04/04/2017 – Con este ejercicios llegamos al final de la 3º semana de Ejercicios. Esta expresión llamativa de “¿Padre, por qué me has abandonado?”. Dice el P. Fiorito, de quien tomamos material para presentar los ejercicios de San Ignacio cada día, que posiblemente haya que vincularla al ¿para qué? que nos ayuda a tomar sentido a nuestros dolores y sufrimientos. Que la reflexión de hoy nos permita ponernos en profunda comunión con el misterio de Cristo en su pascua y desde ese lugar sintamos que se confirma nuestro camino. La 3º semana de los Ejercicios, la de Cristo en la cruz, es semana de confirmación. Pedimos “conocimiento interno de nuestro Señor Jesucristo que por mis pecados muere en la cruz”.
La tonalidad general de los relatos evangélicos no impone la tónica de la angustia como dominante. Sin embargo, la existencia terrestre de Jesús, abierta a toda la variedad de las emociones humanas (alegría y tristeza, indignación y mansedumbre…), tuvo también sus momentos de angustia, sobre todo en la pasión y en la cruz. Esto lo hace más cercano a nosotros y nos asegura la autenticidad de la encarnación. Verdaderamente, “se hizo hombre entre los hombres” (Flp 2, 7): “debía –dice Heb 2, 17-18- en todo asemejarse a sus hermanos, de manera que habiendo sido probado en el sufrimiento, pede ver a los que se ven probados”.
Los profetas de Israel no se vieron libres de angustia: su misión se les hacía demasiado pesada a veces. Moisés, ya desde el primer momento de su vocación, dice: “¿Quién soy yo para sacar de Egipto a los israelitas?” (Éx 3, 11); “Yo nunca he sido un hombre de palabra fácil, sino que soy torpe de boca y de lengua” (Éx 4, 10). Isaías (6, 5) exclama: “¡Ay de mí, que estoy perdido!” y Jeremías trata de excusarse (1, 6) cuando es llamado.
No leemos nada semejante de Jesús. Pero de aquí no se sigue que su suerte haya sido diferente de la de los profetas del Antiguo Testamento: para él, como para ellos, el ministerio llevó consigo una tensión terrible que hizo de él “un signo de contradicción” (Lc 2, 34); él mismo prevé para sí un fin semejante al de los profetas (Lc 13, 33-34), ningún profeta muere fuera de Jerusalén. Sabe que su suerte por predicar la buena noticia y su servicio con las más pobres, trae la suerte de los profetas. A los discípulos Jesús le dice “quien quiere seguirme que cargue con su propia cruz y que me siga”.
“Me ha dado lengua de discípulo para consolar al que sufre y cada mañana …….. ” yo avanzo porque se que no seré defraudado. El profeta asume su servicio no con la temeridad de quien cree que puede con todo, sino como quien sabe que su suerte está en las manos de Dios. Por la gracia bautismal nos viene la vocación de ser sus testigos, hombres y mujeres confiados en Dios dispuestos a hacer del mundo un lugar nuevo, derribando lo viejo y construyendo lo nuevo conforme al reino. La novedad con la que Dios nos quiere inaugurando lo nuevo pasa por la pascua, este lugar donde somos invitados a morir para vivir. En esta entrega de Jesús en la cruz comienza a nacer el hombre nuevo. Su muerte y su resurrección, crean la nueva humanidad, dice San Pablo.
Los discípulos de Emaús dicen que Jesús es un “profeta grande en obras y en Palabras”. La actividad de Jesús ocupa un 80% en su vida, y sólo el 20% queda en las palabras. Hacernos pascua al misterio de Cristo en la cruz es hacernos a esta tarea de profetismo que incluye esta angustia, como la de un parto. Este parto es como el de las mujeres, que en el momento se lo sufre pero cuando nace el niño se olvida todo. La cruz es un árbol de vida, no de muerte.
En su lucha con su angustia, el Señor ha orado. No se endureció como un estoico para quien gemir, llorar, orar es siempre cobarde. No se encerró en sí mismo, sino que se abrió dolorosamente a Dios y con gran amor le manifestó su angustia.
La angustia pone en el corazón humano sufrimiento y queja, provoca la búsqueda de una solución. Suscita un intenso deseo de liberación. La oración expresa esta queja, este deseo; pero no impone nada, sino que pide, absteniéndose de decidir por sí mismo. Es importante notar esto último: en la oración, el ser liberado pasa a segundo término. Lo primario es mantener la relación filial con Dios, de modo que lo que él le pide queda subordinado, cada vez más explícitamente, a esta exigencia: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 2, 42) no es la frase secundaria sino la principal y la que permanece sobre el “pase de mí este cáliz”.
La angustia del Señor llega a su colmo en el momento en que muere en cruz, según Mateo y Marcos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46; Mc 15, 34).
