Don altísimo de Dios

jueves, 25 de junio de 2009
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Jesús se encuentra en el pozo de Jacob, cansado del camino.  Se sienta tranquilamente junto al pozo, es mediodía.  Una mujer de Samaría llega a sacar agua.  Jesús le dice: “Dame de beber”.  Los discípulos habían ido al pueblo a comprar comida.  Le responde la samaritana: “¿Cómo tú que eres judío me pides de beber a mí, que soy samaritana?.  Los judíos no se tratan con los samaritanos”.  Jesús le contestó: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él y él te daría agua viva”. Le dice la mujer:  “Señor no tienes con qué sacar el agua y el pozo es profundo.  ¿Dónde vas a conseguir agua viva?.  ¿Eres acaso más poderoso que nuestro padre Jacob que nos dio el pozo del que beben él, sus hijos, y sus rebaños?.  Le contestó Jesús: “El que beba de esta agua, vuelve a tener sed.  Quien beba del agua que yo le daré, nunca tendrá sed jamás.  Porque el agua que le daré se convertirá dentro de él en manantial que brota dando vida eterna”.  Le dice la mujer: “Señor dame de esa agua, para que no tenga sed.  Y no tenga que venir acá a sacarla”.  “Ve, llama a tu marido y vuelve acá”.  Le contestó la mujer: “No tengo marido”.  Le dice Jesús: “Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco hombres, y el que tienes ahora tampoco es tu marido.  En ese caso has dicho la verdad”.  Le dice la mujer: “Señor, veo que es un profeta.  Nuestros padres daban culto en este monte.  Ustedes, en cambio, dicen que es en Jerusalén donde hay que dar culto”.  Le dice Jesús: “Créeme mujer.  Llega la hora en que ni en este monte, ni en Jerusalén se dará culto al Padre.  Ustedes dan culto a lo que no conocen.  Nosotros damos culto a lo que conocemos, porque la salvación procede de los judíos.  Pero llega la hora, ya ha llegado, en que los que dan culto auténtico adorarán al Padre en espíritu y en verdad”.

Juan 4, 6-23

Si conocieras el don de Dios:

Esta es la pregunta que abre el texto de hoy a la reflexión que nos regala la oración del Veni Creator, comentada por Raniero Cantalamessa, predicador de la casa pontificia. Tanto, en el pontificado de Juan Pablo II, cuanto en el pontificado de Benedicto XVI. El Espíritu como don es el nombre propio del Espíritu Santo.

“Si conocieras el don de Dios”, dice Jesús a la samaritana en el Evangelio de Juan, y el contexto que habla del agua viva siempre ha hecho pensar que aquí se alude al Espíritu Santo. Como don de Dios.

Se define en cualquier caso al Espíritu Santo en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Fijate como se dice en Hechos 2, 38, y también en 8, 20; y en 10, 45. “Arrepiéntanse, entonces recibirán el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 38). Del Espíritu Santo significa tanto, del don del que es dador el Espíritu Santo, como el don que es el propio Espíritu Santo.

El Espíritu Santo como don, como regalo, como ofrenda, como entrega, como el modo de salir de Dios de dentro de sí mismo, por así decirlo, en el acto de recreación para inhabitarnos en lo más profundo de nuestro ser.

San Agustín dice “Él nos es dado como don de Dios”. De tal modo, que es también Él, en cuanto Dios quien se da. Nos es dado como don de Dios, y es Dios mismo quien se nos da en el Espíritu Santo. El don del Espíritu Santo no es otra cosa que el propio Espíritu Santo.

“Si conocieras el don de Dios”, el texto se está refiriendo al después en el contexto del agua viva, hablado a la samaritana de ese torrente de vida que brota de lo más profundo de nuestro ser, al Espíritu Santo que nos inhabita en lo más profundo de nuestro ser.

El Espíritu Santo se llama también, en la Carta a los Hebreos, “don celestial”. El don que Dios ha hecho a los apóstoles, en Pentecostés. Como bien lo dice el libro de los Hechos de los Apóstoles.

El primero en valorar este título bíblico del Espíritu Santo es san Ireneo. Dice así san Ireneo: “a la Iglesia se le ha confiado el don de Dios. Como antaño se le dio el soplo a la creatura, que había sido formada” Y cita Ireneo, el texto de la primera creación en Gn 2, 7. “A fin de que todos sus miembros, participando de Él sean vivificados.”

