Día 28: Contemplación para alcanzar amor: primer punto

viernes, 8 de abril de 2022

07/04/2022 – Llegamos al final de los Ejercicios Ignacianos. San Ignacio nos introduce en la contemplación para alcanzar amor teniendo en cuenta cuanto amor nos ha tenido el Señor invintándonos a hacer memoria agradecida. Hoy nos vamos a detener en el cuarto punto viendo cómo Dios escribe derecho sobre renglón torcido

La contemplación para alcanzar amor (EE 230-237) es una recapitulación de la experiencia de los Ejercicios, que ha sido un encuentro personal con Cristo nuestro Señor, en el que él nos ha manifestado su voluntad y nos ha llamado a un servicio y a un seguimiento más de cerca. Podríamos decir que el fin de esta contemplación es el de todos los Ejercicios, según un texto primitivo de las Constituciones de la Compañía de Jesús, redactadas por San Ignacio: “aclararse más la inteligencia y calentarse en el amor de Cristo nuestro Señor y hacerse más ferviente en las operaciones exteriores e interiores” (Const. Parte 3, capítulo 3, n. 6 del texto a). Por eso su título es “para alcanzar amor”: se entiende, a Cristo nuestro Señor.

1. La contemplación comienza con dos advertencias.

“La primera es que el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras”: no es que no se de también en las palabras y en las otras manifestaciones más afectivas; pero se da “más en las obras” y a las obras hay que prestar sobre todo atención, tanto cuando se quiere juzgar del amor de Dios que nos tiene, como del amor que nosotros tenemos a Dios; y en las obras no hay posibilidad de engaño.
Es un principio evangélico:
Mateo 7, 21-27: “No todo el que me diga… sino el que haga”.
1 Juan 3, 18: “No amemos de palabra… sino con obras”.

Santiago 1, 22-25”: “Poned por obra la Palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos”.
Romanos 2, 13: “No son justos… sino los que la cumplen”.

Como dice San Ignacio: “el amor se ha de poner más en las obras” (EE 230). De aquí la importancia que tiene, en orden a demostrar nuestro amor a Dios, lo que él, durante estos Ejercicios, me ha pedido… y espera que yo haga en su servicio, al salir de los Ejercicios.

La segunda advertencia es que el amor mutuo consiste en comunicación de las dos partes; es, a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede; y así por el contrario, el amado al amante; de manera que, si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene, y así el otro al otro” (EE 231).

La contemplación para alcanzar –o sea, aumentar- el amor de Dios consiste, pues, en considerar lo que él me ha dado (“lo que tiene o de lo que tiene o puede…”), para moverme a mí a darle, a mi vez, lo que tengo o de lo que tengo o puedo.

Y debo, por así decirlo, tanto agudizar mi vista –con la gracia de Dios- para ver lo que él me ha dado, como para darme cuenta de lo que yo le puedo dar a él: por ejemplo, mi elección, mi reforma o enmienda de vida…
EE 75: “Considerar cómo Dios nuestro Señor me mira, etc.”.

EE 46: Pedir gracia para que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente en servicio y alabanza de su divina Majestad”.

EE 232: Composición de lugar “que aquí es ver cómo estoy delante de Dios nuestro Señor, de los ángeles, de los santos intercediendo por mí”.

Sobre la intercesión constante del Señor, cf. Heb 7, 25, con nota de BJ; Rom 8, 24, con nota de BJ; 1 Juan 2, 1.
EE 233: Pedir lo que quiero: “será aquí pedir conocimiento interno (como el que pedíamos, durante la Segunda semana, de Cristo) de tanto bien recibido, para que enteramente reconociéndolo, pueda en todo amar y servir a su divina Majestad”.

EE 234: “Traer a la memoria los beneficios recibidos de creación (recordar el Principio y fundamento), de redención (recordar la Primera semana y los demás dones particulares (de la Segunda a la Cuarta semana); y entre estos, la elección y reforma de vida, ponderando (con mi entendimiento) con mucho afecto (o sea, con el corazón) cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí (y, a través de mí, por quienes me rodean, viven y trabajan conmigo y por los demás), y cuánto me ha dado de lo que tiene (y puede) y consiguientemente el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede según su ordenación (plan o designio)”.

En su carta a los estudiantes de Coimbra (llamada de la perfección) dice san Ignacio:

“Sobre todo quería os excitarse el amor puro de Jesucristo, y deseo de su honra y de la salud de las ánimas que redimió, pues sois soldados suyos con especial título y sueldo. Sueldo suyo es todo lo natural que sois y tenéis, pues os dio y conserva el ser y la vida, y todas las partes y perfecciones de ánima y de cuerpo y bienes externos.
Sueldo son los dones espirituales de su gracia, con que liberal y benignamente os ha prevenido y os continúa (dándolos), siéndole contrarios y rebeldes.

Sueldos son los inestimables bienes de su gloria, la cual sin poder él aprovecharse de nada, os tiene aparejada y prometida, comunicándoos todos los tesoros de su felicidad para que seáis, por participación eminente de su divina perfección, lo que él es por esencia y naturaleza.

Sueldo es, finalmente, todo el universo y lo que en él es contenido corporal y espiritual(mente), pues no solamente ha puesto en nuestro ministerio (o servicio) todo cuanto debajo del cielo se contiene, pero toda aquella sublimísima corte suya, sin perdonar ninguna de las jerarquías celestes, que “todos son espíritus servidores, destinados a servir en bien de aquellos que han de recibir la herencia de la salvación” (Heb 1, 14, con nota de BJ).

Y si por todos estos sueldos no bastasen, sueldo se hizo a sí mismo, dándosenos por hermano en nuestra carne, por precio de nuestra salud en la cruz, por mantenimiento y compañía de nuestra peregrinación en la eucaristía (Santo Tomás, laudes del oficio del Santísimo Sacramento).

