Dios mora y se entrega en la simpleza de lo cotidiano

miércoles, 27 de diciembre de 2006
El primer día de la semana, María Magdalena se volvió corriendo a la ciudad para contarle a Simón y al otro discípulo a quien Jesús tanto quería, diciéndoles: ‘Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto’. Pedro y el otro discípulo se fueron rápidamente al sepulcro, salieron corriendo los dos juntos, pero el otro discípulo se adelantó a Pedro y llegó antes que él. Al asomarse al interior, vio que las vendas de lino estaban allí, pero no entró. Siguiéndole los pasos, llegó Simón, que entró en el sepulcro, comprobó que las vendas de lino estaban allí. Estaba también el paño que habían colocado sobre la cabeza de Jesús, pero no estaba con las vendas, sino doblado y colocado aparte. Entonces, entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó.

Juan 20; 2 – 8
Ante este texto evangélico es imposible no plantearse cómo poder sintonizarlo aún dentro de la octava de Navidad, ya que nos pone de cara a la celebración pascual, y pensar también acerca de cómo la Iglesia reflexiona pascualmente en este tiempo.

Es la fiesta de uno de sus santos evangelistas y apóstoles, San Juan, el autor del cuarto de los evangelios, de la Primera, Segunda y Tercera carta que se adjudica a la comunidad a la cual él pertenecía o a la escuela juánica.

Es que la Pascua y la Navidad están emparentadas en torno a la figura de Juan; la Iglesia en su liturgia nos invita a encontrar la cercanía entre el comienzo de la vida de Jesús en medio nuestro y la celebración pascual que supone la partida del Señor que, entregando su vida tras la pasión y su muerte, resucita, para enviarnos el Espíritu que nos acompaña en este tiempo. El parentesco que existe, desde la mirada de la fe, entre estos dos acontecimientos es lo mismo que ha ocurrido a lo largo del ministerio público de Jesús y de todo lo que ha acontecido en su vida oculta.

La clave mediante la cual se pueden sumar todos los hechos de la vida de Jesús, desde su nacimiento –que celebramos en la octava navideña-, su Pascua –que traemos a la memoria desde la perspectiva de San Juan- y su vida –lo que no conocemos de Él y sus tres años anunciando el Reino, la Buena Noticia- es el misterio de la Encarnación. Ella nos muestra el rostro cercano de Dios en realidades muy sencillas, desde donde somos invitados a entrar en este misterio.

Hay un texto que trata sobre esto y lo desconcertante que supone, para quienes no se acercan desde la fe a Jesús: “¿Acaso este no es el hijo de María y de José? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No viven sus hermanos entre nosotros?”, “¿No es este de Galilea?’ ‘¿Puede salir algo bueno de Nazareth?”, como decía Natanael. Es el misterio de la Encarnación el que nos muestra la gracia de la redención en signos pobres, como el de un Niño envuelto en pañales, el ser llamado “el hijo del carpintero, uno de nosotros”, un sepulcro abierto, las vendas y el sudario puestos en un lugar, la ausencia del muerto y la gracia de la resurrección para la fragilidad humana, desde aquel que se hizo pequeño por nosotros, para invitarnos a recorrer un camino nuevo con Él, desde nuestra pobreza, asumiendo el mismo Jesús nuestros pecados, invitándonos a superarlos con su presencia y su amor.

Es la Encarnación la que se hace presente como clave de interpretación de todo el misterio de la vida del Señor, no solo en su vida, pasión, muerte y resurrección, sino en su presencia en la comunidad, vivo Él en medio nuestro, reunidos en su nombre, por la gracia del Espíritu que nos hermana y en la fraternidad que nos revela su presencia, por obra del Paráclito. Así, somos invitados hoy a ir su encuentro bajo signos sencillos.

Hay también otras muestras pobres que son marcas de la encarnación de Jesús, donde podemos descubrirlo. La celebración de la Navidad tiene este don: puede hacer de lo asumido en nuestra propia historia, de lo cotidiano –familia, trabajo, servicio, oración- algo vivido desde un lugar renovado y resignificado. Somos invitados en este tiempo a entrar en lo nuestro con una mirada distinta, que nos permite ubicarnos frente a la vida con una actitud diferente. El mensaje de la Navidad es sencillo como nuestro mate y el pan casero… así Dios dice que se hace presente entre nosotros, en un bebecito envuelto en pañales, cuidado por una madre, cuidado por su padre y acompañado por lo que de manera sencilla hace a este misterio de revelación del Padre, en lo oculto de signos simples.

Es bueno que busquemos nosotros cuáles son las cosas simples que nos hablan de Dios para que como Juan, que vio solo las señales de la resurrección y creyó –sin verlo a Jesús resucitado-, podamos contemplar aquello que está escondido, pero que nos grita el nombre del Señor y que por estas cosas, podamos creer en Él. Escudriñemos cuál es nuestra experiencia simple de Dios, que se hace anuncio y vida en este tiempo.

 

“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído y visto, lo que hemos contemplado y tocado acerca de la Palabra de Vida, la vida que se manifestó, de esto damos testimonio y les anunciamos la Vida Eterna que está junto al Padre, para que también ustedes estén en comunión con nosotros.

