Día 24: La eucaristía y la oración en Getsemaní

lunes, 18 de marzo de 2013

El día viernes comenzamos la tercer semana de estos Ejercicios Ignacianos, cuando contemplábamos el lavatorio de los pies. Descubrimos que la fuerza más grande en nuestra vida, está en el servir, como tantos hombres y mujeres anónimos lo hacen cada día.

En el lenguaje de los hombres hay palabras consideradas como fundamentales y originales, palabras en contraposición a otros que se las suele denominar “técnicas” o “útiles”. El término corazón y “corazón de Jesús” es una de esas palabras manantiales y fundamentales. Si bien todos los ejercicios apuntan a este “conocimiento interno de Jesús” que es su corazón, en esta tercera semana de ejercicios va a terminar con la lanzada del soldado a Cristo Crucificado.

Pongamos la mirada en el corazón, símbolo para expresar el centro más original de la unidad psicológica, del centro íntimo de cada ser en el que se realiza esencialmente la apertura a Dios, también a los demás hombres. Podríamos decir que el corazón es como la consciencia del nacer de las decisiones, es el yo del hombre, su interior, su personalidad oculta… que se contrapone al exterior del hombre. En el corazón está el lugar donde Dios se inserta en el hombre. El corazón de Jesús tiene para nosotros una significación más honda, porque es la puerta hacia el interior de Dios. Guiado por el Hijo único del Padre nos podemos acercar con profunda reverencia al Santo, todopoderoso, inmortal que ha querido revelarnos su misterio que fue guardado en secreto desde la eternidad y que ahora ha sido manifestado. Este misterio de amor es el misterio de la vida de la Santísima Trinidad que es vida de comunión y comunicación.

El mismo San Ignacio dirá en algún momento “el amor es comunicación de cuanto se posee y se es”. El corazón de Jesús es puerta que nos descubre también las obras de Dios hacia fuera. Si el amor es siempre comunicación, el amor infinito que es Dios, se comunica fuera de sí mismo y por la creación derrama su perfección a todas las criaturas del cosmos, haciéndolas reflejo de su propia claridad. Al hombre, a cada uno de nosotros, estamos siendo creados en éste momento… Al hombre hace Dios especialmente a su imagen y semejanza, es decir, lo hace capaz de amar, de comunicarse, de entregarse plenamente a los demás y en ello pone la realización completa de sus potencialidades humanas y de su felicidad verdadera. Podríamos decir que más aun, al hombre quiere hacerlo partícipe de la misma comunión de amor y de vida que es su ser Trinitario.

Para ésto se encarnó Jesús. Él realiza su misión redentora a partir de la entrega total que hace a sí mismo en la cruz. Entrega y oblación, a nosotros sus hermanos, comunicándonos su vida divina en cuanto nosotros somos capaces de recibirla: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”.

 

Locura de amor

Éste es el marco en el que entramos a la última cena. Por eso nos dirá “como el padre me amó, yo los he amado a ustedes”. Y también dirá San Juan: “¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente”. Por eso, es importante considerar que la revelación de amor con misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: Jesucristo. De ahí la compasión hacia todos los hombres y especialmente hacia los que sufren. Ésto que tanto ha resaltado en estos primeros días el Papa Francisco. De ahí también la comprensión a los demás. Dios quiere que cada uno de nosotros y todos, lleguemos a ser hijos del Padre. Éste es el fundamento divino del celo apostólico y celo misionero, y por lo tanto el verdadero motivo de la evangelización.

 

 

 

Ejercicio día 24

 

San Juan nos muestra que si todo el recorrido viene siendo por amor, ahora aparece un amor extremo de Jesús por cada hombre y por cada uno de nosotros. Vamos ingresando en la entrega total y definitiva de Jesús como Redentor del mundo. Un poco la síntesis está en las palabras de San Pablo: “Me amó y se entregó a la muerte por mí”.

Pedimos “dolor con Cristo doloroso; sentimiento y confusión porque por mis pecados va el Señor a la pasión”. Considerar como la divinidad de Cristo se esconde y deja aparecer su humanidad; considerar cómo padece todo esto por mis pecados, y ver qué debo yo hacer y padecer por Él.

Salmo 90:

"Él se entregó a mí,
por eso, yo lo libraré;
lo protegeré, porque conoce mi Nombre;
me invocará, y yo le responderé.
Estaré con él en el peligro,
lo defenderé y lo glorificaré;
le haré gozar de una larga vida
y le haré ver mi salvación".

 

Mt 26, 26-46: la última cena y la oración de Jesús en el huerto

Hay dos momentos claves en este pasaje de la pasión del Señor: la institución de la eucaristía y la oración de Getsemaní.