¡Oh, cuánto es mal soldado a quien no bastan tales sueldos para hacerle trabajar por la honra de tal príncipe!
Pues cierto es que por obligarnos a desearla y procurarla con más prontitud, quiso su Majestad prevenirnos con estos tan inestimables y costosos beneficios, deshaciéndose en cierto modo de la felicidad perfectísima de sus bienes para hacernos exentos de ellas; queriendo ser vendido para rescatarnos, infamado para glorificarnos, pobre por enriquecernos, tomando muerte de tanta ignominia y tormentos para darnos vida inmortal y bienaventurada (cf. Flp 2, 6-8).

¡Oh cuán demasiado es ingrato y duro quien no se reconoce con todo esto muy obligado a servir diligentemente y a procurar la honra de Jesucristo!

Por resumirme en pocas palabras, que si bien miráis cuánta sea la obligación de tornar por la honra de Jesucristo y por la salud de los prójimos, veríais cuán debida cosa es que os dispongáis a todo trabajo y diligencia por hacernos instrumentos idóneos de la divina gracia para tal efecto; especialmente habiendo tan pocos operarios que “no busquen su interés, sino el de Jesucristo” (Flp 2, 21), (pienso) que tanto más debéis esforzaros por suplir en lo que otros faltan, pues Dios os hace gracia” (ibid., n. 4).

“Y con esto reflectir en mí mismo
considerando
con mucha razón y justicia
lo que yo debo de mi parte ofrecer y dar a su divina Majestad,
es a saber, todas mis cosas y a mí mismo con ellas,
así como quien ofrece afectándose mucho:
Tomad, Señor y recibid
toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer.
Vos me lo disteis,
a vos, Señor, lo torno:
todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad;
dadme vuestro amor y gracia,
que esta me basta.”

2. La ingratitud es, para san Ignacio, el peor vicio.
Como dice en una carta a Rodrigues (carta 15), considero, salvo juicio mejor:

“En su divina bondad, la ingratitud ser cosa de las más dignas de ser abominada delante de nuestro Creador y Señor, y delante de las criaturas capaces de su divina y eterna gloria, entre todos los males y pecados imaginables, por ser ella desconocimiento de los bienes, gracias y dones recibidos, causa, principio y origen de todos los males y pecados; y por el contrario, el conocimiento y gratitud de los dones y bienes recibidos, cuánto sea amado y estimado así en el cielo como en la tierra.”

Incluso los males que el Señor, en su providencia, permite que padezcamos son señales del amor de Dios por nosotros.

Dios escribe derecho en líneas torcidas, pues “mi fuerza se muestra en la flaqueza” (2 Cor 12, 9). “Por tanto, me seguiré gloriando en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo.”

Segundo y tercer punto de la contemplación

Todo el comienzo (desde “la mirada del Señor”, hasta el tema), como en el primer punto. Puede convenir recapitular un poco este primer punto: “sin divagar, discurra por la reminiscencia (o recuerdo) de las cosas en los momentos en que he sentido mayor consolación o mayor sentimiento espiritual” (EE 62).

1.

“El segundo punto, mirar cómo Dios habita en las criaturas;
en los elementos materiales, dando ser,
en las plantas vegetando,
en los animales sensando,
en los hombres dando a entender;
y así en mí,
dándome ser, animando, sensando y haciéndome entender,
asimismo haciendo templo de mí,
siendo creado a similitud e imagen de su divina Majestad.

Otro tanto reflictiendo en mí mismo,
por el modo que está dicho en el primer punto
(“Tomad, Señor, y recibid…”),
o por otro modo que sintiere mejor” (EE 235).

¿Quién habita en mí y en las criaturas?
Por supuesto, puedo responder que Dios o la Trinidad. Pero también puedo responder que Jesucristo habita en mí y en las criaturas, porque lo que se afirma de Dios se puede afirmar de Cristo (y viceversa).

Juan 1, 14 (con nota de BJ): “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (la BJ pone: “puso su morada”, como lo había hecho Yahveh en la tienda luego en el templo, 1 Rey 8, 10 con nota de BJ; y la Sabiduría en el pueblo de Dios, por la Ley). Todo el prólogo de san Juan es una aplicación a Cristo de lo que había sido para el pueblo de Dios, primero la Ley –por Moisés- y, luego, la Sabiduría. Por eso, todo lo que el Antiguo Testamento había dicho de la Ley y de la Sabiduría ahora se ha de decir de Cristo: es vida, luz, gracia y verdad, camino.

Efesios 3, 17-19: “Cristo habite por la fe en vuestros corazones”.

Y san Ignacio, en diversos lugares de sus Constituciones, nos habla de esta presencia de Cristo: Const. 250 (“considerando unos a otros, alaben a Dios nuestro Señor (o sea Jesucristo), a quien cada uno debe procurar reconocer en el otro como en su imagen”), Const. 288 (“en todas las cosas que hagan, buscar a Dios nuestro Señor”). Y en la carta a Brandao (Carta 65, n. 6), dice que:

“Se pueden ejercitar en buscar la presencia de Dios nuestro Señor (o sea, de Jesucristo) en todas las cosas que hacen, así como en el conversar con alguno, andar, ver, gustar, oír, entender y todo lo que hicieren, pues es verdad que está.”

Recordar a este propósito lo que se dijo acerca de la mirada del Señor: si nos acostumbramos a esta compañía o presencia del Señor, “no lo podréis –como dice santa Teresa (Camino de Perfección capítulo 26 n. 1)- echar de vos”.

2.
“El tercer (punto),
considerar cómo Dios trabaja por mí
en todas las cosas creadas sobre la haz de la tierra;
es decir, al modo de uno que trabaja.
Así como en los cielos,
elementos,
plantas,
frutos,
ganados, etcétera
dando ser,
conservando,
vegetando,
y sensando, etcétera,
Después, reflectir en mí mismo (como en los puntos anteriores:
“Tomad, Señor, y recibid…”)” (EE 236).