Es el Cristo total el que reciba este don de renovación, de Espíritu que se derrama abundantemente. Y es en este Cristo al que nosotros nos unimos a este Jesús cabeza, del cual formamos parte como cuerpo, nos unimos para en Él y con Él recibir la fuerza de lo alto: el don del Espíritu. Que anhelamos que así sea.

Porque esperamos nacer y renacer de nuevo. Así como el primer hombre formado del barro recibió el soplo, el hálito, el viento de la boca de Dios, que llenó de vida su ser, así el nuevo hombre, el hombre nuevo que nace de Jesús, en comunión con Él, necesita también de este soplo, del Espíritu. En comunión con Jesús, recibiendo el don de lo alto. 

El Espíritu Santo como don, y como donarse de Dios:

Este es, en breve, el riquísimo contenido y encierra la verdad más alta, el Espíritu Santo como altísimo don de Dios. Ravano Mauro explica el título “Donum Dei”, con expresiones tomadas casi literalmente de san Agustín. Llama al Espíritu Santo “dador del don y don del Dador”.

Dador del don, y don del Dador. Es el mismo el que se dona, y es Él lo que se dona. El don más alto que recibimos es el mismo Espíritu de Dios. Inefable comunión del Padre y del Hijo. Don de Dios, título que expresa al Espíritu Santo.

Este don de Dios, que es el Espíritu viene a nosotros para asistirnos, llamándonos a donarnos. El don que se nos hace es un llamado a donarnos. Nosotros, sólo podemos darnos y entregarnos en la medida en que sabemos que hemos recibido un don semejante al que se nos pide que demos.

El Espíritu Santo no infunde en nosotros sólo el don de Dios, sino también la capacidad y la necesidad de entregarnos. Nos contagia, podríamos decirlo así, con su mismo ser. Él es la donación. Donde llega, crea un dinamismo que nos conduce a convertirnos en don para los demás.

Al darnos el Espíritu Santo, dice Romanos 5, 5, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones.

Y este amor es desbordante y hace que nos demos. Habiendo sido bienvenido el Espíritu en nosotros, impulsa a un amor de entrega que no se puede contener. La palabra amor indica, tanto el amor de Dios por nosotros, como nuestra nueva capacidad de volver a amar a Dios y a los hermanos, como Dios nos ama.

Nos hacemos donación en amor por los demás. El Espíritu Santo no infunde por tanto en nosotros sólo el amor, sino también la capacidad de amar. Lo mismo cabe decir, a propósito del don al venir a nosotros, el Espíritu no nos trae sólo el don de Dios, sino también el donarse de Dios. No sólo el don de Dios, sino también el donarse de Dios.

Y en este sentido, yo te invito a que pienses y te detengas por un instante, aquellos lugares de tu vida, donde los demás te están pidiendo que te entregues, que te dones. Pensá en el tiempo, que se te pide de donación en el vínculo con tus hijos, con tu marido, con tu esposa. En el tiempo. Sobre todo en el tiempo, como gran donación.

Cuando nosotros donamos tiempo damos de lo más precioso que tenemos, salimos de nuestro ser marcado por el tiempo, que supone un accionar en la rutina sostenida por el tiempo, que nos hace entrar en una dimensión de gratuidad como en ningún otro lugar. Que nos hace participar de aquello que es más propio de Dios, el hecho de la Eternidad, donde el tiempo tiene otra dimensión. Cuando nosotros donamos tiempo nos acercamos al modo y al estilo de ser de Dios, que se dona eternamente.

Donar tiempo es donar de lo más precioso que tenemos. Por eso te invito a que te abras a esta Gracia inmensa, que Dios te regala de su Presencia en el Espíritu, y que tomado por ese amor suyo te animes no sólo a entregar algo de vos mismo, a los demás que esperan de vos, sino a dar y a donar de lo más rico que tenemos, y a lo que más nos acerca a Dios, a su dimensión eterna de amor. Dar de nuestro tiempo.

Convertirnos en don:

Esta verdad tiene una repercusión directa sobre nuestra vida. Si el Espíritu es el que derrama y prolonga, por así decirlo en la historia el acto de donarse, que es propio del Dios Trino, entonces Él es el único que puede ayudarnos a hacer de nuestra vida un don, una ofrenda viva.

Les pido, dice Pablo en Romanos 12, 1 “que por la misericordia de Dios, que se ofrezcan como sacrificio vivo, santo y agradable”.