Para Brochero en la eucaristía se realizaban todas las aspiraciones humanas. Para él en la eucaristía estaba la fuente de la santidad y veía realizada la felicidad del ser humano a la que todo hombre aspira, felicidad que es posesión de Dios. Nos dice José Gabriel del Rosario Brochero:

"El que Dios amó al hombre desde toda la eternidad es verdad tan clara y demostrada, que el dudarlo seria el colmo de la locura, el último esfuerzo de la impiedad y el último grado de la ingratitud. El amor eterno de Dios está escrito en todas las maravillas de la creación. Ese amor brilla en toda la naturaleza… Sin embargo todas estas pruebas de amor eran como un rasguño y sombra, comparados con la prueba de amor que Dios quería dar al hombre, enviando a su Hijo… Porque seria la dicha para todos; seria nuestro consuelo; porque en virtud de ese amor se haría esclavo, gustaría nuestras penas y lágrimas…y se asimilaría en todo al hombre, a fin de que el hombre se hiciera como Dios y participase de su infinito amor”

¿Son necesarias más pruebas de amor? ¿Es posible la ingratitud del hombre que se ve tan amado?. Así es, pues ante el amor de nacer por nosotros, no lo recibimos en Belén. Ni se lo hospedó en Jerusalén y le hicimos una guerra cruel. Pero esto no disminuyó su amor… Cuantas más ingratitudes, su amor se agiganta y rebalsa por todas partes, y revienta, si se puede expresar así, y hace entonces un milagro de amor, que puso en admiración y espanto a los mismos ángeles. Y este milagro fue instituir el sacramento de la Eucaristía. Porque la Hostia consagrada es un milagro de amor; es un prodigio de amor; es una maravilla de amor… Es la prueba más cabal de su amor infinito hacia mí, hacia usted, hacia el hombre.

…Como el padre en su última hora se despide con ternura de sus hijos… Así Jesucristo con ternura. Y quería quedarse con nosotros…y después de pensarlo ve que lo puede realizar por medio de la Santa Eucaristía, y obra ese milagro de amor… Esto no lo comprendo si no es entrando al Corazón de Jesucristo y viendo que la fuerza del amor como que lo enajenaba de si de tanto amor… alocado por la fuerza del amor…  Quiere quedarse con nosotros para darnos esfuerzo en la vida y que lleguemos así a la vida eterna. .."

La vida de Brochero fue celebrar el misterio de la presencia escondida de Cristo que se muestra en el pan y en el vino. Peor también su vida fue hacerse eucaristía dándose a los demás, ene l modo que Cristo se hace alimento en el pan y en el vino. La eucaristía es nuestro viático de peregrinos, y el Cura Brochero fue consuelo de las mujeres y de los hombres cristianos, peregrinos también como hoy nosotros, hacia el Padre.

 

¿No han podido quedarse conmigo ni una hora?

 

La segunda parte nos pone a Jesús en la oración junto a sus apóstoles en el huerto de Getsemaní. Cuando Jesús vuelve de rezar el “Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” encuentra durmiendo a sus discípulos y dice a Pedro y dice: ¿es posible que no hayan podido quedarse despiertos conmigo ni si quiera una hora?. Esta pregunta manifiesta un misterio asombroso, cambia en profundidad la idea que nos hacemos de Dios y nos hace percibir la debilidad del Señor. La divinidad se esconde.

Creo que aquí se expresa la locura de Dios que es más sabia que todas las sabidurías humanas. En ésta hora del amor total “esta es mi hora”, después de haber entregado su cuerpo y su sangre en la cena, Jesús siente la angustia de la decisión última y se dirige al huerto para decirle a su Padre en la intimidad que sólo quiere hacer su voluntad. Pero no quiso estar solo en ese instante. Quiso que lo acompañaran sus más íntimos amigos a quienes había llamado así en la cena. Pero ellos se durmieron. Los había elegido para que estuvieran con él, y cuanto más los necesitó se llenaron sus ojos de sopor y el temor pudo más que la amistad. ¿Es posible que no hayan podido quedarse despiertos conmigo ni si quiera una hora?

 

 

 

En medio del dolor de nuestro mundo esta pregunta vuelve a resonar en nuestro oído. La humanidad de Dios nos pide cercanía, a Él y a los que sufren. Para acompañar no se necesita ser ni sabio, ni muy inteligente, ni muy rico… no hacen falta palabras, allí soban las cosas. Para acompañar hace falta olvidarse de sí mismo para estar cerca con el alma. Es necesario no pensar tanto en las penas propias, ni en los propios defectos o proyectos. Muchas veces le ofrecemos a Dios nuestro trabajo, pero en la hora del huerto no se trata de que trabajemos con Él ni que le ayudemos a continuar su obra. Esto es necesario, pero la tarea más importante de los apóstoles y de los cristianos es más onda y misteriosa.

Esta pregunta nos quiebra los esquemas y establece una relación que nunca podríamos soñar: Dios nos pide que e la hora suprema de su dolor y de su entrega estemos cerca, acompañándole al menos una hora. Dios se pone a nuestra altura, o mejor dicho, más bajo que nosotros. Nos queda el consuelo de que nadie es tan pequeño que no pueda acompañar a Dios. Y acompaña mejor el que es más pobre, el que ha sufrido, el que calla y escucha. Mientras haya sufrimiento en el mundo, esta pregunta que hoy nos hacemos seguirá resonando. ¿Desde dónde me pide hoy Jesús que vele con Él?.

 

Resumen del Ejercicio

1º Oración preparatoria. salmo 90

2º Petición: "Dame señor dolor con Vos doloroso, sentimiento y confusión porque por mi pecado vas Señor a la pasión"

3º Cuerpo: Mt 26, 26-46

4º Coloquio con Jesús

 

P. Julio Merediz