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Discurso sobre el Pan de Vida
miércoles, 16 de abril de 2008
Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”.
Los judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”. Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente”. Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.
Juan 6, 51 – 59
Es la segunda parte del discurso de Jesús sobre el Pan de Vida. Esta parte del evangelio de Juan, viene a explicar y a desarrollar la afirmación con la que terminaban los capítulos anteriores del evangelio. “…el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Pasa a primer plano el tema eucarístico, que continúa y completa el pan vivo bajado del cielo.
Dice la Palabra: Los judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”. Esta discusión permite a Jesús volver sobre el tema pero desde una repuesta y aclaración.
Cristo no explica el cómo ni atenúa su afirmación que a los judíos sonaba como antropofagia. Lo que hace es precisar el efecto de la comida. La vida en plenitud y la comunión con él, surgen de aquí. “El que coma mi carne, el que beba mi sangre no va a tener sino vida para siempre. Que coma mi carne y beba mi sangre tiene vida eterna”.
No solamente esto sino que va ha poseer la gracia de la resurrección en él mismo. “Mi carne es comida verdadera, mi sangre es verdadera bebida. El que me coma y me beba, dice Jesús, va a vivir en mí y yo voy a vivir en él”.
Este misterio de amor y de comunión que brota de la gracia de la eucaristía es todo una invitación que nos hace la Palabra para renovar nuestra fe eucarística.
Es conmovedor ver a hombres y a mujeres en distintos lugares escondidos y silenciosos de nuestras comunidades parroquiales y de algunos lugares destinados a la adoración eucarística, como están como tomados por el silencio elocuente de la presencia de Dios invitando a la adoración.
En la adoración eucarística se reafirma nuestra fe en este misterio de vida que se nos comunica por el comulgar con Jesús en su carne y en su sangre. Adoramos para poder después, con gusto acercarnos al manjar o al pan del cielo, como se lo ha definido en algún momento al misterio de la eucaristía.
San Agustín tiene una afirmación muy bella al respeto de que es este misterio de la eucaristía, de este alimento cuando lo comemos. Dice San Agustín: “nosotros somos asumidos por ella”.
Cuando uno come un alimento cualquiera sea; lo que hace es incorporar a su organismo proteínas, lípidos, aminoácido, hidratos de carbono, vitaminas y todo lo que sea necesario para que transformado en nuestro cuerpo, tengamos la energía suficiente para poder desarrollar bien nuestra vida.
“Con este pan que comemos, dice San Agustín, nosotros no asimilamos su contenido. Somos nosotros asimilados por él. Es decir, lo que comemos nos asimila. Comemos el cuerpo y la sangre de Jesús, y de algún modo, somos transformados en él. Somos transformados en aquello que recibimos.
Frente al misterio de transformación que hace mención la Palabra de Dios: “El que me coma va ha tener vida para siempre”, vale la pena detenerse frente a esta invitación y a este llamado.
Un modo muy vivo de detenernos frente a él, es pararnos frente al Santísimo Sacramento del altar, frente a Jesús en la eucaristía y en actitud de adoración eucarística.
Pensar en lo que significa comerlo y disponernos interiormente para que cuando lo recibamos, lo hagamos con frutos.
Según el Catecismo de la Iglesia Católica: cuando uno toma un sacramento cualquiera sea, por ejemplo, este de la eucaristía, ese mismo sacramento obra en nosotros lo que dice: “si es el pan que alimenta, nos alimenta”; “si es el agua que purifica, nos purifica en el bautismo”; “si es el aceite que consagra, nos consagra”.
Lo que dice eso se hace. Actúa con eficacia la gracia sacramental. También mucho depende de con cuanta disposición interior, conciencia, grado de apertura, recibimos lo que recibimos.
La primera parte del discurso de Jesús en torno al Pan de vida vincula la vida eterna a la fe en él; ahora esta directamente vinculada a la comunión con él, en el sacramento de la eucaristía.
En este sentido, fe y sacramento, fe y vida sacramental van de la mano. Se necesita fe para participar de la vida sacramental.