Ahora bien, ¿quién trabaja por mí?

Como en el punto anterior, podemos decir que es Jesucristo el que trabaja por mí, porque lo que se dice del Hijo de Dios se puede decir de Cristo (y viceversa).

Además, en el texto coloniense de los Ejercicios, dejado en Colonia por el beato Fabro, dice, en este tercer punto de la contemplación para alcanzar amor, que hay que “considerar a Jesús, que trabaja……
Si leemos con detención los puntos segundo y tercero de la contemplación para alcanzar amor, veremos que ambos se ………… nuestro Señor dando.

Quiere decir que es difícil hablar de la presencia de Dios sin hablar de su acción.
Dios es un Dios activo y no puede hacerse presente sin manifestar su presencia por medio de su acción en nuestro favor.

En otros términos, se puede meditar, a la vez, el punto segundo y el punto tercero de la contemplación para alcanzar amor.

3. Existe en el Antiguo Testamento un concepto –que los Setenta expresaban con la palabra griega “gloria”-, que es la presencia maravillosa de Dios (“habita”, que se manifiesta externamente entre los hombres (“trabaja”).
A esta gloria de parte de Dios responde, de parte del hombre, el darle gloria; o sea, como dice san Ignacio, el reconocimiento de esta presencia activa de Dios.

En el Antiguo Testamento, esta expresión (la gloria del Señor) se asocia a las grandes acciones –gestas, maravillas- de Dios:

“Yo manifestaré mi gloria a costa del faraón y de todo su ejército. […] Sabrán los egipcios que yo soy Yahveh, cuando me haya cubierto de gloria a costa del faraón, sus carros y sus jinetes” (Éx 14, 4.18).

Especialmente esta manifestación se da en el arca o tienda del encuentro (cf. Éx 40, 34: “la gloria de Yahveh llenaba la morada”) y en el templo (cf. 1 Rey 8, 11: “la gloria de Yahveh llenaba la casa de Yahveh”).

Ezequiel ve cómo esta gloria retorna en un nuevo templo mesiánico (que será Cristo y su Iglesia), según Ez 43, 2-11, como se ve en Isaías, que nos habla de teofanía universal (cf. Sal 97 [96], 6: “Todos los pueblos ven su gloria”).

En el Nuevo Testamento, mientras Lucas prefiere reservar el término “gloria” para la ascensión o para la vuelta definitiva de Jesús (cf. Lc 9, 26: “cuando venga en su gloria, en la de su Padre y en la de los santos ángeles”, cf. Lc 24, 26: “¿No era necesario que Cristo padeciera esto y entrara así en su gloria?”; cf. Hech 7, 55: “Pero él –Esteban-, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente el cielo y vio la gloria de Dios, y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios”), Juan lo aplica a la misma vida de Jesús (Jn 1, 14: “Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo”), pero sobre todo a sus milagros o signos –sólo narra siete- (cf. Jn 2, 11: “manifestó su gloria”).

Pablo, en cambio, que en sus cartas no habla sino de la muerte y resurrección del Señor, en un solo sitio dice que “Jesús murió y que resucitó” (1 Tes 4, 14), como si lo hubiera hecho por su propio poder, pero en otros pasajes atribuye la eficacia de la resurrección al Padre, autor del plan salvífico: “Dios Padre lo resucitó de entre los muertos” (Gál 1, 1; 1 Tes 1, 10, etc.).

Pero por Rom 6, 4 sabemos que lo que llevó a cabo la resurrección de Jesús fue “la gloria del Padre”, que fue “su fuerza poderosa que desplegó en Cristo, sentándolo a su diestra en los cielos y bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo” (Ef 1, 19-23).

La gloria que recibió del Padre llegó a ser su poder: poder de crear una nueva vida en aquellos que habrían de creer en él.

En virtud de este principio dinámico, Pablo comprueba que ya no es él quien vive, sino que es Cristo quien vive en él (Gál 2, 20).
En la segunda Carta a los corintios, Pablo habla de la gloria efímera del rostro de Moisés (2 Cor 3, 7: “la gloria de su rostro, aunque pasajera”), como prueba de que la gloria del Antiguo Testamento debía dejar paso a la gloria mucho mayor y permanente (“habita”) del Nuevo Testamento: aquella gloria no es nada en comparación con esta gloria sobreeminente (2 Cor 3, 10).

La economía mosaica tuvo su gloria y constituyó una obra maravillosa del poder de Dios. Pero ha tenido que dejar el lugar a la economía del Nuevo Testamento, mucho más gloriosa porque debe permanecer (“habita”).
Jesús es el espíritu vivificador de la nueva Alianza, contrario a “la letra que mata” (2 Cor 3, 6).

Al hacernos cristianos somos configurados según la imagen de Cristo por su Espíritu que trabaja en nosotros, Espíritu que es el mismo Jesús: estamos unidos a él y somos capaces, con su ayuda (“trabaja” porque “habita” en nosotros) de avanzar hacia una mayor perfección hasta que lo contemplamos tal como es.

Sólo el pecado, al alejar la presencia íntima de Dios, priva al hombre de la gloria de Dios.

Todo lo dicho se refiere tanto al “habita” como al “trabaja”, de los que habla san Ignacio en la contemplación para alcanzar amor. Pero sobre todo al “trabaja” porque la gloria de Dios es la manifestación externa de su poder salvífico, de su “trabajo” a favor de los hombres. El “habita” es un presupuesto de este “trabajo”.

Cuarto punto de la contemplación

Todo el comienzo (desde la “mirada del Señor” hasta el tema), como en el primero, el segundo y el tercer punto. Puede convenir recapitular los puntos anteriores, “notando y haciendo pausa en los momentos en que he sentido mayor consolación o mayor sentimiento espiritual” (EE 62 y 64).

