Día 8: El nacimiento del Señor

viernes, 6 de marzo de 2020
image_pdfimage_print

06/04/2020 – En la ejercitación de hoy nos detenemos en el evangelio de San Lucas 2, 1-18, vamos a contemplar el nacimiento de Jesús. “Dios que se ha hecho uno de nosotros, ha venido a nacer en un pueblo perdido, que ni siquiera es ubicado en el mapa.” El padre Javier nos recuerda que “en principio no hay lugar para ellos hasta qué logran encontrar el pesebre. Allí en la oscuridad de la noche, en el silencio de ellos el llanto del niño abre al tiempo nuevo que nace. Lo soñado está naciendo, lo que esperábamos está llegando. Todas las promesas de Dios se hacen realidad en la persona del Señor. Allí el Señor nos invita a abrirnos a su gracia.”

 

Momentos de la oración:

 

Oración preparatoria: pedir gracia a Dios nuestro Señor para que todas mis intenciones, acciones y operaciones (el ejercicios de hoy) se ordenen puramente al servicio y alabanza de Dios.

Petición: interno conocimiento de nuestro Señor Jesucristo para más amarlo y mejor servirlo

Traer la historia: el nacimiento de Jesús (Lc 2, 1-18)

Coloquio: dialogar con el Señor sobre este acontecimiento maravillo del nacimiento de Jesús en un pesebre. ¿Qué me despierta? ¿A qué me invita?

Examen de la oración: ¿Cómo me fue? ¿Qué pasó en la oración? ¿Recibí alguna invitación del Señor?

 

Oración para el fin de semana:

Repetición del ejercicio dónde me fue muy bien (porque hay más gracia) o donde me fue muy mal (porque hay una gracia que me está esperando)

 

Catequesis completa

 

El capítulo 2 de Lucas recoge los hechos históricos ciertos, pero los reviste del ropaje midráshico con los que los ha revestido la comunidad judeocristiana. Podemos, pues, leerlo, distinguiendo en él dos planos: los hechos históricos, y el ropaje midráshico.

1. Midrash es una búsqueda o penetración del texto sagrado, para encontrar en él su significación profunda. Es, a menudo, una reflexión que tiene por objeto responder a un problema o a una situación nueva surgida en el curso de la historia del pueblo de Dios, incorporando a la revelación un dato nuevo, prolongando con audacia las virtualidades de la Escritura.
Uno de los procedimientos corrientes del midrash consiste en describir un acontecimiento actual –pasado o futuro- a la luz de uno pasado, retomando los mismos términos para señalar su correspondencia y compararlos. Son como “reminiscencias” de otros textos de la Escritura en el texto que se está redactando.

Por ejemplo, el relato de la natividad, a la luz de la profecía de Miq 5, 1-5:

1. Mas tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá. 5. Subió a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén. 2. Hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar ha luz 6. Y sucedió que se le cumplieron los días de alumbramiento y dio a luz. 3. Él pastoreará (su rebaño) con el poder de Yahveh, con la gloria del nombre de Yahveh su Dios 8. Había unos pastores en la misma comarca. 4. Él será la Paz 9. La gloria del Señor los envolvió con su luz. 14. Paz a los hombres.

Se puede añadir la analogía entre el Mesías de Miqueas, dominador (5, 5b), y el Mesías de Lucas, hijo de David (2, 4. 11), salvador y Cristo Señor (2, 11); y entre “los confines de la tierra” (Miq 5, 3) y “todo el mundo” (Lc 2, 1).

Además, entre Miq 4, 8-10 y Lc 2, 4. 7. 8 hay, como idea común, el dar a luz fuera de la ciudad, en el campo, en los pastizales de Belén, donde David había pastoreado sus rebaños.

2. El historiador Lucas sitúa la historia de la salvación en el curso de la historia universal: el emperador romano Augusto reina sobre la tierra entera, sobre los países comprendidos en el Imperio Romano. Como dice un autor contemporáneo, Augusto dio nuevo aspecto al mundo entero. La Providencia, que gobierna a toda vida, colmó a este hombre de grandes dotes para bien de los hombres. En su aparición se han colmado las esperanzas de los antepasados y, en su tiempo, el nacimiento de Dios ha introducido la Buena Nueva y ha comenzado un nuevo cómputo del tiempo.

Mediante una disposición suya (Lc 2, 3-1), el emperador Augusto, que reina sobre el mundo, se pone, sin tener conciencia de ello y conforme al designio de la divina Providencia, al servicio del verdadero Salvador del mundo, en quien se cumple lo que los hombres habían expresado de Augusto y que él no pudo dar hasta cierto grado, pero no en su plenitud.

El censo abarcaba dos cosas: un registro de la propiedad rústica y urbana (para fines del catastro) y una estimación de sus valores para el cálculo de los impuestos.

También las mujeres debían comparecer con sus maridos ante los funcionarios. Y así María, con José, se dirigió a Belén, la ciudad de José, en la que tendría alguna propiedad.

Dios pone la historia del mundo a servicio de la historia de la salvación. Subordina a sus eternos designios la orden de Augusto. El Mesías tenía que nacer en Belén: procede de la casa de David y poseerá el trono de su padre, como lo profetizaba Miq 5, 1: “Mas tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar a Israel y cuyos orígenes son antigüedad, desde los días de antaño”.

