27/02/2020 – En el día nro 2 de los ejercicios espirituales de San Ignacio el Padre Javier nos invita a meternos en la “escena del texto evangélico (Lc 18, 1-14). Detenerme en los gestos, las imágenes, mirar qué me genera en el corazón las actitudes, las miradas, las palabras que utilizan el publicano y el fariseo u otras que puedo suponer.”
1- Oración preparatoria 2- Petición: vergüenza y confusión de si mismo. 3- Traer la historia: Lc 18, 9-14. Ponerme bajo la mirada del Señor. Ver a los dos personajes. Contemplando a uno y a otro, qué me impacta de uno y de otro. 4- Coloquio: desde esa contemplación, dialogar con el Señor. 5- Examen de la oración.
La oración, es para San Ignacio, un diálogo o conversación con Dios –y con sus santos, sobre todo la Virgen María-; y esto es así ya desde sus primeros pasos, ocupa un lugar importante la consideración de la mirada del Señor, tal cual ella se expresa en la tercera Adición, que dice así: “Un paso o dos antes del lugar donde tengo que contemplar o meditar, me pondré de pie por espacio de un Padrenuestro (o sea mas o menos un minuto), alzado el entendimiento hacia Arriba, considerando cómo Dios nuestro Señor (o sea, Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado) me mira, etc; y hacer una reverencia” (EE 75).
La consideración de la mirada del Señor es más que un “acto de presencia de Dios”: cuando estamos en un cuarto con una persona, aunque esté en silencio y no nos diga nada, su sola mirada nos puede decir más que muchas palabras.
San Ignacio recomienda pensar en que Dios me mira durante un Padrenuestro: o sea, aproximadamente durante un minuto. Sin embargo, puede convenir alargar este tiempo por la importancia y trascendencia de este primer momento de la oración ignaciana; no está dicho expresamente, pero se lo insinúa en el “etc.” Que San Ignacio añade a la consideración de la mirada del Señor.
¿Por qué? Porque este “etc.” Significaría que nos conviene dejarnos llevar por los sentimientos que en nosotros suscite esta mirada del Señor sobre nosotros.
Más aun, puede convenir tener preparados textos de la Escritura que nos puedan ayudar a mantener esta consideración de la mirada del Señor.
a. Por ejemplo, el Salmo 139: “Señor, tú me sondeas y me conoces […]. Mira si mi camino se desvía”.
b. También podría ayudarnos alguna de las visiones del Apocalipsis. Por ejemplo, la inicial (Apoc 1, 12-20, que convendría comenzar a leer desde 1, 1):
“Al volverme, vi siete candeleros de oro y, en medio de los candeleros, como a un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, ceñido al talle con un ceñidor de oro (vestidura sacerdotal, según el uso antiguo). Su cabeza y sus cabellos eran blancos (color que simboliza la divinidad), como la lana blanca, como la nieve; sus ojos como la llama de fuego (ojos de juez, cuya mirada quema, porque purifica); sus pies parecían de metal precioso acrisolado en el horno (simboliza la fuerza irresistible de este juicio); su voz como voz de grandes aguas (nuevamente la divinidad, que se manifiesta como Ez 43, 2, como el ruido de muchas aguas).
Tenía en su mano derecha siete estrellas (las siete iglesias: significa la Iglesia, en su totalidad o universalidad, la Iglesia de todos los tiempos y de cualquiera de ellos; y, al decir estrellas, se significa la Iglesia en su dimensión trascendente y sobrenatural).”
Otras visiones: Apoc 4, 1 a 5, 14 (“de pie, en medio […] y el que lo monta”).
c. En cualquiera de estos textos, puede convenir escoger una frase que más “interesantemente” (EE 2) sintamos y repetirla pausadamente, para “sentir y gustar” (ibid.) esa “mirada del Señor” sobre nosotros, cuando comenzamos a hacer oración.
Pero San Ignacio no dice solamente que consideremos la mirada del Señor, sino que añade que hagamos “una reverencia o humillación” (EE 75).
Recordemos que, en el Principio y fundamento, uno de los objetivos de la creación del hombre –de todo hombre- era “hacer reverencia a Dios nuestro Señor (o sea, Jesucristo)” (EE 23).
Hagámoslo así al comienzo de nuestra oración, para afirmar más nuestra fe en su mirada. Bastaría un gesto muy simple, como arrodillarse o inclinarse profundamente. Hagamos la prueba y, si nos resulta beneficioso, no dejemos en delante de hacerlo.
Puede ayudarnos, para suscitar en nosotros esa actitud reverente, algún texto, como podría ser uno de los himnos cristológicos de San Pablo:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1, 3 ss., con notas de BJ a cada bendición). “…Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios […] para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble […] y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor” (Flp 2, 6 ss., con notas de BJ). “Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col 1, 15 ss., con notas de BJ).
Puede ayudarnos en la consideración de la mirada del Señor tener e cuenta la enseñanza similar de Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia universal –como la declaró Pablo VI-, cuyo magisterio específico es el de la oración.