1.
“El cuarto punto,
mirar como todos los bienes y dones
descienden de arriba,
así como la mi medida potencia
de la suma e infinita de arriba
(o sea, de Dios nuestro Señor);
y así la justicia, bondad, misericordia, piedad
(y las otras virtudes que concretamente veo en mí,
o que he visto durante estos Ejercicios), etcétera,
así como del sol descienden los rayos,
de la fuente salen las aguas, etcétera.
Después, acabar reflictiendo en mí mismo,
Según está dicho en los puntos anteriores
(“Tomad, Señor, y recibid…”)” (EE 237).

Hay un progreso del primero al cuarto punto. Se comienza considerando los bienes y dones recibidos. Luego, se considera que está Dios en ellos y que “trabaja” (hablando a nuestra manera). Por último, que en el donante –que está arriba- el don está en una medida suma e infinita, mientras que en nosotros está a mi medida, pero siempre con posibilidad de aumentar.
Si en el primer punto miramos sobre todo al pasado, pues hablamos de los dones y bienes recibidos, en el segundo y tercer punto miramos al presente; y, en el cuarto punto, apuntamos sobre todo al futuro, esperando siempre más.
Si en los tres primeros puntos miramos hacia abajo –hacia nosotros-, en el cuarto punto miramos hacia arriba, hacia la fuente de todos los bienes.
Aunque se habla de bienes y dones, no se deben excluir los males, que Dios convierte en bienes.
“Dios –dice el refrán popular- escribe derecho con líneas torcidas.” Podemos agradecer eso “derecho” que Dios saca de nuestros males: tentaciones e incluso pecados. “¡Oh feliz culpa –dice la Iglesia en el pregón pascual –que tal Redentor nos mereció!”
Es claro que Dios no quiere el pecado y, sin duda, aborrece el mayor de todos ellos, el homicidio de su Hijo. A pesar de ello, sorprende la repetida afirmación de las Escrituras de que la pasión y muerte de Cristo estaban escritas y que era preciso que tuviesen lugar (cf. Hech 2, 23). Así, pues, la muerte de Cristo había sido prevista y planeada por Dios Padre.
Naturalmente, el pecado es algo que debemos odiar y evitar. A pesar de ello, podemos alabar y agradecer incluso por nuestros pecados propios –cuando nos hemos arrepentido-, porque él sacará gran provecho de ellos. En esta misma línea, la Iglesia, en un éxtasis de amor, canta en la liturgia pascual: “¡Oh necesario pecado de Adán!”. Y san Pablo dice expresamente a los romanos:

“Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. ¿Qué diremos, pues? ¿Qué debemos permanecer en el pecado para que la gracia se multiplique? ¡De ningún modo!” (Rom 5, 20; 6, 1).

Se trata de algo que difícilmente osaríamos pensar: agradecer y alabar a Dios incluso por nuestros pecados. ¡Cuánto más por nuestras tentaciones y desolaciones, por nuestras falsas consolaciones y hasta por los defectos de nuestro temperamento o por los pecados capitales, fuente de tantos pecados, defectos e imperfecciones!
Aunque en realidad no se trata tanto de agradecer y alabar a Dios por nuestros pecados, cuanto de hacerlo por lo derecho que él escribe en ellos –como dijimos más arriba-: ¡Dios escribe derecho con líneas torcidas! Debemos dar gracias a Dios por esto derecho que él escribe con nuestras tentaciones y desolaciones, con nuestras falsas consolaciones y hasta con nuestros defectos temperamentales o con los pecados capitales, fuente de tantos pecados actuales, defectos e imperfecciones.
Casi siempre –por no decir siempre- ignoramos esto derecho que él escribe en nuestras líneas torcidas. Pero debemos creerlo con fe en la providencia de Dios, para quien “ninguna cosa es imposible” (Lc 1, 37) y quien “en todas las cosas –aun en las malas nuestras- interviene para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio” (Rom 8, 28, con nota de BJ).
Así que en la contemplación para alcanzar amor, no sólo hemos de considerar los bienes y dones recibidos directamente, sino los escondidos en nuestros males y pecados, tentaciones y falsas consolaciones e incluso pecados capitales.

Existe un mal, implícito en los bienes que recibimos: estos, como dice san Ignacio, son limitados y esta limitación la experimentamos como un mal.
Debemos aceptar como de la mano de Dios nuestro Señor nuestras limitaciones, que son nuestras debilidades, en las cuales se manifiesta mejor “la fuerza de Cristo. Por eso –dice San Pablo- me complazco en mis flaquezas, pues cuando estoy débil entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 9-10).

