Día del Sagrado Corazón, fiesta de la misericordia

viernes, 27 de junio de 2014
image_pdfimage_print

27/06/2014 – En la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús descubrimos a un Dios que se nos presenta como "manso y humilde de corazón", que prefiere a los débiles y refleja las entrañas de misericordia del Padre.

 

Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".

Mt 11,25-30

 

Que el pecador se convierta y viva

La invitación que Jesús nos hace en esta solemnidad del Sagrado Corazón, es volver desde lo más profundo de nuestro ser a Él. Tiene que ver con liberar todas nuestras cargas en Jesús y llevar una mucho más liviana y suave que da Jesús. Cargas de legalidad, de “deber ser”, de cumplimientos, de presiones, etc que debemos abandonar para dejarnos llenar del amor de Dios.

En ese proceso de transformación y cambio, de dejar las estructuras de las armaduras pesadas que cubren nuestra fragilidad, para darle lugar a lo verdadero y débil que hay en nosotros, la palabra nos invita a dejarnos fortalecer por Dios. De ahí el camino de la misericordia dejando de lado los grandes sacrificios con los que creemos merecer algo.

“Misericordia quiero y no sacrificios”, dice el profeta Óseas. Del paso del texto de Oseas a Jesús hay un profundo cambio, porque Jesús le da un sentido nuevo. En Oseas la expresión se refiere al hombre, a lo que Dios quiere de él. Dios quiere amor y reconocimiento, no sacrificios exteriores ni holocaustos de animales. En labios de Jesús, la expresión se refiere a Dios: el amor del que se habla no es el que Dios nos pide sino el que Dios nos da. “Misericordia quiero y no sacrificios” significa: quiero ser misericordioso, no vengo a condenar. Su equivalente bíblico lo leemos en Ezequiel: “no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.”

Dios no nos quiere condenar; nos quiere rescatar, salvar. Dios no quiere el sacrificio a toda costa, como si disfrutara viéndonos sufrir. Tampoco quiere sacrificios realizados para alegar derechos y méritos delante de Él, como si el que se sacrifica mejor alcanzara por merecimiento lo que buscaba. O un mal entendido sentido del deber: hay que hacer lo que está mandado porque Dios así lo dice, cueste lo que cueste, sin discernir demasiado si Dios así lo está pidiendo en ese momento, como si fuera un mandato de deber ser y no presencia de amor. Detrás del deber ser vienen estas cargas, sin entender las verdaderas posibilidades de la persona. “Misericordia quiero y no sacrificios” dice el Señor. Yo quiero ser misericordioso, dice la Palabra.

Pablo nos exhorta a hacer de toda nuestra vida una entrega sacrificial santa y agradable a Dios. El sacrificio sin sentido es masoquismo. Las dos cosas deben ir juntas para ser buenas: misericordia y sacrificio. Amor de misericordia que hace que nos sacrifiquemos por los demás, que nos entreguemos más a Dios sin olvidarnos de nosotros mismos.

 

 

Un corazón contrito y humillado

Todos hemos experimentado el ser rescatados, y expresamos “de la que me he salvado”. Incontables veces Dios nos salva, porque quiere nuestra salvación y no la muerte. Es el amor el que nos salva y nos rescata, y en cada gesto de amor hay algo de ese Amor suyo. Sólo nos queda confiar y abandonarnos a sus manos.

El don de la misericordia viene derramado en quien recibe a Dios con un corazón contrito y humillado. ¿Qué es la contrición del corazón por la gracia de la misericordia, y qué es la humildad? Desde una espiritualidad deformada nos representamos a la humildad y la contrición como fruto de un esfuerzo que nace de un arrepentimiento por el mal cometido, acompañado por la culpa de haber faltado a lo que estaba mandado.

Esta perspectiva culposa de la contrición y la supuesta humildad no es a la que nos invita la Palabra cuando habla de corazón contrito y humilde. La verdadera contrición y humildad nacen de un quebranto del corazón, fruto de una manifestación de la grandeza de Dios, que pone en evidencia nuestra pequeñez y pobreza.

Es la grandeza de Dios derramada sobre su pueblo la que genera en el hombre contrición y humildad. Su amor que se entrega nos conmueve y sacude.

La verdadera contricción y humildad sólo nace a partir del amor entrañable de Dios por cada uno de nosotros hasta el límite de entregar su propia vida. Tenemos muchos ejemplo de estos, como Pedro, cuando en la pesca milagrosa se ve desbordado por la misericordia de Dios. La intervención prodigiosa de Jesús le viene a revelar su pobreza y lo baja del pedestal de creerse el mejor. Por eso exclama: ¡apártate de mí, Señor, soy un pecador! La humildad no es tanto una virtud moral sino más bien teológica.

El salmo 51, por ejemplo, fue escrito por David luego que Natán le hubiera revelado el amor misericordioso de Dios y hubiera puesto de manifiesto la miseria con la que él había actuado al mandar a matar a Urías, el hitita, para quedarse con su mujer. Así, el gran rey David descubre su condición de miserable, cuando Dios, a través del profeta, le revela su mala conducta, con la delicadeza propia con la que Dios muestra lo que no está bien, dejando un dulce dolor que nos permite salir de donde estamos embarrados. Ahí es el quebranto frente al tremendo amor de Dios que nos rescata en nuestros momentos de mayor vulnerabilidad, de pecado y pobreza.