La ofrenda en sacrificio vivo, santo y agradable no es un acto voluntarioso, ni una decisión marcada por una disciplina rigurosa a la que tenemos que ajustarnos para entrar en ese lugar de ofrenda y sacrificio.

La entrega de la propia vida, como don, es propio de una acción del Espíritu, que nos pone en esa dinámica a la que pertenece el misterio Divino, donde las personas se donan eternamente. Somos llamados nosotros a entregarnos y a donarnos sin límites, desde el Espíritu. Y en todo caso, en el límite que encontramos en la relación con el otro, que nos complementa y nos hace ser uno más plenamente.

Yo me dono, me entrego, me ofrezco, me doy a mí mismo, con lo que doy y con lo que me doy hasta encontrarme con el otro que recibe mi ofrenda y que hace ofrenda también de su vida. Y así en este dar y recibir vamos construyendo ese misterio de unidad y de comunión, que nos hace reflejo del misterio de Dios, que es uno y diverso al mismo tiempo.

En el A. T. nadie debía presentarse a Dios con las manos vacías. Se ofrecían a Dios dones y sacrificios externos, frutos o animales. A pesar de que las disposiciones internas de los oferentes ya se consideraban indispensables. Jesús inauguró una nueva modalidad de ofrenda, la ofrenda y el sacrificio es uno mismo. Y Él se presenta al Padre, no con sangre de macho cabrío ni de toro, sino con su propia Sangre. Ofreciéndose a sí mismo, dice Efesios 5, 2 “como suave olor, suave perfume”.

Estamos llamados no a entregar algo, sino a donarnos nosotros. A entregarnos y a ofrecernos a los demás. Con lo que somos y con lo que tenemos. Esto vale más que cualquier sacrificio. Es un corazón contrito y humillado, el que yo necesito, dice Dios en Cristo, ya anticipadamente en el A. T.

Yo necesito la entrega de tu vida, dame lo que tenés, lo que sos. La ofrenda de la vida, como lugar de crecimiento y de desarrollo de la propia vida. Como el lugar donde somos y aprendemos a ser. “Es en este lugar de la ofrenda de la vida donde se realiza la finalidad última del ser hombre: porque Dios no ha hecho el don de la vida, sino es para que tuviéramos a nuestra vez algo grande y hermoso que ofrecerle a Él como don”, escribe san Ireneo.

“Nosotros hacemos ofrenda a Dios, no porque Él la necesite, sino para darle gracias con su mismos dones y santificar la creación.” No es Dios quien necesita algo de nosotros, somos nosotros quienes necesitamos ofrecerle algo a Dios.

Hay una corriente de pensamiento filosófico, psicológico moderno que ha llegado, por otro camino, a la misma conclusión del Evangelio, a saber, que la mejor manera de salvar nuestra vida es perderla, haciendo don de la misma, quien dice así “la única manera de liberarse del conflicto humano es la renuncia total, que nos lleva a ofrecer toda nuestra vida como don al sumo poder.”

Al final de la vida, sólo lo que hayamos dado nos quedará en la mano, transformado en algo eterno. Uno de los poemas de Tagoré presenta a un mendigo que cuenta su historia convertido en prosa.

Dice así: “Había estado mendigando de puerta en puerta, por toda la aldea. Cuando apareció a lo lejos una carroza de oro. Era la carroza del hijo del rey. Yo pensé: – Es la oportunidad de mi vida.

Me senté abriendo alforja de par en par. Esperando que se me daría la limosna sin tener que pedirla siquiera. Más aun que las riquezas lloverían al suelo, a mi alrededor.

Pero cual fue mi sorpresa, cuando al llegar junto a mí la carroza se paró. El hijo del rey bajó, y tendiendo la mano derecha me dijo: – ¿Qué tienes para darme?

Qué clase de gesto real era ése de tenderle la mano a un mendigo. Confuso e indeciso saqué de mi alforja un grano de arroz, sólo uno, el más pequeño. Y se lo di. Pero qué tristeza sentí por la noche cuando, hurgando en mi alforja encontré un pequeño grano de oro. Sólo uno. Lloré amargamente por no haber tenido el valor de dárselo todo”.

Me pareció hermosa esta historia para nuestro encuentro de hoy. Porque en realidad, es esto justamente lo que hace Dios con nosotros. No nos da algo. El Padre nos dio el Hijo, el Hijo y el Padre nos entregan el Espíritu Santo, como el gran don. Para que nosotros en esa dinámica de entrega no demos algo de nosotros mismos, sino nos entreguemos todo lo que somos y lo que tenemos.