2. Decía el beato Fabro (Memorial nn. 197 ss.):

“En la primera misa del día de Navidad como me sintiese enteramente frío antes de la comunión, y me doliese que en mí no estuviese mejor dispuesta mi habitación para recibir al Señor, me sobrevino un movimiento de espíritu bastante vivo en que, con sentimiento interno de devoción que llegó hasta las lágrimas, tuve esta respuesta: que Jesucristo venía al establo y que, si estuvieras fervorosísimo, no verías aquí la humanidad del Señor, porque espiritualmente corresponderías menos a la definición de un establo. Consoleme pues con el mismo Señor porque se dignase venir a una casa tan fría. Yo quería que estuviese mi casa muy adornada para consolarme con ella; pero vi en qué condiciones estaba el Señor alojado en el establo de Belén, y con esto me consolé.
Ojalá se me conceda, de aquí en adelante, que ya que no pueda ver en mí aquel modo, aquella forma, aquella disposición que quisiera yo tener para con el mismo mi Dios y mi Jesús, o su Madre, o sus santos, ojalá mientras esto por justa causa se me niega, se me conceda ver y sentir la disposición, forma y modo en que él está conmigo. Hasta ahora yo siempre he puesto más empeño en procurar un conocimiento tal que me hiciese sentir cuál es el ornato de ellos, cuando ponen en mí sus ojos, o me aman, o me sufren, o me ayudan.
Yo siempre he andado a buscar revestirme de devoción y de otros cualesquiera aderezos con que pudiese atraerlos a ellos, es decir, a Dios y a los santos hacia mí y hacerme amable a ellos y agradable; pero no he buscado también cómo ir hacia ellos, atraído por ellos, lo cual sería muy fácil, dado que podía contemplar los bienes que en sí tienen y con los cuales son en sí tan amables y agradables.
Denme el Padre todopoderoso y el Hijo y el Espíritu Santo gracia para que sepa y pueda y quiera procurar y pedir a un mismo tiempo dos cosas: a saber, ser amado de Dios y de sus santos, y amar a Dios y a sus santos. De aquí en adelante más cuidado he de poner en lo que es mejor y más generoso y que yo menos he hecho, es a saber, más querer amar que ser amado. Y por eso he de buscar con más diligencia aquellas señales que me puedan mostrar que amo, que no las que me muestran que soy amado. Y estas señales serán los trabajos por Cristo y por el prójimo, conforme aquello que dijo Cristo a san Pedro: ¿Me amas más que a estos? Apacienta mis ovejas. Atiende, pues, a ser primero Pedro, para que después seas Juan, el cual es más amado y en quien está la gracia. Hasta ahora has querido ser primero Juan y después Pedro.
Hasta ahora he andado yo muy solícito en procurar aquellos sentimientos de los cuales puede tomarse algún indicio de ser uno amado de Dios y de sus santos; pues lo que más quería entender era cómo se habían respecto de mí. Y esto no es malo; antes es lo primero que ocurre a los que cambian hacia Dios; o por decirlo mejor, tratan de hacerse a Dios propicio. Porque no se ha de suponer inmediatamente a los principios, y mucho menos antes del principio de nuestra conversión se ha de creer que el mismo Dios y su Cristo y toda aquella celestial compañía están respecto de nosotros aplacadísimos y nada enojados; pero ni aun cuando estén aplacados cuanto a los que es amenazarnos con penas eternas, se ha de pensar que por consiguiente tampoco ya nos amenazan con obras ningunas de penitencia, habiendo dicho el Señor de Pablo, aun después de escogido como vaso de elección, “Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre”.
Solemos, pues, no procediendo mal, en los principios de nuestro vivir bien, andar principalmente solícitos de contentar a Dios en nosotros mismos, preparándole habitación corporal y espiritual, en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu. Hay, sin embargo, cierto tiempo –cual sea, sola la unción del Espíritu Santo a cada uno de los que van rectamente aprovechando se lo enseña-, en el que nos concede y se nos exige que no queramos ni procuremos tan principal y primeramente ser amados de Dios, sino que nuestro principal empeño debe ser amarle a él, esto es, que no andemos averiguando cómo se ha respecto de nosotros, sino cómo se ha él en sí y en las otras cosas, y qué es lo que en las cosas absolutamente le agrada o desagrada a él. Aquello primero, que hemos dicho, era traer a Dios hacia nosotros; mas esto otro es llevarnos a nosotros mismos hacia Dios. En aquello primero buscamos que él se acuerde y tenga cuidado de nosotros, mas en esto segundo procuramos acordarnos de él y poner nuestra solicitud en lo que a él agrada. En el primer procedimiento consiste la vida de perfeccionarse en nosotros el temor verdadero y la reverencia filial; en el segundo, la de la perfección de la caridad.
Denos, pues, Dios a mí y a todos, los dos pies sobre los que nos debemos apoyar cuando caminamos por esta escala que nos conduce a Dios: verdadero temor y verdadero amor. Hasta ahora me parece que el temor ha sido para mí el pie derecho, y el amor el izquierdo. Ahora ya deseo que el amor sea el derecho y el principal, y el temor vaya siendo el izquierdo y menos principal.”

Contemplativo a la vez en la acción (EE 230)

“Contemplativo a la vez en la acción” es una frase en la que Nadal ha querido expresar la gracia de oración que había alcanzado san Ignacio, que estaría al alcance de todos los que siguen su espiritualidad y que también se podría manifestar con las palabras –usadas, según testimonio del mismo Nadal, por el mismo san Ignacio- de “encontrar a Dios en todas las cosas”.

1.Este gozar de la contemplación en toda acción ha sido descripto por Santiago de Milán, un clásico medieval de las espiritualidad franciscana, en los siguiente términos:

