Dios obra en lo oculto en el tiempo entre siembra y cosecha

viernes, 26 de enero de 2007
Jesús, en aquél tiempo decía a la gente:-“Sucede con el reino de Dios lo que con el grano que un  hombre echa en tierra: esté dormido o despierto, de noche o de día, el grano germina y crece sin que él sepa como. La tierra da fruto por sí misma, primero hierbas, luego espigas, después trigo abundante en la espiga, y cuando el fruto está a punto él aplica enseguida la hoz porque ha llegado el tiempo de la cosecha. ¿Con qué compararemos al reino de Dios? Sucede con él lo que con un grano de mostaza. Cuando se siembra en la tierra es la más pequeña de todas las semillas pero una vez sembrada crece, se hace mayor a cualquier hortaliza y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar en ellas”. En muchas parábolas como ésta Jesús les anunciaba el mensaje acomodándose a la capacidad de entender que tenían. No les decía nada sin parábolas. A sus propios discípulos, sin embargo, se los explicaba todo en privado.
Marcos 4, 26 – 34

Hoy el Señor nos habla de su reino, como se realiza y como de algún modo tenemos que comportarnos en él. Este capítulo cuarto del Evangelio de Marcos usa la parábola mediante la alegoría de la siembra. Hoy hemos estado reflexionando con la parábola del sembrador que había salido a sembrar, había esparcido con generosidad la semilla del Reino en todos los terrenos, sin importarle demasiado cuál era cuál de éstos terrenos. Con generosidad sembraba la semilla. Y la sembraba con esperanza.

El que siembra siempre está apostando al futuro. El que está en el campo  de algún modo se somete a los ritmos de la naturaleza pero confiando en ella, de la misma manera, el sembrador ha esparcido la semilla en todo el campo, al voleo pero con generosidad. El Evangelio de hoy nos va a presentar a nosotros dos parábolas, la primera de ellas es la del grano sembrado, ésta semilla que crece por sí sola. Y la segunda, el grano de mostaza, tan pequeñito y se convierte en un gran árbol en donde hasta los pájaros del cielo pueden venir y anidar en él. Son dos comparaciones distintas.

La primera nos recuerda esa parábola, la del sembrador que salió a sembrar. Esta parábola solamente se encuentra en el Evangelio de San Marcos y de algún modo, lo que quiere estar haciendo con ésta parábola puesta en boca de Jesús es esclarecer cuál es la novedad, el mensaje, ese Reino de Dios que trae al mundo. Reino de Dios que se mete en la historia de los hombres y de algún modo ésta parábola también quiere llamarnos la atención sobre el tiempo que media entre la siembra y la cosecha. Quiere llamarnos la atención  sobre una de las virtudes que tal vez a todos más nos cuesta, la paciencia., tener paciencia, saber esperar, y no ser como una especie de atolondrados que queremos que al poner la semilla sobre la tierra ya esté dando sus frutos.

El sembrador es profundamente paciente, de algún modo se somete a leyes que no son propias pero que conoce, las de la naturaleza, esperando que la tierra haga su trabajo y que la semilla de su fruto. La siembra  significa es el anuncio de la Palabra. El sembrado que da fruto según las distintas tierras de sembrado en las que cayó, es el Reino de Dios. En la parábola de hoy éste sembrador después de la siembra espera con paciencia y con confianza. Espera el tiempo de la cosecha. Los que siembran entre lágrimas, dice el Salmo, cantando cosecharán. Acá hay un aspecto muy particular en ésta parábola, la tierra da frutos por sí sola con su propia energía, de algún modo la semilla ya está programada para crecer.

Tiene en sí misma el principio de su desarrollo y hoy la gente del campo puede entender mucho mejor como una semilla no sólo está preparada para crecer sino para resistir a las plagas y a las inclemencias del tiempo y para estar en definitiva a las inclemencias del tiempo. Comentábamos en la parábola del sembrador que lo que nunca falla es la semilla. Es la tierra la que puede estar fallando pero ésta semilla que se tira, supongamos ahora, en tierra buena va a tener su desarrollo normal, va a llegar a la espiga.

