¿Dónde descubrís la presencia de Dios en tu día a día y en tu historia?

martes, 27 de junio de 2023
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21/06/23- En “Acortando Distancias” recibimos cada miércoles a la Hermana Mariana Zossi, religiosa dominica, Presidenta de la Asociación Bíblica Argentina. En esta oportunidad dialogamos sobre la figura de Jacob, hijo de Isaac y nieto de Abraham. En la vida de Jacob existieron tres noches importantes, que ayudaron a su crecimiento y madurez interior y a descubrir el verdadero rostro de Dios.

a) La noche de Betel

Escapando de las tiendas familiares de Beersheva, se encuentra en camino hacia Harán, la tierra de sus antepasados arameos. La noche y el cansancio le obligan a la pausa y al sosiego. Jacob dormita y sueña escaleras que unen la tierra con el cielo. Y ángeles que suben y bajan. Al despertar, tantea a su alrededor. Sólo descubre la piedra usada como almohada. Es ésa una noche que en su vida marcará el descubrimiento de las cosas (Gn 28, 10-22).

Jacob, como la mayoría de sus contemporáneos, pensaba que Yahvé era el “dios” de un lugar, unido a la Tierra Prometida. Si se viajaba fuera de “su” territorio, se perdía su presencia y su protección. Y ocurría con frecuencia que entonces se rendía culto al “dios local”, para concertar sus favores. Pero he aquí lo que ocurrió un encuentro fuera de los límites locales.

Ésta es la casa de Dios, es decir el lugar donde Él se aparece y que deberá pues convertirse en santuario para el culto; y “ésta, es la puerta de los cielos” (v 17). Tras esta imagen que preside ahora el relato podemos percibir otra idea mucho más antigua, según la cual la propia piedra que le sirvió de almohada fue entendida como “morada de Dios” (vv. 17b-18)

Despertado de su sueño, Jacob recuerda en la noche su propia inseguridad, que, habituada a la mentira, siempre ha exigido juramentos (Gn 25, 33). Sin duda, recuerda también su propia astucia, apoyada en la complicidad de la madre (Gn 27, 8) y reconocida por la ciega clarividencia del padre (Gn 27, 35). A veces se pregunta si no será cierto que tiene la voz zalamera de Jacob y las ágiles manos de Esaú (Gn 27, 22). La treta del vellón que cubrió sus brazos le parece ahora la trampa de su propia astucia, alienada e insatisfecha.

Despertado de su sueño, Jacob comprende que cualquier cosa y cualquier lugar pueden ser una Betel (lit. Puerta del Cielo). La tradición goza en atribuir al huidizo patriarca la fundación de ese lugar santo.
Sí en todo lugar de la tierra hay “comunicación” entre el hombre y Dios: ésta es la significación evidente de esta escalera simbólica por la que ¡suben y bajan los ángeles! El cielo y la tierra están permanentemente unidos. Es el gran proyecto de Dios: establecer entre Dios y los hombres unas relaciones personales.

b) La noche de Yabboq

Años más tarde lo encontramos de nuevo en marcha. Huyendo esta vez de su suegro Labán, Jacob ha llegado hasta Majanayim, donde le salen al encuentro los ángeles de Dios. Los ángeles marcaron su escapada y señalan su retorno a la tierra de las promesas. ¿Y el largo paréntesis intermedio? Nunca se le mostraron los ángeles en Harán. También esta noche junto al torrente Yabboq marcará su vida para siempre (Gn 32, 23-33).

Esta noche Jacob siente repugnancia ante su propia imagen. Va recordando su llegada suplicante hasta Harán. Recuerda sus largos años de pastoreo para beneficio y prosperidad de Labán. Ha sido astutamente engañado hasta en su noche de bodas (Gn 29, 15-30). Ha tenido que servir siete años más para conseguir a Raquel (la bien amada), después de tener que cargar con Lía (hermana de Raquel). Es como si siempre hubiera vivido en la oscuridad de la noche.

Se ha sentido prisionero de su propia nostalgia (Gn 30, 25). Dominado por su antigua ansiedad ante las cosas y codicioso de rebaños (Gn 30, 32-43). Marcado para siempre por su antigua fama de usurpador (Gn 31, 1). Enemistado con Labán y obligado a justificar su prosperidad ante sus propias esposas (Gn 31, 2- 16).