Esta frase ha dado lugar a muchas interpretaciones. Algunos han querido ver, en este grito, la expresión de desesperación desesperanzada. Pero esto no es así, porque tomando todo el Salmo 22 (21) en su conjunto, hay que hablar de una “angustia esperanzada”. Sin embargo, tampoco hay que irse al otro extremo y querer excluir del Señor, en ese momento, la desolación que consiste –como dice san Ignacio- en estar “como separada” (EE 317) de Dios Padre.
El principio del Salmo 22 (21) expresa una desolación o angustia extrema, subrayada por la repetición de la invocación a Dios. Hay que decir que corresponde muy bien a la situación de Jesús en cruz: en la cruz, Jesús se siente objetivamente separado del Padre y abandonado por él, en el sentido de que él no interviene (Mt 26, 53: no le envía más de doce legiones de ángeles). Una situación semejante suscita en cualquier hombre –verdaderamente hombre- una angustia profunda. Tanto más que la pena sufrida significaba en aquel entonces, para cualquier hombre, una maldición (Gál 3, 13): “Él mismo se hizo maldición, pues dice la Escritura: maldito todo el que esté colgado del madero” (según Deut 21, 23); Pablo llegará a decir (2 Cor 5, 21) que “le hizo el Padre pecado por nosotros”.
¿Quién podrá sondear jamás la profundidad que implica la prueba de ser pecado por nosotros, es decir, separado de Dios? Pero esta situación, lejos de llevarlo a la desesperación, mantiene su alma abierta a Dios y le pregunta y la forma de preguntar supera que aún espera. En primer lugar, la proposición “por” (en hebreo, “lema”) puede leerse también “para”. De modo que la pregunta podría ser “¿Para qué me has abandonado?”: iría dirigida no hay pasado y a sí mismo, sino al futuro y al mismo Padre.
Su sentido preciso sería preguntar no por la razón que hay en uno mismo para esta pena, sino por el fin que tiene el Padre para quererlo así. Por instinto los hombres interrogan su pasado y se preguntan: ¿qué mal he hecho por el que se me castiga de esta forma? Mientras que la pregunta de Jesús, cuando muere, se orienta, por así decirlo, hacia el futuro, para averiguar qué pretende Dios Padre con esto; la respuesta está en el resto del Salmo 22 (21), que es una respuesta de esperanza: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré” (v. 23). Muchas veces en las crisis nos puede salvar preguntar el para qué. Y ahí nos damos cuenta de que Dios escribe derecho en renglones torcidos.
También ahora cuando entramos en contacto con la vulnerabilidad y nuestra condición fragil, el Señor en la cruz lo recibe y sopla, trayendo vida nueva, hombres y mujeres nuevos.
De rodillas y en adoración es el gesto que más nos puede ayudar frente al Cristo crucificado. Dejarnos contemplar por Él desde la cruz. Nuestra condición frágil y pecadora entra en contacto con el Cristo sufriente. En cuaresma se nos recuerda, “recuerdo que eres polvo y al polvo volverás”. Es necesario tener consciencia, al pie de la cruz, de fragilidad para que el Señor haga su obra. Jesús hace su obra “expirando”, es decir dio su aliento de vida para que recibamos su vida.
Es la cruz de Cristo el lugar donde los hombres y las mujeres nuevas nacemos para la vida nueva y un mundo nuevo. Dejarnos alcanzar por el aliento de Jesús cuando expira en la cruz. Expira vida nueva para abrazar a todos los pobres y sufrientes, primero nosotros y en nosotros alcanzar a tantos. Necesitamos ponernos al pie de la cruz y sentir que nuestra condición de barro al pie del alfarero tome una forma nueva.
Estamos llamado a consolar. En la medida en que nos dejamos reparar, podemos colaborar con el Señor en su obra de restauración de la humanidad para que llegue a su plenitud. Somos barro en manos del alfarero; a veces duele, pero nos moldea con belleza. Eso pasa muchas veces en la vida: cuando pasamos de una etapa de la vida a otra, de escenarios complejos a nuevos…. Necesitamos reacomodar nuestro ser, este tesoro que llevamos en vasijas de barro. Este aliento de vida que llevamos, va en vasijas de barro, osea en una condición muy frágil. Es la confianza en el Señor lo que nos habilita, caminos incomprensibles para nosotros, pero en sus manos de amor.
“Es para que se manifiesta la Gloria de Dios”, dice Jesús ante el ciego y ante la muerte de su amigo Lázaro. Pablo lo va a decir, “yo me glorío en mi debilidad porque cuando soy debil entonces soy fuerte”.
Pedimos tomar clara consciencia de su amor, de nuestra fragilidad y de nuestra necesidad de Él.
Padre Javier Soteras
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