A la otra semilla la superficialidad no la dejaba crecer, a otra las espinas la habían ahogado y por último la otra no se podía desarrollar por tantas cosas que ocupaban las fuerzas necesarias para crecer que tenía la tierra. Esta semilla cayó en tierra buena. De algún modo Jesús lo que quiere infundir es aliento y una profunda esperanza en aquellos que la escuchan porque la semilla una vez sembrada, de algún modo, desde lo oculto, desde lo silencioso, desde la sencillez, va a crecer y dar frutos. Hay que esperar la cosecha.

Durante mucho tiempo no vamos a ver nada pero seguramente va a llegar el tiempo de la cosecha. Estamos en éstos tiempos, en los tiempos de sembrar, y si ya hemos sembrado es tiempo de esperar y de confiar en el poder de Dios.

El objetivo de ésta cosecha de algún modo no se va a tener la propia actividad, forzando los procesos de crecimiento, el Reino de Dios no es el resultado de la fuerza humana ni de los deseos del hombre así es que hay que confiar en Dios y en su obra. El reino de Dios llega por su propia fuerza a manifestarse y a darse a conocer aunque durante mucho tiempo esté oculto. Ya va a llegar el tiempo de la cosecha cuando venga el Señor al final de los tiempos para recoger el grano de la cosecha de su esfuerzo y de su trabajo. En nuestra Iglesia, en ésta Iglesia peregrina y evangelizadora la constante proclamación del Evangelio muchas veces rodeados de dificultades y de fracasos, lo que tenemos que hacer es dejar en manos de Dios el último desarrollo y el crecimiento de la semilla.

Con fe paciente, cuando todavía no vemos los frutos, con esperanza, mirando al futuro, a la consumación del Reino. Esta parábola a nosotros nos sigue enseñando mucho, nos sigue enseñando cómo éste Reino va creciendo aún más allá de nuestras fuerzas y de nuestro trabajo, de nuestros pecados y de nuestras virtudes, el Reino va teniendo y cobrando fuerza por sí misma. Esta siembra representa desde ya la predicación del Evangelio, la que haces vos, la que hago yo, la que hacen tantos hermanos nuestros.

Hay palabras como dice el Apóstol, oportunas o inoportunas, pero a todos los sembradores se nos invita a tener paciencia, de algún modo a controlar y moderar nuestra ansiedad. Pero queremos ver resultados inmediatos porque vivimos en la civilización del “llame ya” , “téngalo ahora”, “consígalo inmediatamente” , “baje 5 kilos en cinco días”, “deje de fumar en 24 horas”, en donde la urgencia, lo rápido se presenta como algo inmediato, vamos a tener resultados es lo más llamativo de todo, vamos a tener resultados sin esfuerzo, es lo más terrible de nuestra sociedad, querer recibirlo todo de arriba, todo regalado sin poner de nuestra parte absolutamente nada, queremos tener el éxito, queremos tener el aplauso, o simplemente queremos ver el fruto sin haber trabajado.

Aquí estamos en el tiempo del anuncio, de la siembra, tal vez uno podría decir: “pero padre yo ya vengo anunciando el Evangelio en mi familia hace años, desde que los chicos eran muy chiquitos, y ahora son grandes y tengo uno en pareja, el otro se separó, nunca van a misa, fueron a colegio católico, estuvieron en la Universidad Católica, con mi marido dimos testimonio, siempre fuimos a misa, les enseñamos a ahondar en Dios, a respetar a la Virgen y mire lo que son ahora. También nosotros tenemos que sembrar sin esperar el resultado para aquí y ahora, para éste momento. Sabemos que el sembrador tiene la paciencia que le impone la naturaleza, tenemos que tener la paciencia que nos impone la fecundidad del mismo Reino.

No sabemos cuándo, no sabemos para cuándo. Santa Mónica regó aquella semilla que había plantado con sus propias lágrimas, fue ella la que de algún modo lloraba la tristeza de ver a su hijo a quien había anunciado el Evangelio y de quien había sido testigo en su plegaria, con su oración, con su amor a la escritura del Evangelio, lo veía lejos, pero supo pacientemente regar esa semilla con sus lágrimas.

