Discípulos y misioneros, un único llamado

viernes, 2 de octubre de 2009
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Catequesis del Jueves de la Vigésimo sexta semana del Tiempo Durante el Año


Evangelio según San Lucas 10,1-12.

Después de esto, el Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir.
Y les dijo: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos.
No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero: ‘¡Que descienda la paz sobre esta casa!’.
Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes.
Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa.
En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan;
curen a sus enfermos y digan a la gente: ‘El Reino de Dios está cerca de ustedes’.
Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan:
‘¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca’.
Les aseguro que en aquel Día, Sodoma será tratada menos rigurosamente que esa ciudad.

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


1. Discípulos y misioneros: un único llamado

 

El discípulo es la persona que ha sido llamada a seguir a su maestro, Jesús. Es la persona que viene detrás del maestro para aprender. Por tanto, es la persona que escucha, que observa los gestos y las acciones de su maestro para encarnarlas y manifestarlas en su propia vida. Es en consecuencia, una persona humilde que reconoce que no lo tiene todo, que no lo sabe todo y que no lo puede todo. Es la persona sencilla que va en busca de la verdad, de algo distinto que le de sentido y plenitud a su propia vida. Es la persona dispuesta a aprender y a “dejarse hacer”. El discípulo, como María, escucha la Palabra y la guarda en el corazón, la medita, la hace parte de sí misma. El discípulo conoce y vive la Palabra, preguntándose continuamente ¿qué haría Jesús en mí lugar? No se limita solo a conocer sobre Dios, la vida, los demás, etc.; sino que encarna y vive los auténticos valores del evangelio. María es modelo de nuestro ser de discípulos de su Hijo.

Frente a la crisis generalizada de identidad, convendría lograr una íntima unión entre discipulado y misión[1]. Habría que recoger aquella teología de la misión para la cual la misión no es algo sobreañadido a la identidad personal, sino que cada persona ‘es’ una misión. Su ser más íntimo está marcado y configurado en orden a una misión en el mundo.

Habría que evitar la impresión de que hay tres llamados: a la vida, al discipulado y luego a la misión. Para estimular identidades firmes y fervor misionero conviene destacar que hay un único llamado del Dios amante que al mismo tiempo que me constituye en esta persona singular, en ese mismo acto me otorga una misión singular. Como consecuencia, "cuanto mayor sea la identificación de cada uno con la misión encomendada por Dios, más rica será su identidad y más definida y plena aparecerá su personalidad".

 

2. Rasgos del Discípulo Misionero
 

Como decíamos en el primer punto el discípulo misionero tiene como referencia y modelo a Jesús, esta llamado a colaborar con el proyecto de Dios para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.

Podríamos decir que:

El misionero es un discípulo de Cristo: ha tenido un encuentro vivo, personal con Jesús resucitado y vive cotidianamente en unión con El en la oración y los sacramentos, principalmente la Eucaristía y la Reconciliación. Porque “no se puede anunciar a quien no se conoce”.

-Es un contemplativo: que transmite no sólo conceptos y doctrinas, sino su experiencia personal de Jesucristo y de los valores de su Reino.  Por ello, el misionero vive profundamente en comunión con Jesucristo, sabe encontrar en medio de la acción, momentos de “desierto” donde se encuentra con Cristo y se deja llenar por su Espíritu.

-Es dócil al Espíritu Santo: se deja inundar por el Espíritu Santo para hacerse más semejante a Cristo, y se deja guiar por El. Sabe que no puede entregarse totalmente a la obra del Evangelio si no le mueve y fortalece el Espíritu Santo. Acoge dócilmente sus dones, que lo transforman en testigo de Jesús y anunciador de su Palabra. Sabe que no es él quien obra y habla, sino que es el Espíritu Santo el verdadero protagonista de la misión.

-Vive el misterio de Cristo “enviado”. El misionero vive en íntima comunión con Cristo, hasta tener sus mismos sentimientos:  está impregnado del Amor del Padre, y obedece su voluntad hasta las últimas consecuencias. Se sabe enviado por Cristo a cumplir su misión, y acompañado constantemente por El. 

 -Tiene a María como Madre y Modelo: Su espiritualidad es profundamente mariana. La Madre del Resucitado es también su Madre, y es para él modelo de fidelidad, docilidad, servicio, compromiso misionero.

-Vive la pobreza y el “éxodo misionero”: el sentido de “salir de la tierra” para el misionero, no implica únicamente el “salir geográfico”, sino que el misionero sabe que debe abandonar su comodidad y su seguridad para “remar mar adentro”,  para ir a las situaciones y lugares donde Cristo lo quiera enviar. Debe abandonar sus propios esquemas, sus ideas preestablecidas para abandonarse en las realidades que la evangelización le presenten. La pobreza misionera no hace referencia únicamente a la pobreza material, sino al abandono a la voluntad de Dios y a los caminos que El le presente.

Vive la misión como un compromiso fundamental: el misionero es un comprometido en el seguimiento de Jesús y en la lucha por su Reino liberador y universal. El misionero ha dicho “sí” a Dios, y no se hecha atrás ni retacea en su entrega.

-Ama a la Iglesia y a los hombres como Jesús los ha amado: Lo primero que mueve al misionero es el amor por los hombres, a quienes quiere llevar a Cristo. El misionero es el hombre de la caridad, el “hermano universal”, que lleva a Cristo a todos los hombres, por cuyos problemas se interesa, para quienes siempre está disponible, y a quienes trata siempre con ternura, compasión y acogida.

 

3. Discípulos y misioneros enviados a anunciar el Evangelio del Reino de vida[2]

Jesús al llamar a los suyos para que lo sigan, les da un encargo muy preciso: anunciar el evangelio del Reino a todas las naciones (cf. Mt 28, 19; Lc 24, 46-48). Por esto, todo discípulo es misionero, pues Jesús lo hace partícipe de su misión al mismo tiempo que lo vincula a Él como amigo y hermano. De esta manera, como Él es testigo del misterio del Padre, así los discípulos son testigos de la muerte y resurrección del Señor hasta que Él vuelva. Cumplir este encargo no es una tarea opcional, sino parte integrante de la identidad cristiana, porque es la extensión testimonial de la vocación misma.

Cuando crece la conciencia de pertenencia a Cristo, en razón de la gratitud y alegría que produce, crece también el ímpetu de comunicar a todos el don de ese encuentro. La misión no se limita a un programa o proyecto, sino que es compartir la experiencia del acontecimiento del encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo de persona a persona, de comunidad a comunidad, y de la Iglesia a todos los confines del mundo (cf. Hch 1, 8).

 Benedicto XVI nos recuerda que: “el discípulo, fundamentado así en la roca de la Palabra de Dios, se siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos. Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4, 12). En efecto, el discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro“.

Esta es la tarea esencial de la evangelización, que incluye la opción preferencial por los pobres, la promoción humana integral y la auténtica liberación cristiana.

 

 



[1] Padre Víctor Manuel Fernández

[2] Aparecida N. 144 -146