Día de los santos difuntos

lunes, 2 de noviembre de 2015
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Tumba

02/11/2015 – Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda.

Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: ‘Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo,porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver’.

Los justos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?’. Y el Rey les responderá: ‘Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo’.

Luego dirá a los de su izquierda: ‘Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron’.

Estos, a su vez, le preguntarán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?’.

Y él les responderá: ‘Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo’.  Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna”.

Mt 25,31-46

 

 

Hoy en el día de los fieles difuntos, fiesta que va de la mano a la de ayer, la fiesta de los santos, que se relacionan mutuamente. A nosotros también, la muerte nos produce dolor y nos despierta compasión. Nos reunimos en torno al cajón, pero para estar junto a los familiares, y acompañarlos. Ante la muerte siempre hay dolor, algo profundamente humano. Ante la muerte necesitamos sentirnos acompañados, por eso es una obra de misericordia saber estar en los momentos de dolor y muerte.

Para los cristianos, la muerte no tiene la última palabra. Nos congrega el Viernes Santo, pero a la luz de la Pascua. Nos viene bien recordar que la piedra fue removida y no por hombres. La resurrección y la vida son más fuertes que la muerte. 

La tentación es seguir mirando a los muertos, sin levantar la mirada a la vida del Resucitado. “El que crea, aunque muera, vivirá”. Claro que no lo podemos ver con ojos humanos, que nos supera, y nos exige adentrarnos en el corazón del Señor, vivir con Él para resucitar con Él. Esta es la gran novedad que Dios nos trae: la vida vence siempre, la resurrección es una fuerza imparable.

En el centro de nuestra fe no está el crucificado, la muerte, sino la Resurrección. La cruz es el gran signo de cuánto amor de Dios por nosotros. Somos profetas de la vida, creemos en Alguien que nos amó hasta el extremo de entregar su vida. Por eso la Iglesia celebra la fiesta de los fieles difuntos muy vinculada a la de todos los santos. Ayer celebrábamos a los que ya están con Dios, participando de su mesa, contemplando su rostro. Hoy nos detenemos en la ausencia, en el recuerdo agradecido, en el reposo de la espera del despertar final, cuando el mismo Cristo nos despertará. Jesús para el cristiano no es una idea ni un código de preceptos, sino la experiencia de encuentro con una persona. El día de nuestra muerte, cuando abramos los ojos, seremos saciados por el gran abrazo de Cristo. 

Nadie nos quita el dolor de la poda, son ausencias, cicatrices de amor que sólo sanan con presencias de amor. Nuestra tierra definitiva no está acá sino en el cielo, lo que no implica que sepamos fugitivos. 

“Mis padres perfumaron mi casa. Cuando las flores son tan fuertes, aunque las saquemos, dejan su fragancia” recordaba un obispo de Buenos Aires, que en un encuentro de niños, hablaba sobre los muertos.  Por eso nos invitaba a recordar siempre a nuestros seres queridos para que no se pierda siempre la fragancia que han derramado.

Por ahí ante la muerte de un ser querido, nos cuesta hablar de los muertos, sobretodo con los más chicos. Es algo natural, la muerte forma parte de la vida. Evidentemente hay muerte que nos duelen de un modo especial, de un niño, de un bebé, o muertes en situaciones dramáticas. Si nosotros no iluminamos la muerte desde la resurrección de Jesús, no podremos encontrar respuestas a la muerte. Creemos en un Dios hecho hombre, que compartió todo lo humano por amor, y que plenamente libre entregó su vida en la cruz. Adoptamos en el Hijo, viviremos por el Hijo.

Morir en Cristo

Miércoles 27 de noviembre 2013 en donde el Papa Francisco iba terminando una serie de catequesis sobre el credo. Ante la muerte lo primero que hay que hacer es callar, estar en silencio frente al ser querido, y no llenar los espacios con muchas palabras o razones. Transcurrido un tiempo, sí son necesarias algunas palabras sobre lo acontecido.