“Si un hombre estuviera bien embriagado del amor de su Creador, no buscaría, en todas las cosas, sino servir solícitamente a su Creador con toda diligencia y perfección; y negando la raíz, en la medida de lo posible, la propia voluntad, trataría de alcanzar, con la vehemencia de su animo, lo que más creyera agradar a Dios; y así, en todo y por todo, buscaría, no lo suyo, sino lo de Jesucristo (Flp 2, 21), olvidándose, en cierta manera, de sí mismo, para acordarse solamente de Dios.
Este hombre, por el fervor y la magnitud o inmensidad del amor, no distinguiría mucho –como creo- entre vida y vida, estado y estado, persona y persona, tiempo y tiempo, lugar y lugar, sino que, de cualquier modo y en cualquier tiempo pudiera discernir lo que más le agrada a su Creador, enseguida intentaría hacerlo, tendiendo a Dios con todo el deseo de su ánimo. Pues cuanto más las criaturas se reducen a Dios, tanto más se unen mutuamente entre sí. Porque quien todo lo reduce a lo uno común – lo cual hace quien nada busca en todas las cosas sino prestar honor a Dios, para el cual todas las cosas han sido creadas y al cual todo se ordena-, y todo lo junta en el único Creador –lo cual es verdad cuando todo lo coloca en Dios, y en todas las cosas solamente mira a Dios-, siempre suspira, siempre anhela en todas las cosas no ver sino a Dios, y se enciende y abrasa del todo en servir a su Dios en todas las cosas.
¡Oh hombre feliz, que tendría una vida contemplativa con la activa! Porque así tendería al Señor, como Marta, pero de manera de no apartarse, como María, de los pies del Señor, tratando de conformarse a los espíritus angélicos que, sirviéndonos a nosotros, no dejan la contemplación divina.
Pues, ¿qué es esto –es decir, atender al Señor- sino, cuando atiende a un sano, cuando visita a un enfermo o lo sirve, ver siempre en ellos al Señor, y gozar de Dios en el prójimo? Cuando sirve al prójimo, no como hombre, sino como a Dios en el hombre. Todo lo refiere siempre a Jesús, quien dice: “Lo que hicisteis a uno de mis pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Y así, cuando ve en el lecho al prójimo enfermo, le parece que ve a Cristo; y por eso nada de lo que hace por los enfermos y desolados le parece difícil para sí, sino que todo lo juzga dulce, todo suave, todo amable, cuando así atiende a Cristo en el prójimo.
Por lo tanto, con todo el empeño del ánimo tratemos de alcanzar esta gracia. ¿Quién, por lo demás, tendrá horror de un leproso, evitará a un enfermo, será indiferente ante un desolado, si ve en ellos a Cristo, pensando que más podemos allí merecer y agradar a Dios que si atendiéramos al mismo Cristo?
Y si no podemos, hermanos, prestar nuestros servicios a todos los necesitados -porque son muchos los indigentes- por lo menos démosles a todos nuestra compasión, y en todos considerémoslo a Cristo en la tierra, al mismo no lo tendríamos en el cielo. Oye lo que él mismo nos dice: “Estaba enfermo, y no me visitasteis, etcétera. Id, malditos, etcétera” (Mt 25, 42. 44). Y bien sabéis que estas no son palabras mías, sino de la inefable verdad.
Temamos, por tanto, hermanos, esta sentencia, nosotros que tantas veces miramos con indiferencia a uno de esos pequeños en los que está Cristo. No le interroguemos ni le digamos: “¿Dónde yaces? ¿Dónde descansas al mediodía?” (Cant 1, 6), porque ya conocemos el lugar: él yace en donde están los enfermos, y no nos resta sino prestarle auxilio.
Oíd, os ruego, mi consejo, y no miréis lo que yo hago.
El que quiere, como dije tener una vida contemplativa con la activa, de manera que contemple a su Señor en todas las cosas que hace, me parece este es un camino breve y bueno; es decir, que recogiéndose totalmente entre en su corazón, y penetrando en lo íntimo del mismo se transforme en Dios, de manera que nada vea ni sienta sino a Dios; y entonces, de algún modo así deificado y transformado en Dios, a cualquier parte se vuelva, nada considerará sino a Dios, y cualquier cosa que haga, no estimará hacerlo por un hombre, sino sólo por Dios. Y mientras viva así,en todas las cosas verá a Dios y gozará de una vida contemplativa en el trabajo activo.
Y si sucediera-como sucederá sin duda-el apartarse a esta noble forma de vida, trate el hombre de volver al momento a la misma; y esto lo ha de hacer varias veces, hasta que llegue a ser él como un hábito. Y crea que esto lo conseguirá, más por gracia y dispensación divina, que por alguna industria humana. Y si todo esto le parece demasiado difícil, al menos tienda a buscar hacer, en todas las cosas, lo que sea más agradable a Dios, conforme al modelo de Cristo, útil a sí y al prójimo. Lo cual nos conceda aquel que es bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén!

2. En su Contemplación para alcanzar amor (EE 230), San Ignacio presenta sus consejos para poder alcanzar, en cualquier acción de la vida, la contemplación en todas las cosas”.

En el punto primero, por ejemplo (EE 234), nos propone la acción de gracias que , de los modos de orar, es el que-junto con la alegría-San Pablo nos propone con más frecuencia(1 Tes 5,17-18, con nota de BJ), como modo de orar y de “contemplar a Dios en todas las cosas”.

En el punto segundo(EE 235) nos recuerda:

“Como Dios habita en las criaturas, en los elementos dando el ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando a entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando y haciéndose entender; así mismo haciendo templo de mí siendo creado a la similitud e imagen de su divina Majestad.”

Más aun, como dice en el punto tercero (EE 236): “Dios trabaja por mí en todas las cosas creadas sobre la haz de la tierra”.
Este trabajo de Dios se manifiesta, por ejemplo, en las “mociones espirituales, así como consolaciones y desolaciones y en la agitación de los varios espíritus”(EE 6): son las señas de los llamados del Señor, que podemos conocer en nuestra vida cotidiana discerniendo los “dos pensamientos o espíritus que vienen de fuera, el uno que viene del buen espíritu y el otro del malo”(EE 32) y que se dan en los acontecimientos de nuestra vida.
Así es como podemos encontrar, en cualquier cosa que nos sucede, a ese Dios activo en nosotros y en las personas de nuestra vida.

Con frecuencia San Ignacio se refiere, en las Constituciones y Cartas, a este tema de “buscar en todas cosas a Dios nuestro Señor”:

Por ejemplo, en Const. 288, cuando nos dice:

“Todos se esfuercen de tener la intención recta, buscando en todas cosas a Dios nuestro Señor, apartando, cuando es posible, de sí el amor de todas las criaturas, por ponerle en el Creador de ellas, él en todas amando y a todas en él, conforme a su santísima y divina voluntad.”

Trata con frecuencia de que “cada uno debe procurar reconocer a Dios nuestro Señor en otro como en su imagen” /Const. 250).
Por ejemplo, en la carta 35:

“Mirad también nuestros prójimos como una imagen de la Santidad Trinidad, y capaz de su gloria, a quien sirve el universo, miembros de Jesucristo, redimidos con tantos dolores, infamias y sangre suya” (cf. Carta 170, al P. de Boris).