Nosotros a veces obviamos el camino del anuncio de la Palabra para acercar a los que participan de la vida sacramental y creemos que el dar, el repartir sacramentos, es suficiente para tranquilizar nuestra conciencia respecto de la tarea difícil de iluminar, acompañar, sostener, consolar con y desde el mensaje, y la vivencia de Jesús en nuestra propia existencia. En este sentido, la práctica sacramental se ha transformado desde hace algún tiempo en un sacramentalismo.
Cuando hablamos de sacramentalismo, hablamos de un dar sacramentos sin un proceso de evangelización y catequesis lo suficientemente desarrollada que hace que las personas reciban casi por una convención social la vida sacramental pero sin una profunda fe arraigada en el sacramento que celebra.
Pensemos si en el último tiempo te han invitado a un casamiento por iglesia. Pudiste ver ahí realmente, a un matrimonio convencido de la gracia sacramental o no viste mas bien a una novia bonitamente vestida o un novio bien arreglado, a todos los invitados participando en el templo bien vestidos pero por allí un poquito fría la celebración. Un tanto distante como falta de calidez, no solamente de la calidez de lo humano que tal vez allí en los buenos modales haya estado presente sino de esa otra calidez que viene del fuego del Espíritu y que es mucho más. Incluye por supuesto esta dimensión de lo humano pero es mucho más que eso.
Es conciencia de la presencia de Dios que celebra con nosotros aquel momento de encuentro clave para la vida de dos personas. Decidirse a ser uno, a partir de ahora en un proyecto común.
Pensemos también, en cuantos niños hacen la primera y la última comunión, el mismo día. O hacen la primera comunión hasta que hacen la segunda en la confirmación. Si se confirman.
¿Por qué sucede esto? Porque no se vincula la fe, como de hecho lo hace Jesús en la Palabra, al acontecimiento sacramental.
Se ha puesto demasiado el acento en que actúa por sí misma como ya lo decía el Concilio de Trento: “El sacramento obra por el hecho mismo porque la acción se realiza”. Es decir, como si fuera casi magia. Estamos muy vinculados a una percepción mágica del encuentro con Dios y eso lo traducimos también en la vida sacramental.
Hemos como despersonalizado el vínculo en el trato con Dios. No entendemos que sea justamente el camino de la fe, el lugar a través del cual, el misterio de Dios, la persona de Jesús se nos revela y a través del camino de la fe, nosotros encontramos también la respuesta a esta invitación que Dios nos hace a encontrarse con él. Hemos dejado todo como bajo el manto de la tradición, y entonces, en familia somos cristianos y como somos cristianos nos bautizamos. No sabemos a veces que hacemos. No entendemos de que se trata pero lo hacemos.
En familia hemos descubierto que ya es una tradición que los chicos hagan la comunión. Pero no acompañamos el proceso de formación en la fe de los hijos, de los nietos, de los sobrinos en camino al encuentro con Jesús. Damos por hecho de que somos cristianos y la verdad que esto no es cierto.
Gracias a Dios, la sociedad en un punto se va descristianizando porque el otro también era la mentira que esta sociedad era cristiana. Me parece que se parece más a la realidad, lo que ocurre ahora que no somos tan cristianos como decíamos que éramos.
Tiene más que ver con la realidad con lo que fue desde hace mucho tiempo. Era más bien una convención y un código de ética, como dicen los obispos vascos en un documento del año 2005 cuando invitan al pueblo a renovarse en la cuaresma.
Un código de ética, una ideología, una expresión cultural y religiosa, todas esas cosas han querido como reemplazar el eje mismo del proceso de evangelización que es el encuentro personal con Jesús que viene a invitar a recorrer un camino con un estilo de vida que tiene que ver con los valores que él propone, vividos en su propia persona y proclamados en su Palabra. Tiene eficacia en el mismo momento en que se anuncia sobre nosotros y en el momento en que la proclamamos a otros.
En el texto del discurso del Pan de Vida, la Palabra que mueve a la fe y la invitación a participar del sacramento de Jesús, en su cuerpo y en su sangre, van juntos.
Nosotros en estos tiempos de camino eclesial los hemos separado, y entonces, la Palabra por mucho tiempo fue privilegio de la comunidad evangélica que la tomó antes que la Iglesia Católica para el uso del pueblo de Dios.
