22/08/2014 – En el evangelio de hoy Jesús responde a los fariseos sobre el mandamiento más grande, el amor. Además ubica en una situación de semejanza el amor a Dios, con todo el corazón, alma y espíritu, con el amor al prójimo. Sólo el amor es capaz de movilizar la lo más grande que hay escondido dentro nuestro, recrear nuestro vínculos y hacerlos acrecentar.
Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba:”Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?”. Jesús le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas”.
Mt 22,34-40
“El amor hace posible que seamos capaces de recrear la mesa en el compartir y que las cosas simples sean celebradas” @Pjaviersoteras — Radio María Arg (@RadioMariaArg) agosto 22, 2014
“El amor hace posible que seamos capaces de recrear la mesa en el compartir y que las cosas simples sean celebradas” @Pjaviersoteras
— Radio María Arg (@RadioMariaArg) agosto 22, 2014
Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22, 36). La pregunta deja adivinar la preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, si tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos y prohibiciones. ¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor? Pero Jesús no titubea y responde con prontitud: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento” (Mt 22, 37-38).
En su respuesta, Jesús cita el Shemá, la oración que el israelita piadoso reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cf. Dt 6, 4-9; 11, 13-21; Nm 15, 37-41): la proclamación del amor íntegro y total que se debe a Dios, como único Señor. Con la enumeración de las tres facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas profundas: corazón, alma y mente, se pone el acento en la totalidad de esta entrega a Dios. El término mente, diánoia, contiene el elemento racional. Dios no es solamente objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y del sentimiento, sino también del intelecto, que por tanto no debe ser excluido de este ámbito. Más aún, es precisamente nuestro pensamiento el que debe conformarse al pensamiento de Dios.
Sin embargo, Jesús añade luego algo que, en verdad, el doctor de la ley no había pedido: “El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). El aspecto sorprendente de la respuesta de Jesús consiste en el hecho de que establece una relación de semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19, 18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica: “De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 40).
La página evangélica sobre la que estamos meditando subraya que ser discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se resumen en el primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el mandamiento del amor. El prójimo al que debemos amar es también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es decir, los ciudadanos que no tienen ningún “defensor”. El autor sagrado se detiene en detalles particulares, como en el caso del objeto dado en prenda por uno de estos pobres (cf. Ex 22, 25-26). En este caso es Dios mismo quien se hace cargo de la situación de este prójimo.
Aunque el amor es un mandamiento, difícilmente puede ser impuesto por mandamiento. Un esposo no puede ganar o retener el amor de su esposa o el de sus hijos por mandamiento. Si el amor es una acción de la voluntad en respuesta a un mandamiento auténtico, entonces es un amor a la fuerza. Un amor forzado es contrario a la naturaleza propia de éste.
El amor debe ser inculcado. Nace en respuesta al amor en lugar de nacer como respuesta a demandas legales. Dios “de tal manera amó al mundo” con el fin de crear amor en nosotros. “Pero Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”(Rom. 5:8). Jesús tomó la forma de hombre y murió por nosotros para ganarse nuestro amor (Fil. 2:5-7; Jn. 15:14). Es impresionante notar que Juan no dijo: “nosotros le amamos porque él nos lo mandó primero.” El simplemente dijo: “Nosotros amamos, porque Él nos amó primero” (I Jn. 4:19). De la misma manera, Pablo reconoció que la verdadera fuerza motivadora en nuestras vidas es el amor no merecido. Él explicó que “el amor de Cristo nos constriñe” nos impulsa, nos mueve (2 Cor. 5:14).
Hay lugar para el temor, pero “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor” (I Jn. 4:18). El miedo como motivación nos hace ineficaces, porque “si diera todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregara mi cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me aprovecha” (I Cor. 13:3). Nadie irá al cielo por miedo, los cobardes tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre (Ap. 21:8). El amor es el mayor mandamiento porque es la única motivación eficaz para nuestro discipulado.