O como dice en la carta 66, al padre Brandao, a la 6ª pregunta:

“Buscar la presencia de Dios nuestro Señor en todas las cosas, como en el conversar con alguno, andar, ver, gustar, oír, entender y en todo lo que hiciéremos, pues en verdad que está su divina Majestad por presencia y esencia en todas las cosas.”

Llama la atención sobre la importancia de la voluntad de Dios en todo lo que hacemos, de manera que:
“No hallen, si es posible, menos devoción en cualquier obra de caridad y obediencia que en la oración, pues no deben hacer cosa alguna sino por servicio y amor a Dios nuestro Señor, y se debe hallar cada uno más contento en aquello que le es mandado, pues entonces no puede dudar que se conforma con la voluntad de Dios nuestro Señor”
(Carta 67, al padre Fernández, 6º: cf. Const 340).

Recomienda:

“Ofrecer a Dios nuestro Señor muchas veces sus estudios y trabajos de ellos(habla a estudiantes; pero lo mismo vale cualquier cosa que uno hace por voluntas de Dios), mirando que por su amor los aceptamos, posponiendo nuestros gustos, para que en algo a su Majestad sirvamos, ayudando a aquellos por cuya vida él murió”(Carta 66, al padre Brandao, a la 6ª pregunta).

Recomienda también el esforzarse en “tenerle presente a Dios nuestro Señor, recordando a menudo que todo nuestro corazón y hombre exterior está presente a su infinita sabiduría”(Carta 170, al P. de Bonis). O sea, el ejercicio que recomienda en la Tercera adición, al comienzo de cada momento de oración, “considerando cómo Dios nuestro Señor me mira, etcétera”(EE 75), sintiéndome siempre en todo momento-como es verdad-bajo la mirada del Señor.

Varias son, pues, las “industrias humanas” que podemos usar; pero, como vimos decía Santiago de Milán, debemos creer que vamos a conseguir la contemplación en la acción, “más por gracia y dispensación divina, que por alguna industria humana”.

Buscar y hallar a Dios en todas las cosas

“Hay que encontrar a Dios en todas las cosas” es una de las frases con la que Nadal, gran conocer del espíritu de San Ignacio, ha resumido o recapitulado la experiencia de Dios en la acción, después de haber hecho lo mismo con la experiencia de Ignacio en la acción. Pero, ¿qué quiere decir buscar y hallar a Dios “en todas las cosas”? O sea, ¿Cómo buscar a Dios y hallar no solo en el ambiente calmo y reposado de la oración en soledad _ ¡donde a veces nos cuesta encontrarlo sensiblemente!_, sino también en una vida agitada por los acontecimientos.

1. En nuestra vida – como en la se San Ignacio en pleno siglo XVI -, hay mil problemas de trabajo, de relaciones sociales, de situaciones económicas y políticas, etc., que constituyen la trama ordinaria de cualquier vida cotidiana, sobre todo en las personas que tienen responsabilidades serias respecto de los demás: ahora un llamado telefónico, después una carta que nos surge contestar; ahora un viaje, después una entrevista; y así sucesiva e indefinidamente, los problemas surgen y debemos solucionarlos.

Asi es la vida y en medio de esa vida agitada debemos buscar “una sola cosa” (Lc. 10, 42), “un tesoro escondido” (Mt. 13, 44), “una perla preciosa” (ibid., 45-46). ¿Cómo?

2. Lo primero que decimos es que en la frase de Nadal, síntesis del espíritu ignaciano, está latente una concepción activa de Dios que nos conviene explicitar: no se trata solamente de un Dios como lo puede buscar un contemplativo – “ora et labora”, decía San Benito, que alternaba oración y trabajo, pero en todo buscando a Dios -, sino de una búsqueda de Dios que es peculiar y propia del hombre activo. Y a un hombre activo no le interesa tanto el ser de Dios o su esencia, sino su acción en nosotros y en nuestros prójimos.

En otros términos – y como dice San Ignacio con frecuencia en los ejercicios, Constituciones y Cartas _, se trata de “buscar y hallar la voluntad de Dios” en nuestra vida (EE 1).

Para San Ignacio, es la voluntad de Dios – “la acción del Señor que es Espíritu””, como dice San Pablo en 2 Cor 3, 18 – la que determina que en unos momentos haga oración retirada y en otros – los más durante un dia ordinario – trabaje en bien de los prójimos.

Siempre – sea haciendo oración, sea trabajando – San Ignacio busca a ese Dios activo, a esa voluntad Divina que lo guía en todas las cosas que hace, sea en la soledad, sea en el trabajo.

3. Una aproximación a esta manera de “buscar y hallar a Dios en todas las cosas” la podemos lograr si recordamos lo que con frecuencia nos dice: los acontecimientos de la historia son maestros que Dios no da para guiarnos ( la historia es maestra de la vida).
¿Cómo nos guía Dios a través de los acontecimientos?
Pues de la misma – o análoga – manera como nos guía a través de su Palabra revelada.

Tenemos que comprender que los acontecimientos de nuestra vida ordinaria provocan en nosotros acciones encontradas (como nos sucede cuando leemos u oímos la Palabra inspirada, contenida en la Escritura) : nos sentimos contentos o tristes, ansiosos o libres; experimentamos deseos o repulsiones; formamos juicios o tomamos decisiones ( EE 176, “Segundo tiempo para hacer sana y buena elección”).

O bien “Dios nuestro Señor – en ese acontecimiento, en esa palabra de la Escritura – así mueve y atrae la voluntad que, sin dudar ni poder dudar, la tal ánima – persona – devota sigue lo que le es mostrado” (EE 175, “primer tiempo para hacer la elección”).