“Hay una forma equivocada de mirar la muerte. La muerte nos atañe a todos, y nos interroga de modo profundo, especialmente cuando nos toca de cerca, o cuando golpea a los pequeños, a los indefensos, de una manera que nos resulta «escandalosa». A mí siempre me ha impresionado la pregunta: ¿por qué sufren los niños?, ¿por qué mueren los niños? Si se la entiende como el final de todo, la muerte asusta, aterroriza, se transforma en amenaza que quebranta cada sueño, cada perspectiva, que rompe toda relación e interrumpe todo camino. Esto sucede cuando consideramos nuestra vida como un tiempo cerrado entre dos polos: el nacimiento y la muerte; cuando no creemos en un horizonte que va más allá de la vida presente; cuando se vive como si Dios no existiese. Esta concepción de la muerte es típica del pensamiento ateo, que interpreta la existencia como un encontrarse casualmente en el mundo y un caminar hacia la nada. Pero existe también un ateísmo práctico, que es un vivir sólo para los propios intereses y vivir sólo para las cosas terrenas. Si nos dejamos llevar por esta visión errónea de la muerte, no tenemos otra opción que la de ocultar la muerte, negarla o banalizarla, para que no nos cause miedo.

Pero a esta falsa solución se rebela el «corazón» del hombre, el deseo que todos nosotros tenemos de infinito, la nostalgia que todos nosotros tenemos de lo eterno. Entonces, ¿cuál es el sentido cristiano de la muerte? Si miramos los momentos más dolorosos de nuestra vida, cuando hemos perdido una persona querida —los padres, un hermano, una hermana, un cónyuge, un hijo, un amigo—, nos damos cuenta que, incluso en el drama de la pérdida, incluso desgarrados por la separación, sube desde el corazón la convicción de que no puede acabarse todo, que el bien dado y recibido no fue inútil. Hay un instinto poderoso dentro de nosotros, que nos dice que nuestra vida no termina con la muerte.

Esta sed de vida encontró su respuesta real y confiable en la resurrección de Jesucristo. La resurrección de Jesús no da sólo la certeza de la vida más allá de la muerte, sino que ilumina también el misterio mismo de la muerte de cada uno de nosotros. Si vivimos unidos a Jesús, fieles a Él, seremos capaces de afrontar con esperanza y serenidad incluso el paso de la muerte. La Iglesia, en efecto, reza: «Si nos entristece la certeza de tener que morir, nos consuela la promesa de la inmortalidad futura». Es ésta una hermosa oración de la Iglesia. Una persona tiende a morir como ha vivido. Si mi vida fue un camino con el Señor, un camino de confianza en su inmensa misericordia, estaré preparado para aceptar el momento último de mi vida terrena como el definitivo abandono confiado en sus manos acogedoras, a la espera de contemplar cara a cara su rostro. Esto es lo más hermoso que nos puede suceder: contemplar cara a cara el rostro maravilloso del Señor, verlo como Él es, lleno de luz, lleno de amor, lleno de ternura. Nosotros vayamos hasta este punto: contemplar al Señor.

En este horizonte se comprende la invitación de Jesús a estar siempre preparados, vigilantes, sabiendo que la vida en este mundo se nos ha dado también para preparar la otra vida, la vida con el Padre celestial. Y por ello existe una vía segura: prepararse bien a la muerte, estando cerca de Jesús. Ésta es la seguridad: yo me preparo a la muerte estando cerca de Jesús. ¿Cómo se está cerca de Jesús? Con la oración, los sacramentos y también c0n la práctica de la caridad. Recordemos que Él está presente en los más débiles y necesitados. Él mismo se identificó con ellos, en la famosa parábola del juicio final, cuando dice: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme… Cada vez que lo hiciste con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hiciste» (Mt 25, 35-36.40). Por lo tanto, una vía segura es recuperar el sentido de la caridad cristiana y de la participación fraterna, hacernos cargo de las llagas corporales y espirituales de nuestro prójimo. La solidaridad al compartir el dolor e infundir esperanza es prólogo y condición para recibir en herencia el Reino preparado para nosotros. Quien practica la misericordia no teme la muerte. Pensad bien en esto: ¡quien practica la misericordia no teme la muerte! ¿Estáis de acuerdo? ¿Lo decimos juntos para no olvidarlo? Quien practica la misericordia no teme a la muerte. ¿Por qué no teme a la muerte? Porque la mira a la cara en las heridas de los hermanos, y la supera con el amor de Jesucristo.

Si abrimos la puerta de nuestra vida y de nuestro corazón a los hermanos más pequeños, entonces incluso nuestra muerte se convertirá en una puerta que nos introducirá en el cielo, en la patria bienaventurada, hacia la cual nos dirigimos, anhelando morar para siempre con nuestro Padre Dios, con Jesús, con la Virgen y con los santos.