Nosotros estamos en comunión con el Padre y con el Hijo Jesús, les escribo esto para que su gozo sea completo”. Este anuncio del cuarto de los evangelistas, de la escuela juánica que él lidera, nos pone en contacto con el misterio de Dios en la encarnación; para hablar del Señor, hace falta tener experiencia de Él y esta corre por caminos simples, cotidianos y concretos, como un pequeñito envuelto en pañales, que se hace caca y pis, que llora, tan sencillo como la amistad compartida…

Este Dios amigo, que comparte el trabajo, que es pan nuestro de cada día, que es familiar y se ha encarnado nos invita a entrar en contacto con Él sin rebusques. A veces estamos turbados y angustiados y en la oración no sale más que clamar al cielo diciendo “Diosito, no me abandonés…” y es esta así una oración valedera, porque se asemeja a la de un niño que siente cercano al Padre.

Puede sucedernos también que la plegaria resulte cercana, pero que sintamos que el Señor está lejos. Pero el Dios creíble, como dice Juan, es el que nos ha ganado el corazón y nos ha llenado de gozo por su presencia de amistad; solo cuando a este Dios lo compartimos así, podemos convencer y vencer con Él en el corazón de los que están esperando también este anuncio que los alegre. Dice Juan que hablamos de lo que hemos visto, oído y tocado, de la experiencia de Dios.

Esto, junto con la contemplación, no son cosas volátiles, no son para misticoides o personas de gran “espiritualidad”, sino para los sencillos, para el pueblo del Señor que entiende el mensaje de Jesús, porque desde su corazón niño, han dejado que Dios cercano, hecho pequeño como uno de nosotros pueda emparentarse con esa actitud de sencillez que hace falta para entrar en el misterio del Creador.

El texto de I Reyes 19, donde el profeta, huyendo de quien es la que representaba a los profetas de Baal y él los ha liquidado, la reina que gobierna por aquel tiempo la Siria, tal vez la experiencia de él buscándolo a Dios en su vida, en su escape, nos ayude a entender un poco más esto. Lo buscaba en el trueno, en el relámpago, en el terremoto, en el fuego y el Señor se hizo presente en la brisa suave y simple.

Él vuelve a revelarse en lo sencillo, en las vendas y en el sepulcro vacío, en un Niño envuelto en pañales, en Jesús, el hijo del carpintero y de María, que es Dios y hombre de pueblo al mismo tiempo y por el mismo precio, para que entendamos que en verdad, la vida que vale la pena ser vivida es la que se juega todos los días. HOY es ese día, el día de la redención.

No tiene provecho mirar hacia atrás con melancolía ni para adelante con temor, sino vivir intensamente este día, sabiendo que también hoy el Señor está presente.

La paz y la alegría tal vez sean los signos más claros de la manifestación de un Dios verdadero en medio nuestro, que nos invita a recorrer un camino de ofrenda y de entrega, donde la felicidad se hace presente. Un anuncio evangélico carente de alegría es a la vez un anuncio carente de caridad. Juan lo dice en I Juan 1, 1-4: “Nosotros, los que le anunciamos lo visto y lo oído, lo hacemos con gozo, para que el gozo de ustedes sea aquel mismo que nosotros hemos sentido en el corazón”; de esta manera, un encuentro en el Señor que no esté marcado por el amor, es una racionalización del misterio de Dios –y no hay peor cosa que achicar al Señor a nuestro pobres esquemas mentales-; en realidad, el lenguaje divino, aquel con el que Dios se comunica y entra en contacto con nosotros es aquel que nace de su ofrenda de amor, que se hace gesto comprometido y cercano a nosotros.

Solo cuando entendemos esto, podemos penetrar en el misterio al que somos invitados –junto a los pastores y a los magos de Oriente, a María y a José- y entrar en el pesebre, para que arrodillados y en silencio, nos dejemos impactar por la ofrenda de ese amor de Dios y sentirnos inmersos en esa dinámica.

La Navidad, bajo los signos simples que nos invitan a renovar lo cotidiano, lo hace en la medida en que nosotros entendemos el lenguaje del amor con el que Dios se nos acerca. Solo es el amor lo que nos permite tener una actitud diversa frente a la vida. Muchas veces nos cuesta comenzar un nuevo día, dar un paso hacia delante y seguir caminando y esto sucede cuando no hay en el corazón humano suficientes motivos que impulsen a dar la vida, cuando no hay un amor vivido con pasión que nos haga encontrar verdaderamente el sentido a nuestra existencia.

Los adolescentes, por ejemplo, están enamorados de la vida y pareciese que sus fuerzas nunca se acaban, están enamorados de todo lo que enamora y eso hace que vivan con tanta intensidad. En cierto modo hay que volver a esa edad tan bendita, donde todo nos habla de la vida, como una explosión de la presencia del amor que nos gana el corazón.

Si la Navidad no nos hace vivir de una manera nueva –con amor hacia la vida- es porque aún estamos esperando el anuncio del nacimiento de Jesús. Si, a pesar de los años pasados, pueden más las quejas, las preocupaciones, las angustias y las heridas ante la presencia de un Dios vivo y cercano, que nos ama, que ama nuestra historia y nuestras búsquedas, difícilmente se pueda celebrar la Navidad desde lo sencillo, desde lo cotidiano, desde donde el sepulcro aparece vacío.

Es hoy cuando las vendas están envueltas en un lugar y somos invitados a entrar para creer, así como ayer Dios nos invitaba a creer en el Niño recién nacido y como lo hace cada vez que nos encontramos en la celebración eucarística, donde Jesús está escondido bajo los signos pobres del pan y del vino, hechos su cuerpo y su sangre. Solo desde la fe podemos penetrar en ese misterio de amor con el que Dios se nos entrega todos los días.