 

 

Por el camino de la contrición

Jesús quiere poner luz y claridad para comenzar a limpiar la vida. Así sucede con Zaqueo, al igual que las personas de la actualidad, que tras haber sido coimeros, traficantes de todo tipo, se detienen un momento en su vida y dicen “así no puedo seguir”, y Dios entra a su vida y lo invita a la conversión. Si lo dejan entrar, de esa mugre Dios saca brillo. Por el camino de un arrepentimiento que no culpabiliza y si libera.

Cuando el corazón humano se cansa de sí mismo y de repente Dios viene a su encuentro para revelarle el amor que tiene por el hombre, más allá de cómo el hombre está, se da la transformación. Allí se produce un rompimiento del corazón y ante la grandeza de Dios aparece, desde lo más profundo de nosotros, lo mejor que tenemos para dar. La contrición y la humildad como fruto de la grandeza de Dios que rompe el corazón endurecido, permite que desde adentro aparezca lo que estaba escondido.

Un corazón roto, humilde y contrito, aceptándose como es en la presencia de Dios, trae el mejor fruto. Es como cuando rompemos la nuez para comer el fruto que está dentro. Jesús quiere lo que está adentro, no cosas externas. Por eso dice misericordia y no sacrificios.

El Papa Francisco, en este tiempo, nos invita a ella. A liberarnos de nosotros mismos, de la autorreferencialidad, para abrirnos a la gracia de Dios y a sus caminos para nosotros.

 

 

La verdadera caridad nos cambia la mentalidad

Jesús nos conduce a una transformación de vida, a una metanoia, esto es una conversión, un cambio desde lo profundo, de raíz, de corazón, de centralidad de vida. No es un cambio cualquiera el que busca el Señor, es como un trasplante de corazón, por eso dice el Señor “les voy a arrancar el corazón de piedra y les voy a dar un corazón de carne”.

Dios toma la iniciativa y sabe lo que le pertenece: tu corazón tiene dueño, Dios. Por momentos Dios te suelta, como para que reflexiones y pegues la vuelta por tu propia decisión. Y otras veces te toma fuerte de la mano y te rescata, te arranca del lugar donde estás perdido y sin sentido, para devolverte la vida. Él viene a establecer un pacto de amor con nosotros, no quiere que nadie se pierda.

La conversión a la que invita Jesús es al Reino que viene: “Porque el Reino de Dios está cerca” , es decir, hay una propuesta de vida delante de ustedes a la que el Padre invita que se adhieran de todo corazón por lo cuál tienen que salir de ese modo que tienen de vivir, ese modo que tienen de actuar.

La conversión sólo se da cuando entendemos la propuesta del Reino de Jesús, si no entendemos la propuesta del Reino de Jesús vamos a tener “algunas acciones” que nos acercan más o menos a un modelo moral, ético, filosófico, de lo que entendemos es lo que Jesús nos dice, pero no estaremos entrando en esa corriente de vida a donde verdaderamente nos conduce Dios cuando nos llama a la conversión. Convertirse no es portarse un poco mejor, que sería cambiar una conducta.

Tampoco es pensar cómo Dios dice que tenemos que pensar en la Palabra, lo cuál sería entender que el llamado a la conversión es un cambio de pensamiento filosófico. Es cambiar de conducta, es pensar de una manera nueva, pero la motivación es la presencia de un modo de Vida, con mayúscula, que se nos ofrece en la Persona de Jesús. Nace del vínculo con la Persona de Jesús.

El corazón que se le va a arrancar al pueblo es el corazón endurecido, el que se niega a Dios, el que resiste a Dios y a su proyecto, y el que se le va a implantar es el Corazón de Jesús que late al ritmo de la voluntad del Padre. A éste camino lo llamamos “Penitencia Interior”. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: La Penitencia Interior es una reorientación radical de toda la vida, es un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión al mal con un sentimiento de repugnancia hacia las malas acciones que podemos haber cometido apartándonos del proyecto de Dios. Al mismo tiempo, la conversión interior o penitencia interior comprende el deseo y la resolución de vivir de una manera distinta.

 

Un camino interior

La esperanza está puesta en Dios y su misericordia, en Dios y su iniciativa. Cuando vos te das cuenta que la cosa no va más decís : Tengo que cambiar. Pero después que intentaste una y otra vez y te das cuenta que no va, que a pesar del intento, no alcanza, que no llegas, que te repetís, que en la misma piedra vuelves a tropezar, tu temperamento, tu carácter, tus gestos, tus actitudes, tu forma de pensar, tus prejuicios, tus juicios apresurados, tu manera de vincularte a vos mismo y a los demás, tu intolerancia…, cuando descubrimos que a pesar de todos los intentos no nos alcanza, entonces Dios dice: “Déjame que Yo ponga la mano. Déjame a mí que Yo puedo lo que vos no puedes”.

La Conversión Interior es la que hace esto. No es un intento o un esfuerzo nuestro. Es una Gracia de Dios que toma la iniciativa para cambiarnos: “Yo arrancaré un corazón de piedra, Yo les daré un corazón de carne”.

 

Padre Javier Soteras