Supo esperar los tiempos de Dios. Dios no tiene urgencias, nos sigue esperando con su misericordia y su amor. Sigue esperando aquello que nosotros hemos sembrado y El le va a dar crecimiento. Uno plantó, otro regó, dice San Pablo, pero es el Señor el que le ha dado el crecimiento.

La semilla creció sin que el campesino sepa como y la tierra dio un fruto a punto. Será entonces, cuando se haya manifestado el reino y se haya manifestado toda su gloria y todo su poder. El Padre ha enviado a su Hijo al mundo, ha enviado a su Palabra, ahora espera que esa Palabra de frutos. Nosotros también somos sembradores y como sembradores no nos tenemos que cansar de dejar que nuestra semilla vaya cayendo en la tierra con la misma generosidad con la que lo hizo el Señor.

Hoy le vamos a pedir al Señor la paciencia. Es algo muy difícil saber esperar, se nos hace muy duro el tiempo de la espera. La semilla tiene por sí misma una fuerza que no se la vamos a poder dar nosotros, por más que nosotros hagamos todo el esfuerzo posible ella va a cumplir su ciclo. Por más que la abone y la trabaje, será después mucho más fuerte sin lugar a dudas, pero la semilla va a tener su propio tiempo. Esto también nos alienta a tener paciencia con nuestros pecados, porque si nada podemos hacer para adelantar de algún modo los tiempos de germinación y de crecimiento de la semilla, tampoco nada podemos hacer para retardarlo o para hacerlo estéril ni aún el pecado del sembrador, el pecado del misionero, el pecado de la Iglesia, la incongruencia de los cristianos, la falta de caridad concreta de aquellos que decimos vivir nuestra fe y proclamar el Evangelio, puede que se retarde, sí, pero la semilla tiene fuerza por sí misma.

Vemos, delante del Señor, como cuando con nuestros pecados hemos sido ocasión de escándalo o con nuestras faltas hemos hecho que el Evangelio no sea tan luminoso, o que nuestra vida no sea esa luz que tiene que resplandecer en el medio del mundo para que otros vean y crean, más allá de eso hoy ésta parábola es una parábola de esperanza que nos alienta en éste sentido, con la semilla, si nada podemos hacer para adelantar su crecimiento, tampoco los pecados van a retardar esa manifestación.

A lo que nos está llamando el Señor seguramente a todos es a la conversión, a ser instrumentos coherentes y creíbles, a ser transparencia del Evangelio y a ser luz en medio del mundo. Pero nos pide que seamos fieles sembradores, coherentes sembradores de ésta Palabra, que la sepamos exponer permanentemente con el testimonio de nuestra vida, con el testimonio de nuestro amor, con la constancia, con la perseverancia en el anuncio pero también pide la paciencia. El es el que da el crecimiento, el es el que da la madurez. Nos cuesta. Danos Señor paciencia!

Vamos sobre la segunda parte de ésta parábola. La primera nos hablaba de ésta semilla que crecía por si misma, de esa fuerza del Reino que se anuncia, de ese Evangelio que no tenemos que dejar de anunciar, de predicar. Reino que crece por sí mismo, sea de día o sea de noche. Cuantas veces ese Evangelio sigue trabajando y todo lo que se ha sembrado de tantas maneras va a tener su fruto en algún momento de nuestra vida, en algún momento de nuestros días.

El grano de mostaza que nos habla la segunda parte de ésta parábola. Dice Jesús: – ¿Con qué compararemos al Reino de Dios, con qué parábola lo damos a conocer? Sucede con él lo que sucede con un grano de mostaza, cuando se siembra en la tierra es la más pequeña de todas las semillas, pero una vez sembrada, crece, se hace mayor que cualquier hortaliza y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra. En muchas parábolas como ésta Jesús les anunciaba el mensaje acomodándose a su capacidad de entender, no les decía nada sin parábolas. A sus discípulos, sin embargo, les explicaba todo en privado.” 

En ésta segunda parte, ésta comparación representa al Reino y lo compara con un grano de mostaza del que nace un gran árbol. El grano de mostaza es como un granito de pimiento, más chiquito aún. También allí de lo que se trata la parábola es de un mensaje de confianza. La pobreza, la pequeñez de esa comunidad primitiva, viendo sus limitaciones hubieran podido caer en el desánimo.