El relato del nacimiento es introducido solemnemente en el estilo de la Biblia: “Y sucedió que, mientras ellos (María y José) estaban allí, se le cumplieron los días de alumbramiento y María dio a luz su hijo primogénito” (Lc 2, 6-7)

Jesús está sujeto a la ley de Augusto y a la ley de la naturaleza: es obediente a Dios y a los hombres. El nacimiento se refiere con sobriedad, con sencillez, objetivamente, en pocas palabras: “Dio a luz a su hijo”. María trajo al mundo a su hijo con verdadera maternidad: de Isabel se dijo que “tuvo un hijo” (Lc 1, 57); de María, que “dio a luz a su hijo”.

La concepción virginal resuena en todas partes. Dio a luz a su hijo primogénito. ¿Se dice esto porque fuera Jesús el primero de varios hijos varones? La palabra no exige necesariamente esta interpretación. Una inscripción funeraria del siglo V d.C., hallada en Egipto, da buena prueba de ello. Una joven mujer, difunta, se expresa así: “En los dolores de parto del primogénito, me condujo el destino al término de la vida”.

Lucas elige este título de “primogénito” porque Jesús tenía los deberes y los derechos del primogénito (Lc 2, 23) y porque era el portador de promesas.

María presta a su Hijo los primeros servicios maternos: “Lo envolvió en pañales” (Lc 2, 7). Los niños recién nacidos se envolvían fuertemente en jirones de tela a fin de que no pudieran moverse, porque se creía que así crecerían derechas sus extremidades. “Lo acostó en un pesebre”, como en el que comen los animales. Este detalle de que el Niño recién nacido tuviera como primera cuna un pesebre es explicado por Lucas con estas palabras: “porque no tenían sitio para ellos en el alojamiento”.

María y José, llegados a Belén, habían buscado alojamiento en un albergue de caravanas. Era este un lugar, por lo general al descubierto, rodeado de una pared con una sola entrada. En el interior a veces había un pórtico o corredor de columnas alrededor, que en algún tramo podía estar cerrado con pared, formando un local grande o varios pequeños. En medio, en el patio, estaban los animales; las personas se cobijaban en el pórtico, estando reservados los espacios cerrados a los que podían permitirse aquel “lujo”. Cuando María sintió que se acercaba su hora, no había allí lugar para ella. Se fue a un sitio utilizado como establo; en efecto, donde había un pesebre, debía haber un establo.

Así el Señor prometido es un niño pequeño, incapaz de valerse por sí mismo, acostado en un pesebre. Se despojó, se humilló y tomó la forma de esclavo. Como dice san Pablo: “conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo: cómo por nosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros fuerais enriquecidos con su pobreza” (2 Cor 8,9).

3. Ignacio añade (EE 264, 3er punto) que “llégose una multitud del ejército celestial que decía: gloria a Dios en los cielos” (Lc 2, 13-14).

Al mensaje del nacimiento, se añade la alabanza angélica: un responsorio hímnico de una multitud de los ejércitos celestiales. Los ejércitos celestiales son –según la concepción de los antiguos- las estrellas, ordenadas en gran número en el cielo y trazando sus órbitas, pero también los ángeles que las mueven. Los ángeles forman la corte de Dios, que es llamado “Dios Sebaot (de los ejércitos)”.

Al introducir al Primogénito en el mundo, dice Dios: “Adórenle todos los ángeles de Dios” (Heb 1, 6). Los ángeles se interesan vivamente en el acontecimiento salvífico: son “espíritus seguidores (de Dios) con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación” (Heb 1, 14).

El canto de los ángeles es una aclamación mesiánica: no es de deseo, sino proclamación de la obra divina; no es ruego, sino solemne homenaje de gratitud. En dos frases paralelas se expresa lo que el nacimiento de Jesús significa en el cielo y en la tierra, para Dios y para los hombres. Dado que el cielo y la tierra están afectados por este nacimiento, tiene este un alcance universal.

“Gloria a Dios en las alturas”: Dios habita en las alturas; y en el nacimiento de Jesús, Dios mismo se glorifica. En él da a conocer su ser: Jesús es revelación acabada de Dio, reflejo de su gloria (Heb 1, 3). Él anuncia la soberanía de Dios, la trae y la lleva a su perfección. En él se hace visible el amor de Dios (Jn 3, 16). Al final de su vida podrá decir: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar” (Jn 17,4).

“Y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace”. En la tierra viven los hombres y por el recién nacido reciben la paz. Jesús es Príncipe de la paz (Is 9, 5). La paz encierra en sí todos los bienes salvíficos (Is 11,6). La paz es restauración con creces de todo lo que los hombres habían perdido por el pecado. Es fruto de la alianza que había concluido Dios con Israel y que es renovada por Jesucristo.

Los hombres reciben paz porque Dios les ha mostrado su complacencia, su favor, su amor. Jesús garantiza a los hombres la complacencia y el amor de Dios: sólo por él puede salvarse el hombre. El himno angélico extiende la complacencia divina a todos los hombres.

El anuncio solemne del ángel exalta al recién nacido como Rey-Mesías, como príncipe de la paz, que reconcilia y reúne el cielo con la tierra. Y este canto angélico dice relación con la aclamación del pueblo que acompaña a Jesús en su entrada a Jerusalén al comienzo de su pasión: “Bendito el rey que viene… paz en el cielo y gloria en las alturas” (Lc 19,38).