Allá en las chacras se vivía prácticamente a la intemperie. No nos defendíamos demasiado de las realidades ni del clima. Más bien compartíamos el ritmo de las cosas; y por supuesto de las personas.La noche nos encerraba a todos en los pequeños charcos de luz que creaban nuestras lámparas. Los mismo que las aves acuáticas se reúnen en sus charcos cuando las atropella la sequía. La lluvia también era compartida por todos; para todos era un tiempo de recogimiento bajo techo dejando suceder lo que era imposible conjurar. También se vivía compartiendo los mismos gestos de la primavera, y las mismas humillaciones del verano o del invierno.
Porque cuando se vive a la intemperie uno no puede hacer provisión de clima. Se vive el clima del momento con intensidad y compartiéndolo, sin reservarse de él nada para el día siguiente. Tal vez lo único que se guardaba de un acontecimiento, bueno o malo, era el recuerdo de haberlo compartido y la capacidad de evocarlo en futuros reencuentros. Y lo que sucedía con los acontecimientos, sucedía también con los alimentos. Sobre todo con aquellos más primitivos, que provenían de la caza y de la pesca. Porque en las chacras abundaban las palomas, sobre todo cuando el lino era chiquito, o luego de la desgranada del maíz, o para cuando el girasol empezaba a madurar. Casi siempre cuando se escopeteaba la bandada, solían caer más palomas de las que nosotros podíamos aprovechar. Y como no teníamos la posibilidad de conservarlas, y además era un orgullo el haber tenido buen puntería el resto se mandaba a los vecinos. Y allá íbamos los chicos, hacia distintos rumbos, llevando cada uno un par de palomas gordas, con la esperanza de recibir propina. Y volvíamos luego a nuestro territorio con el orgullo de todo embajador.
Los lunes la embajada venía del arroyo. Sábado y domingo, Don Pablo los pasaba en la isla o en el monte. Su razón de compartir era mucho más urgente, porque el pescado de los arroyos del norte hay que comerlo fresco. A veces, en lugar del par de pescados chicos sacados a línea y anzuelo, solía venir con un trozo de pescado de los grandes, de esos que traen acollarado el relato de la hazaña. Y si la embajada no venía, todos compartíamos en silencio el fracaso vivido ese fin de semana por Don Pablo.
Lo mismo sucedía cuando para el invierno se carneaba el chancho. En eso del dar y el recibir, todos los vecinos comíamos presas frescas de las sucesivas carneadas. Y todos participábamos del esfuerzo o de la habilidad de todos. Sentíamos como una especie de alegría de familia grande que nos hacía compartir penas, alegrías, trabajos y fracasos.
Ahora todo aquello ha cambiado. Casi todos han comprado una heladera. En cada chacra se dispone de una pequeña geografía polar que permite conservar los alimentos perecederos. Lo que antes se compartía, ahora se conserva. Y así Don Pablo se condenó en los últimos años de vida a comer siempre pescado: fresco los lunes, semifresco los martes, y partir del miércoles, pescado conservado. (Lo que no dejaba de encerrar un peligro.) Y ya nadie supo nada de sus éxitos y de sus fracasos. Lo que hizo que para él mismo la pesca perdiera mucho de su encanto. Y también para nosotros en eso de cazar palomas.
Desde que hemos optado por la heladera, nuestra alimentación y nuestra vida en las chacras ha perdido mucho de su variedad, de su capacidad de sorpresa, de ese sentimiento de totalidad que creaba el compartir. Nos defendemos mejor contra el clima y la intemperie, sí. Pero nos estamos volviendo menos hombres.
Seguramente para no dejar que se nos enfríe los vínculos, tendremos que encontrar nuevos espacios para compartir. La mesa es el lugar del compartir el mismo destino. El amor hace posible que seamos capaces de recrear la mesa en el compartir y que las cosas simples y sencillas de la vida tengan su valor y sean celebradas. No podemos dejarnos al margen del mundo digital, en donde en verdad muchas veces la mesa familiar se amplía dando lugar a otros, pero hay que también hacerse espacios y tiempos para compartir con los más cercanos y con los que compartimos el mismo destino.
Que al amor de Dios se derrame profundamente en tu corazón
Padre Javier Soteras
1 (Extracto Homilía conclusiva del XII Sínodo de los Obispos, Basílica de San Pedro en el Vaticano, 26 – X – 2008)
2 Inspirada por Edward J. Craddock en 1945 en Beaumont, Texas.
* Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande
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