No importa que seamos pequeños, que no tengamos recursos, la Palabra puede estar dando frutos de los cuáles no podemos ni siquiera nosotros imaginarnos aunque seguro que no es por nuestros méritos sino por pura Gracia de Dios.

El Señor nos enseña entonces a poner en él nuestra confianza, y no en tantos recursos y técnicas que no pueden nunca asegurarnos el éxito. Pensemos simplemente en ésta obra de Dios que es la radio, cuando comenzaba como una radio de un barrio con apenas un salón y muy poco alcance y hoy esa obra del Señor sigue creciendo por pura gracia de El y lo que se hace a través de ella como una palabra dicha, largada al aire puede tener rebotes y repercusiones en los corazones a tanta distancia, distancias geográficas, culturales, las cuales la radio va a travesando y trata de llegar absolutamente a todos. La gran lección de ésta parábola es la desproporción.

Una cosa totalmente desproporcionada entre los orígenes y de algún modo el fin. De una pequeña semilla a un árbol tan grande que hasta los pájaros, dice Jesús, ponen sus nidos en ellos. El Reino siempre tiene una apariencia y unos principios totalmente sencillos, humildes de donde se desprende su desarrollo posterior. De un minúsculo granito de mostaza va a crecer un arbusto vigoroso.

De algún modo el grano posee por sí mismo en sus entrañas la fuerza para desarrollar un tronco enorme y echar raíces y ramas tan grandes que a su sombra puedan anidar los pájaros.

De algún modo muestra un prodigioso proceso de la naturaleza la vitalidad de ésta semilla. La mirada en ésta parábola la tenemos que dirigir necesariamente al resultado final. Los pájaros tenían en las ramas una imagen de algún modo de ese Padre que es capaz de acoger y recibir a todos.

Ese Dios que como un árbol lleno de vida nos llama a nosotros para cobijarnos en su sombra. Según éste símbolo, el del árbol, Dios recibe de algún modo a muchos pueblos, a muchas almas, a muchos lugares, a muchas personas. En ese árbol del reino hay muchos nidos en los cuales vamos a encontrar la seguridad de la protección y la vida.

Este reino de algún modo no está determinado por factores poderosos en sus orígenes, tampoco por algún modo intrincado de desarrollar planes a lo largo de la historia, ese reino crece en virtud de la fuerza y de la acción del Espíritu y desde lo pequeño e insignificante pudo llegar a crecer en la medida que seamos dóciles al Espíritu, de una manera extraordinaria, en nosotros, por nosotros y a partir de nosotros. En las dos parábolas, de algún modo, Jesús en lo que piensa es en la misteriosa fuerza divina, que no depende ni de la respuesta del hombre, ni de la docilidad del oyente, ni de la santidad del predicador, la fuerza que tiene la Palabra es una fuerza en sí misma.

La fuerza que tiene éste Reino de Dios es absoluta, aunque sea insignificante su comienzo. El Reino de Dios ha tenido siempre comienzos modestos, tan sencillos y simples como una semilla de mostaza, pero lo que vale de una semilla es la potencialidad de aquello que puede producir y como toda vida, éste árbol crece y da fruto.

Este árbol modesto y sencillo. Jesús no pone el ejemplo de un gran cedro, un gran pino, un alerce, Jesús nos está eligiendo un arbusto pero que tiene en sí todo aquello que espera una planta. Esta Palabra no es ni grandilocuente ni arrebatadora, éste discurso no tiene la elocuencia de un filósofo. Jesús no satisface la esperanza de grandeza, de dominio, de algún modo esa era la esperanza que tenían puesta en El tantos del pueblo de Israel. Jesús cuando hace el anuncio del Reino lo hace de la forma más sencilla que lo puede hacer.

El Reino no se apoya en ningún momento en la grandeza del mundo, en la gloria o el poder que puede estar dando. Nos va a decir que es en el escándalo de la cruz que se va a expresar de un modo claro el poder y la sabiduría de Dios. Fíjense como comienza la predicación y el anuncio del Reino, con la maternidad de María, gracias a la generosidad de una mujer que ha dicho sí a la voluntad del Padre, de éste anuncio del Reino que a ella se le hace. Fíjense como comienza el Reino, en un pesebre en Belén.