O bien, finalmente, “cuando el ánima no es agitada de varios espíritus y uso de sus potencias naturales libre y tranquilamente, razonando cuantas ventajas o provechos se siguen con tener, y por el contrario, los inconvenientes y peligros que hay en el tener” y, luego, razonando los provechos y peligros en el no tener, termina la persona por descubrir la voluntad de Dios (EE 177-178).De estas tres maneras Dios nuestro Señor nos guía – a través de los acontecimientos de nuestra vida o de su palabra inspirada -; pero la que hemos mencionado en primer término – en 3.1- no solo es la más frecuente son también la más olvidad por las personas que llevan vida espiritual.

No hay persona espiritual que, cuando siente que Dios “sin dudar ni poder dudar” le pide algo, se lo vaya a negar. Ni hay persona que, cuando pondera las ventajas y desventajas de algo, no siga luego lo que se le manifiesta como más ventajoso o no se aparte de lo que siente como más desventajoso para él.

En cambio, la agitación en que nos pone un acontecimiento (acción o palabra, propia o ajena) es a veces – tal vez con demasiada frecuencia – la razón más fuerte para dejar de pensar en ese acontecimiento de nuestra vida.
Sin embargo, esa agitación era para San Ignacio muy importante.

Tanto que en sus Ejercicios la ausencia de tal agitación era motivo para “mucho interrogar acerca de los ejercicios – u horas de oración -, si los hace a sus tiempos y cómo” (EE 6). Como si San Ignacio estuviera seguro de que el hacer Ejercicios como se debe trae necesariamente a que el ejercitante sienta “mociones espirituales en su ánima, así como consolaciones y desolaciones, y el ser agitado de varios espíritus” (ibid.)

4. ¿Cómo, pues, aprovechar la agitación en que un acontecimiento o Palabra inspirada nos pone, para descubrir a través de ella la voluntad de Dios, descubriendo allí “la acción del Señor que es Espíritu” (2 Cor 3,18)?

Lo primero que tenemos que tratar es hacer completamente conciente esa agitación y tratar de determinar con claridad en que momento de nuestra acción u oración se produjo.

No debemos pasar por alto cualquier agitación o variedad de espíritu, sino prestar la mayor atención posible a la misma.

Es el primer paso para poder aplicar las reglas de discernir ignacianas: sentir intensamente la agitación y caer en la cuenta del momento en que se produjo en nosotros.

En segundo lugar, hay que tratar de conocer los espíritus que e ese momento nos mueve en sentido contrario.

a. El Espíritu de Dios entra con dulzura y calma: “en los que van de bien en mejor, el buen ángel toca a la tal ánima dulce, suave y levemente, como gota de agua en la esponja” (EE 335).

Nos da confianza y ánimo para que avancemos por el buen camino, pues “propio es del buen espíritu dar ánimo y fuerzas, consolaciones, lágrimas, inspiraciones y quietud, facilitando y quitando impedimentos para que en el bien obrar proceda adelante “ (EE 315).

b. Por el contrario, todo lo que nos inquieta, descorazona – sobre todo cuando viene después de una gracia -,nos repliega sobre nosotros mismos (“no te metas”…) – sobre todo, cuando toma forma de una pregunta que nos frena (“¿Quién te mete a redentor..?”)-, no viene del buen espíritu, sino del que le es contrario (del enemigo de la naturaleza humana, como dice con frecuencia.

c. A veces la gracia se adelanta y nos inclina, nos atrae hacia algo, nos mueve a la oración o a que digamos o hagamos algo concreto y determinado. Entonces surge en nosotros el mal espíritu y nos desanima, trata de disuadirnos con mil razones falsas (EE 315) e incluso trata de hacernos olvidar la gracia recibida, poniendo impedimentos, inquietando con falsas razones.

Pues bien, como decía Nadal: “la desolación o tentación”, cuando viene después de la consolación – o gracia -, suele ser confirmación de la misma.

d. A veces el mal espíritu nos pone tensos o tristes pues “propio del mal espíritu es morder y entristecer…” (EE 315). Como dice San Ignacio escribiendo a una monja, el mal espíritu “nos pone tristes, sin saber nosotros porque estamos tristes” (carta 5). Quiere, por así decirlo, alejarnos de lo que estamos haciendo.

Pues bien, en esos momentos de desolación:

“No hacer mudanza – o sea, no cambiar – mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el dia antecedente a tal desolación, o en la determinación en que estaba en la antecedente consolación…porque, así como en la consolación nos guía y aconseja más el buen espíritu, así en la desolación nos inspira más el malo, con cuyos consejos no podemos tomar camino acertado” (EE 318).

5. En la “variedad de espíritus” (confianza y temor, paz y turbación, alegría y tristeza, etc), Dios nos educa y nos ayuda a discernir y, consiguientemente, a tomar decisiones.

Son, pues, momentos privilegiados: no los debemos temer, sino aprovecharlos para encontrar a Dios en todas las cosas. A través de ellos podemos hacernos cada día más sabios y más discretos y, a la vez, podemos hacernos cada vez más capaces de ayudar a los demás.

Así es cómo, podemos (buscar y hallar a Dios – o sea – su voluntad en todas las cosas y en todo momento, cuando esto es posible a un hombre, ayudado por la gracia, por ejemplo “en el conversar con alguno, andar, ver, gustar, oír, entender y en todo lo que hiciéramos” (carta 66, N.6)

Podría ser que el momento de “agitación” se nos pase, sin haber prestado atención.

Pues bien, podríamos recordar esos momentos en el momento del examen de conciencia y hacer discernimientos sobre ellos, para ver la acción del bueno y del mal espíritu. Como dice la CG 32 a todos los jesuitas y a los que siguen la espiritualidad ignaciana: “El medio recomendado por San Ignacio para que continuamente nos rija el espíritu de discreción espiritual es la práctica cotidiana del examen de conciencia” (Decreto 11 – N.38).