Para santa Teresa, “no es otra cosa oración sino el trato de amistad con quien sabemos nos ama” (Vida, cap. 8 n. 5). Pero ¿cómo comenzar a “tratar de amistad con quien sabemos nos ama”? Santa Teresa tiene una manera o estilo propio de establecer esta comunicación de amistad, similar al estilo de Ignacio:
“Procurad, pues estáis sola, tener compañía. Pues ¿qué mejor que la del mismo Maestro…? Representad al mismo Señor junto a vos […] y creedme, mientras pudiereis, no estéis sola sin tan buen amigo” (camino de perfección, cap. 26, n. 1).
Estamos ante una enseñanza de Teresa que, por su importancia, debe figurar entre las notas más típicas de su espiritualidad. Veámoslo, a vuelo de pájaro, en sus principales obras.
No basta comenzar la oración con Jesús. Es, además necesario continuarla en su compañía:
“Creedme, mientras pudiereis, no estéis sin tan buen amigo. Si os acostumbráis a traerle cabe vos, y él ve lo que haceis con mayor amor y que andáis procurando contentarle, no podréis, como dicen, echar de vos, no os faltará para siempre” (Camino de perfección, cap. 26, n. 1).
Para tenerlo de “compañero”, no hay necesidad de elevados pensamientos ni de hermosas fórmulas. Basta mirarlo sencillamente:
“Si estáis alegre, miradle resucitado. […] Si estáis con trabajos o triste miradle cargado con la cruz […] y olvidará sus dolores consolar los vuestros, sólo porque os vais con él y volváis la cabeza a mirarle. ¡Oh Señor del mundo…! Le podéis decir vos, si no sólo queréis mirarle, sino que os holgáis de hablar con él, no con oraciones compuestas, sino de la pena de vuestro corazón” (Camino de perfección, ca. 26, nn. 4-6).
Este método teresiano –como el ignaciano- no es bueno solamente para algunas personas o propio de algunos estados –superiores o místicos- de la vida espiritual. Es excelente para todos, asegura Santa Teresa: “Este modo de traer a Cristo con nosotros aprovecha en todos estados –de vida espiritual-…” (Vida, cap. 12, n. 3).
Por tanto, no se limita la santa a aconsejar este modo de oración: lo declara obligatorio; todos deben hacer su oración con Cristo. Semejante afirmación bajo la pluma de Teresa –tan comprensiva de las diversas necesidades de las personas, tan cuidadosa siempre de respetar su libertad y la voluntad de Dios respecto de ellas- cobra una singular fuerza y casi nos asombra.
Hay personas, por ejemplo, que no pueden representarse a Cristo nuestro Señor. ¿Cómo podrán, pues, ponerse junto a él y hablarle, aunque más no sea que de corazón? La santa da como respuesta su experiencia personal: jamás ha podido ella valerse de su imaginación en la oración y, sin embargo, esto no le ha impedido practicar lo que enseña. Oigamos sus explicaciones que con precisión aclaran su método:
“Tenía tan poca habilidad para con el entendimiento representar cosas que, si no era lo que veía, no aprovechaba nada mi imaginación, como hacen otras personas, que pueden hacer representaciones adonde se recogen. Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre; mas es así que jamás pude representarle en mí, por más que leía su hermosura y veía imágenes, sino como quien está ciego a oscuras, que, aunque habla con una persona y ve que está con ella, mas no la ve. De esta manera me acaecía a mí cuando pensaba en nuestro Señor” (Vida, cap. 9, n. 6).
Por eso, se ayudaba con imágenes del Señor que le permitían hacer presente lo que, sin ellas, no podía “imaginar”. Hay otras personas que no pueden fijar la atención, ni saben tener largos razonamientos cuando dialogan con el Señor. Dirigiéndose a estos, escribe la santa:
“No os pido ahora que penséis en él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento. No os pido más que le miréis. Pues, ¿Quién os quita volver los ojos del alma, aunque sea un momento, si no podéis más, a este Señor?” (Camino de perfección, cap. 26, n. 3).
Siempre es posible esta mirada de fe. La santa da así testimonio de su experiencia:
“¡Oh las que no podéis tener mucho discurso en el entendimiento, ni podéis tener el pensamiento sin divertiros! ¡Acostumbraos, acostumbraos! ¡Mirad que yo sé que podéis hacer esto, porque pasé muchos años por este trabajo, de no poder sosegar el pensamiento en una cosa!” (ibid., n. 2).
Sirve aquí el ejemplo de aquel paisano que preguntando por el santo Cura de Ars qué hacía tanto tiempo ante el Santísimo, respondía: “Él me mira […], yo lo miro”.
Este es, pues, el comienzo de toda oración para san Ignacio: “Un paso o dos antes del lugar donde tengo que contemplar o meditar, me pondré de pie por espacio de un Padrenuestro, considerando cómo Dios nuestro Señor me mira, etc.” (EE 75).
Y aun su medio y su término: como dice santa Teresa, si nos acostumbramos a ello, “no lo podréis, como dicen, echar de vos”.
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