Treinta años de vida oculta, tres años de predicación sin mucha gloria tampoco, con más persecuciones y enfrentamientos que momentos dichosos. Milagros que de algún modo tampoco llevaron al pueblo a la fe porque se resistieron a creer y por último la cruz en dónde solamente estaba la Madre y el discípulo amado, nadie más. Ahí está Jesús sembrando la semilla del Reino, El es el verdadero grano que cayó en tierra. Y si el grano de trigo que caen en tierra no muere no da fruto y El es el verdadero grano de mostaza que cayó en tierra y dio sus frutos.

 Cuando después de tres días de estar en el sepulcro resucitó. Y solamente un pequeño grupo de discípulos creyó en el. Doce pobres pescadores, con temores, que cuando reciben el fuego del Espíritu se lanzan decididamente a la proclamación en el mundo, sin miedo, enfrentando el poderío político y religioso de ese momento. Mucha muerte, mucha sangre, mucha persecución de aquellos primeros mártires, sin embargo el árbol crece. De algún modo los pájaros de todas las naciones van a anidar a sus ramas. La Iglesia como tal, no posee el poder temporal, sino que su riqueza, su fortaleza, su medio de crecimiento, es Jesús.

Sin Jesús no crece, sin Jesús ese reino va a seguir permaneciendo oculto sin darse a conocer. Con Jesús, en Jesús tenemos la posibilidad de dar frutos y dar frutos en abundancia. El Reino comenzó de ésta manera, en Jesús, desde la humildad, desde el silencio, desde la contemplación. Nosotros  hoy pretendemos que el Reino de Dios, hoy pretendemos que ésta Iglesia, como parte de éste Reino de los Cielos que se anuncia vaya entre gloria y aplausos haciendo su obra, nos seguimos equivocando el camino o por lo menos no entendimos que es lo que el Evangelio nos está enseñando.

El Reino de Dios es como un grano de mostaza, siendo la más pequeñita de todas las semillas es la que más fruto puede dar. Podemos comparar ésta parábola con la parábola de la levadura, muy poquito fermenta toda la masa, de algún modo una semilla muy pequeñita llamada a dar fruto, llamada a dar sombra, llamada a recibir dentro de sí a todos aquellos que quieran recibirla.

Este comienzo modesto del Reino de Dios también se da en nosotros. Quizás empieza cuando un día recibimos una frase del Evangelio, cuándo alguien se acercó para anunciarme a Jesús, cuando de casualidad entré a una Iglesia, cuando vi el gesto de un cristiano, cuando necesité y tuve una palabra que me llevó a Jesús, cuántas cosas que son el comienzo simple y sencillo del anuncio del Reino de Dios en nuestra vida.

No podemos medir la fuerza y el poder que tiene un pequeño gesto, la fuerza y el poder que tiene ese pequeñito grano de mostaza, que tiene en sí mismo la fuerza de la vida, que puede crecer y manifestarse de tal manera que pueda llegar a todos.

Quizás un pensamiento que nos iluminó en un momento de nuestra existencia, un propósito de vivir en la justicia, de sacudir una mentira de nuestra vida, de dejar de lado el rencor, empezar a amar al prójimo, una pequeña luz de aquella luz que es Jesús que entró en la oscuridad de nuestra vida. Lo vamos poniendo en práctica día a día, silenciosamente, pero con éste mismo silencio el arbolito dentro de nosotros va a ir creciendo. Cada vez que le abrimos la mano a quien lo necesita ese arbolito crece.

Cada vez que renunciamos al atractivos de la tentación, cada vez que le decimos sí a Jesús ese arbolito en silencio sigue creciendo dentro de nosotros. Dios quiera que los comienzos tan sencillos del Reino, éste plantar de Dios en nuestra vida, éste anunciar el Evangelio sea para nosotros el comienzo de algo muy grande.