Entonces, demoramos cuatrocientos años desde el Concilio de Trento que no pudo abordar el tema de la reforma, y el Concilio Vaticano II que puso en el centro de la espiritualidad del cristiano la Palabra de Dios como el lugar desde donde verdaderamente podemos establecer vínculos con la persona de Jesús, y a partir de allí, desarrollar un proceso personalizado en la fe.
Cuando este vínculo con la persona de Jesús no está, ocurren todas las otras cosas que decíamos. Es un código de ética la pertenencia a la comunidad de Jesús. Es una ideología en nombre de la cual se hacen barbaridades desde pensar que es posible matar a otro en nombre de la santa doctrina como de hecho ocurrió en las terribles cruzadas o las locuras de la inquisición, como descalificar a los demás porque piensan de manera distinta.
Este modo de obrar hace pensar que el encuentro con Jesús está lejos y las consecuencias de las que se siguen de él mucho más, de la vivencia del evangelio como propuesta de vida.
“El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí” pero no de cualquier manera esta diciendo, Jesús. Antes ha dicho que para eso hay que creer en él y que no cree se declara a sí mismo alejado de la posibilidad de vivir en plenitud.
Qué Dios nos regale la gracia de recuperar el camino perdido, renovándonos en la fe si la nuestra ha sido convencional, sacramentalista, mágica, desvinculada de la persona de Jesús, aferrada a un código de ética constituido en una ideología o un hecho puntual de cumplimiento, cumplo y miento, detrás de un ropaje de lo religioso en lo mío ha venido a ser como una máscara que esconde lo que no estoy dispuesto a cambiar.
Muchos dicen: “no me acerco a la Iglesia porque en realidad todo lo que ocurre ahí es como un circo. La gente participa del culto y al mismo tiempo, después se los ve viviendo de cualquier manera”.
Es verdad que algunos lo dicen para excusarse a la invitación que Dios le hace para encontrarse con ellos, pero también es cierto, que el testimonio nuestro no es lo suficientemente vivencial, concreto y contundente como para atraer a otros a la persona de Jesús.
En el Antiguo Testamento, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificios entre las premisas de la tierra; era como el reconocimiento de la obra creadora de Dios.
Recibe una nueva significación en el contexto del Exodo. Allí, el pueblo de Israel cuando está saliendo camino a través del mar Rojo hacia la tierra prometida, atravesando el desierto, participa de una cena pascual rápida donde los panes ácimos están ofrecidos sobre la mesa.
Es el recuerdo del maná al que Jesús ha hecho mención en estos días con el pan de vida. Es el maná verdadero y el pan de cada día en Israel, es el fruto de una bendición de la tierra prometida.
Es como el pan compartido para Israel, el que se gana con el sudor de la frente, el que brota de las manos del trabajador, el pan compartido en la mesa familiar, es como un anticipo y una vivencia de las promesas de Dios que se hacen realidad. Finalmente, el pan de cada día, es el fruto de la tierra y de la promesa que viene como a reconfortar en el camino de la fe.
El cáliz de bendición al final del banquete pascual de los judíos añade alegría en la festividad del vino que siempre tiene como una dimensión escatológica.
La presencia del vino dentro de la celebración de la mesa judía en el banquete pascual supone la presencia del vino como un anhelo, como un deseo del cumplimiento de las promesas definitivamente de las promesas de Dios. A esto se llama la escatología. La escatología es el cumplimiento ya aquí anticipadamente de lo que va ha ocurrir definitivamente en la historia.
Por eso, la aparición de estos dos signos en las manos de Jesús en la última cena y constituidos los mismos, en su cuerpo y en su sangre, no hay que desprenderlos de aquella significación que ya tenía en Israel. Sólo que ahora hay que darle una significación aun más honda y más profunda. Todo lo que allí estaba contenido encuentra su cumplimiento en la persona de Jesús.
¿Qué quiere decir esto? Que el camino de liberación que el pueblo recorre en la celebración del pan ácimo en el Exodo y la bendición, supone la presencia providente de Dios alimentando como maná al pueblo que camina en el desierto.
Además, la presencia cotidiana del pan que dice cumplir anticipadamente las promesas, y del vino que es una bendición que habla del tiempo que vendrá, todo eso está contenido en la eucaristía.
