El amor nos hace sólidos

viernes, 7 de junio de 2013
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Más allá de la primera reacción

 

En estos días venimos escuchando en el evangelio de Mateo: “a ustedes se les dijo pero yo les digo”. Es ahora la quinta de las antítesis del discurso del monte de los Olivos: A ustedes se les dijo “ojo por ojo,  diente por diente”. Yo les digo: “no hagan frente al que los agravia”. La ley del Talión se encontraba en las leyes asirías, en el código de Hamurabi  quien fue rey de Babilonia hacia el 1750 ac. Aparece también en algunos libros del Pentateuco o ley de Moisés. En síntesis vida por vida, ojo por ojo, diente por diente. Es decir podes vengarte en la medida que hayas sido ofendido, cobrando o pagando con la misma moneda.

 

A nosotros nos resulta natural responder: el que me la hace me la paga. Jesús dice que esto debe ser superado, que no hay posibilidad de romper el círculo de violencia en escala ascendente si no se rompe ese circuito vicioso a partir de una superadora actitud que sea capaz de sanear y superar pacificando las ofensas recibidas.

Esto es posible gracias a una ley de amor misericordioso dispuesto a dar la espalda a la ofensa, perdonar y mirar hacia delante. Esto no quiere decir que no debemos resistir al mal, sino que no nos debemos dejar enredar por él.

 

En los escritos de los padres encontramos la siguiente parábola sobre la humildad: “los cedros dijeron a las rosas silvestres; son pequeñas y débiles sin embargo las tempestades no las destrozan, mientras [1] que nosotros somos grandes y las tempestades nos desenraizan” Los arbustos de rosas respondieron: “nosotros cuando llegan las tempestades y el viento fuerte, nos balanceamos de una parte a otra, en cambio, ustedes se oponen al viento. El anciano que contó esta parábola añadió “es necesario ceder a las ofensas, dejar que el iracundo se enfade, y no resistir de ninguna manera. Así evitaremos las malas palabras en la boca y no nos dejaremos provocar para cometer malas acciones.

 

Eso solo es posible por la fuerza del amor. En realidad el mejor bálsamo para vencer nuestras debilidades y fortalecernos es el amor. Sobre todo el único amor que puede penetrarnos por completo: el amor del Señor. Es bueno permanecer en los brazos del Señor y hacer una oración que sea simplemente dejarse tomar por su amor.

 

Ante ese amor, puedo sentirme sostenido

Puedo sentirme apoyado

Puedo sentirme inmensamente respetado

Puedo sentirme verdaderamente comprendido

Puedo sentirme profundamente valorado.

 

Ese amor me hace verdaderamente fuerte, capaz de soportar y enfrentar lo que sea: Bendito seas Señor, mi roca, que adiestra mis manos para el combate, mis dedos para la pelea. Sal 144,1

 

 

Dar por amor nos llena de vida y da vida

 

Si no debemos resistirnos a la violencia, ¿Cómo podemos negar ayuda al que nos la pida?

¿Debemos ceder ante todo mendigo por que pide en nombre de Dios aunque sepamos que nos está engañando?

La tradición cristiana ha establecido un tipo de regla general para la distribución de la limosna. Cada uno debe reservar para sí mismo, de sus bienes y sus rentas, lo que necesita para vivir; lo superfluo es para los necesitados. Ese cálculo de lo superfluo no es tan matemáticamente sencillo de hacer. Lo importante es saber que donando, donándonos no se pierde nada, al contrario se gana para la eternidad. Cuando escuchamos la voz de Cristo: “cada vez que lo hiciste con uno de estos pequeños con migo mismo lo hiciste”.

Para eso basta con solo una sonrisa cada mañana.

 

La historia la cuenta Martín Descalzo en Razones para el Amor [2]: La historia ocurre en un leprosario en una isla en el Pacífico. Allí entre tantos rostros muertos y apagados había alguien que conservaba una mirada clara y una sonrisa entre sus labios y que era en medio de su dolor decir gracias. Entre tantos cadáveres ambulantes, solo aquel hombre se conservaba humano. Cuando se preguntó qué era lo que lo distinguía de los demás, la persona que lo cuidaba contó que apenas amanecía aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente al alto muro de cemento que lo rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que a media mañana, tras el muro aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía el también. Luego el rostro de la mujer desaparecía  y el hombre ya iluminado tenía alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar que mañana apareciera el rostro sonriente. Era, – explicaban en el leprosario-  su mujer. Cuando lo llevaron de su pueblo a la leprosería la mujer lo siguió hasta el pueblo más cercano para compartir cada mañana  el amor que los unía.

 

 

Padre Javier Soteras

 

 

[1] Víctor Manuel Fernández Para Liberarse de esa sensación de debilidad interior 32-33

[2] Martín Descalzo Biblioteca básica para los  creyentes Ed. Atenas. Razones para el amor: “Una sonrisa tras la tapia” pp 152  (http://www.oleadajoven.org.ar/publicacion.php?article_id=2383)