Plantar significa dejar que ese granito de mostaza vaya cayendo dentro de nosotros. Dios quiera que aquél que da el crecimiento, de el también a nuestro hombre a nuestra vida que ha que el Señor ha querido poner dentro de nosotros. Siempre los comienzos son sencillos, no esperemos la grandilocuencia del comienzo. Esperemos si, con la gracia del Señor, la manifestación plena al final, cuando El llegue, cuando El vuelva.

Para ir terminando nuestra catequesis, simplemente una reflexión final en torno a esto que hemos estado diciendo, rezando, un modo del Señor que realiza su designio de salvación y en donde nosotros somos instrumentos en sus manos, no nos corresponde decidir a nosotros en como, cuánto y en que medida la semilla va a dar sus frutos. Su crecimiento tiene lugar en secreto mientras nosotros nos ocupamos de otra cosa.

Es un crecimiento desproporcionado siempre en comparación a nuestras expectativas. La misma Santa Mónica se sorprende no solamente de ver a su hijo cristiano sino Obispo. No podemos nosotros influir de ninguna manera, sembramos, ni en positivo, acelerando los tiempos, ni en negativo frenando con nuestro pecado la eficacia de la Palabra. Pero eso no tiene que desanimarnos ni disminuir nuestro compromiso.

Esa lectura de hoy nos envía a nosotros  un gran mensaje de esperanza, de confianza, nos ha sido confiada una tarea enorme para la cual nos sentimos inadecuados. Es desproporcionada a lo que podemos hacer, pero nuestra colaboración es importante, somos imprescindibles, nos dice el Evangelio que si yo no anuncio esa semilla que yo no siembro no se si habrá alguien que la pueda sembrar, lo único que tenemos que alejar nosotros es la búsqueda de resultados inmediatos, sembramos sin saber cuándo cosecharemos, nacimos en culturas donde el Evangelio hace miles de años se anuncia y que todavía no ha podido brotar. Francisco Javier anunciando el Evangelio en Japón y todavía ahí la Iglesia es una pequeñísima minoría compuesta muchas veces de extranjeros que viven allí, lugares donde el Evangelio ha sido predicado y todavía los corazones están duros porque todavía no ha habido los resultados que humanamente nosotros podemos esperar.

Solamente al final el Señor vendrá con la hoz y cosechará. Seguramente al final de nuestra vida y encontrando cara a cara al Señor vamos a ver el fruto de aquello que nosotros sembramos donde nosotros podamos participar alegremente de la cosecha. Los que siembran con lágrimas cantando cosecharán.

Hoy sembramos confiados en el Padre. Confiar en el Padre, ese es el mayor de los secretos y esa es la palabra de aliento que nos da éste Evangelio, éste Evangelio que nos quiere llevar a la alegría a la confianza y de algún modo a un sano optimismo. No tenemos que rehuir responsabilidades, tampoco tenemos que cubrir nuestras culpas sino tenemos que pedirle al Señor que nos ayude a sembrar pacientemente.

Por último vamos a pedirle al Señor:

Señor danos paciencia confiados en Tu Palabra.

Que difícil que nos resulta esperar confiados el tiempo de la cosecha, quisiéramos ver enseguida el resultado de nuestras acciones, queremos tener todo bajo control.

Señor, sólo tu sabes en el momento en el que tu Palabra me da su poder pero Tu sabes cuándo llegará el momento de la cosecha.

La semilla crece no por mi mérito sino por tu Gracia.

Hazme dócil Señor, respetuoso con los tiempos de maduración incluso con los hermanos a quienes hablo en Tu nombre.

Quisiéramos que todos nos siguieran cuando hablamos de Ti, quisiéramos que todos estén atentos.

Tal vez hoy estoy confundiendo el testimonio en favor del Evangelio con el éxito de mis planes, hazme capaz Señor de esperar tu venida aunque en ocasiones parezca que estás tan lejano, atráenos a Ti, estamos ansiosos de participar en la gran fiesta de la cosecha de tu Reino, ayúdame Señor a recordar en éste viaje que ni el que planta, ni el que riega son nada, Dios es el que hace crecer y es el que cuenta.”

Amén.

Que el Señor te acompañe y le dé a tu corazón la paciencia para saber esperar el tiempo de la cosecha. Dios los bendiga”.