camino que retoma todos los caminos que hemos recorridos a lo largo de la vida. Hoy nos sentimos atraídos en caminar tras las huellas de Jesús, buscarlo y conocerlo.

La invitación de este 2º día, decía el Padre Julio Merediz, es ponernos en su presencia, poder sentir su presencia, su mirada que me mira con ternura, que me crea y que me perdona; Jesús que quiere escucharme y a la vez hacerse escuchar.

Podemos ponernos en su presencia recitando el Salmo 62, y desde ahí poder experimentar el anhelo hondo que tenemos de Dios y que no siempre lo tenemos presente en lo de todos los días:

Dios mío, desde la aurora te busco,
mi alma tiene sed de ti.
Señor, por ti yo suspiro
como tierra reseca,
yo quiero contemplarte
ver tu gloria y tu poder.
Porque tu amor vale más que la vida,
mis labios cantarán tu alabanza.
Te bendeciré, cada día elevaré mis manos
invocándote.
Me acuerdo de ti en las noches,
velando medito en ti.
Porque siempre has sido mi refugio,
y soy feliz porque mi alma está unida a ti.

El Señor está a la puerta y llama

“Por eso, te aconsejo: cómprame oro purificado en el fuego para enriquecerte, vestidos blancos para revestirte y cubrir tu vergonzosa desnudez, y un colirio para ungir tus ojos y recobrar la vista. Yo corrijo y reprendo a los que amo. ¡Reanima tu fervor y arrepiéntete! Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Apocalipsis 3:18-20).

Entrar a la presencia del Señor que está a la puerta y llama, en un encuentro diario con su amor, implica entrar en contacto con su mirada que tiene capacidad de corregir, encauzar, sin herir pero purificando. Le pedimos al Señor una medicina interior para poder estar en su presencia. 

Texto bíblico: El ciego de Jericó (Mc 10, 46-52)

Una imaginación contemplativa implica tomar el texto e imaginar esa escena. Cómo va Jesús caminando, qué va haciendo el ciego, cómo es que grita, qué dice la gente alrededor. Puedo imaginarme el diálogo, Jesús deteniéndose, el ciego abrazándolo, el encuentro de amor, y Jesús que lo invita a ponerle palabras a su deseo. “Señor, que pueda ver, que pueda valerme por mí mismo, que pueda ser integrado en la comunidad”. Hay que imaginar y donde encontremos gusto, quedarnos. Y después conversar con el Señor, con su madre o con algunos santos. Y pedir gracia de poder ver; de poder mantener la mirada en los ojos amorosos del Señor.

 

 

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Momento de oración

1º Ponerse bajo la mirada del Señor.
2º Petición: Con el salmo 62 repetimos esa petición que puede acompañarnos a lo largo de éstos días.
3º: Lectura Mc 10, 36-52
4º Coloquio: dejar que brote del corazón lo más profundo en diálogo con Jesús.

5º Anotar en un cuaderno cómo fue el diálogo con el Señor y cómo me sentí.