De nuevo se encuentra huyendo (Gn 31, 27). En la reciente disputa con Labán ha descubierto su ácida altanería, basada en la trampa y el engaño, como siempre (Gn 31, 36-42). A medida que avanza hacia el Sur le asalta el miedo a su hermano Esaú, del que ni la distancia ni los regalos han conseguido liberarlo (Gn 32, 8).

Esta noche Jacob tendrá que descender al abismo más insondable de sí mismo. Es un momento crucial en la vida de todo hombre. Gozoso o dolorido, el encuentro consigo mismo es inevitable. Quién sabe si, allá en el fondo, no le duele su insignificante papel ante Dios.

Jacob ha tenido que andar muchos caminos para llegar aquí: a la lucha decidida y descarnada con su otro yo. Se encuentra solo ante el murmullo del torrente Yabboq. Y ante esa fuerza que lo obliga a luchar antes de atravesar la frontera que aún lo separa de las promesas. Ésta es la noche de la verdad. La noche de la sinceridad sin máscaras. La noche de la agonía sin testigos.

Esta noche Jacob adquiere ante Dios la grandeza de sus antepasados. Y Dios le otorga el nombre nuevo que corresponde al hombre nuevo que acaba de nacer en él: Israel, el “fuerte contra Dios” (Gn 32, 29).
Jacob, que se encuentra a sí mismo en la lucha con Dios, será en verdad un hombre renacido. Su vieja codicia ante las cosas se torna generosidad ante el rostro de su hermano (Gn 33, 1-11). Desde ese momento perderá el miedo y será capaz de tomar decisiones libres y responsables. Será capaz de echar raíces en la tierra y de edificar un futuro en la libertad (Gn 33, 12-20).

c) La noche de Beersheva

Pasan los años, y Jacob es demasiado anciano para volver a emigrar. Sus 12 hijos han ido poco a poco asumiendo el cuidado de los rebaños. Y allá en la tienda en que se cobija Jacob parece ir madurando en la paz. El joven ladino y codicioso que fue, el hombre astuto y luchador que también fue, se ha convertido en un anciano paciente y profundo como el pozo que recuerda su nombre en las tierras de Siquem.
Al fin se ha hecho la luz en la vida del hombre que ha ido descubriéndose a sí mismo en el silencio de la noche. Pero hay otra noche en Beersheva, en la que Dios se hace presente en la vida del nómada. Es la noche del descubrimiento de Dios (Gn 46, 1-5).

A la hora de esta visión, Jacob ha pasado ya por muchas pruebas, como el rapto de su hija Dina y la terrible venganza que Simeón y Leví tomaron de Siquén y de sus gentes (Gn 34). Sobre el anciano se alza el fantasma de la enemistad y la contienda que presidiera su juventud.

Ha perdido a Raquel (la bien amada), cuando le traía a la luz al 2º hijo (tan esperado), y la ha sepultado junto al camino de Belén, mientras el hijo mayor (Rubén) rompía indecorosamente la honestidad del clan (Gn 35, 16-22).

Ha recibido un día la túnica ensangrentada de su hijo José (Gn 37, 10) y ha llorado amargamente sobre el vestido multicolor que un día regalara a aquel extraño hijo soñador e idolatrado (Gn 37, 3). La familia, que fue siempre motivo de orgullo para él, ha sido fuente de dolores y de continuo estupor.

Su hijo José vive y es poderoso, allá en Egipto. Y, entre la incredulidad y la alegría, Jacob decide que nunca es demasiado tarde para volver a ponerse en camino (Gn 45, 26-28).

A la hora de esta visión, tras el sacrificio de Beersheva, Jacob ha empezado a conocer a su Dios: un Dios nómada. Un Dios amigo, que invita a abandonar el temor y que, al manifestarse, lo hace en la promesa de un “éxodo liberador”.

La leyenda de Jacob nos lo sitúa en un largo camino y en muchos años de exilio. La suya es una búsqueda atormentada en medio de la noche. Jacob recorre tortuosos caminos que van desde la astucia a la sencillez, de la altanería a la simplicidad, de la confianza en sus cosas y artimañas al abandono en el Dios de las promesas.

Su peripecia humana y su aventura de fe es como la parábola del gran adviento de la humanidad que busca y aguarda la salvación. Una salvación que trasciende todos los anhelos.

No te pierdas de escuchar la entrevista completa en la barra de audio debajo del título.