Por eso decimos que en el pan eucarístico contemplado, adorado y comido por nosotros, están todas las riquezas de gracias con que Dios se comunica con nosotros. De allí que el Concilio Vaticano II ha afirmado que la eucaristía es la fuente de la vida cristiana, es el lugar donde brota la vida en Jesús. Todos los dones, todas las gracias, todas las bendiciones, toda la presencia transformante, todo el camino providencial de Dios en nuestra propia vida, toda la acción y vida pastoral de la comunidad tiene su fuente en la eucaristía. En este sentido, celebrarla y vincularnos a ella, es vincularnos a un torrente de gracia con la que Dios quiere, una y otra vez, unirse en la comunidad eclesial a través de los congresos eucarísticos. Un congreso o un encuentro eucarístico tiene este valor de renovación de la vida de la comunidad en su raíz y en su fuente.
En la eucaristía celebrada todos los días nos vinculamos a la fuente donde brota el don del cielo para nosotros y para toda nuestra vida.
“Es que no tengo tiempo”, “que tengo mucho trabajo”. Cuanta gente hay que antes de ir a trabajar encuentra allí toda su posibilidad de proyectar su vida con y desde el Señor, desde la presencia de Jesús.
¡Qué lindo es encontrarse con las personas que descubrieron el valor de la eucaristía en su vida y aun cuando, estén muy atareadas, siempre encuentran el espacio para estar con el Señor.
No es un acto de devoción. Si fuera así lamentablemente estamos como errando en el centro de la propuesta eucarística. Es una presencia de renovación; “el que coma de este pan tendrá vida para siempre”, “el que beba este cáliz no morirá jamás”.
Eso es lo que expresamos cuando celebramos el don eucarístico, la fuente de gracia esta contenida allí en la celebración de la presencia del Señor en el Sacramento de los sacramentos.
El Concilio Vaticano II dice “que además de ser fuente la eucaristía, es el culmen de la vida cristiana”.
Por eso también hay que tener cuidado. Por ahí nosotros podemos sin reconocer que verdaderamente es la fuente, insistir demasiado en la vida eucarística. Sin esta conciencia puede no ser producente, puede no ser conveniente y es mejor que la persona camine hacia el descubrimiento, que poner en una obligación de participar sin que entienda de que está participando. Es mejor caminar hacia la cima, que creer que porque lo ponemos de cara a que vaya, a que cumpla con el precepto, con lo indicado en nuestra enseñanza, en nuestra educación la persona termine por sacar fruto de aquello. Es mejor hacer el proceso que nos lleve a la celebración que imponer las condiciones para la celebración que después nos hagan verdaderamente fallar. Nos hacen hacer de la celebración un teatro más que una verdadera celebración.
Es interesante escuchar el relato de los quienes participan sin fe de la eucaristía. Es muy gracioso e interesante. Recuerdo uno que decía: “¿de que se trata esa pastilla que les dan?”.
Para el que no tiene fe es una pastilla. ¡Cuidado! Porque eso puede ocurrir hacia dentro de la comunidad eclesial. A veces, al menos de quien yo lo escuché, lo escuché como una expresión no de ataque a la Iglesia ni de burla ni de ironía. Si no realmente de que no entendía de que se trataba.
Pero eso mismo nos puede pasar a nosotros cuando de la eucaristía no hacemos la celebración de la vida sino un culto repetido y vacío de contenido existencial. Vacío del sentido pascual de la propia vida, allí donde yo celebro mis muertes y mi vida que se renueva todos los días.
Cuando yo no lo celebro mis pascuas en la eucaristía, estoy haciendo de la celebración un gran teatro, una gran expresión cultural, vacía de contenido y de significado. A veces nos pasa esto en algunas celebraciones a las que vamos. Porque en realidad, ha tenido más fuerza la ley del precepto de la participación que la celebración como cima de un proceso vivido pascualmente con Jesús. Por eso no se trata de comer para tener vida de cualquier modo. Se trata de comer estando en comunión y sintiéndonos invitados a abrazar nosotros nuestra propia pascua, nuestras muertes y nuestras vidas renovadas en la entrega de la propia vida por amor. En este sentido nos hacemos uno con Jesús.
Si no desarrollamos la magia, desarrollamos le expresión cultural vacía de significado y de sentido.
Padre Javier Soteras
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