El arte de la felicidad posible

lunes, 8 de junio de 2015

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El maestro argentino Jorge Luís Borges una vez confesó: “He cometido el mayor de los pecados. No he sido feliz”. ¿Cuando uno no es feliz, inmediatamente se transforma en “infeliz” o existe alguna diferencia entre no ser feliz y ser infeliz?

En la vida, la mayoría de las veces uno no se siente siempre feliz y pleno, radiante y desbordante; al contrario, la rutina, el estrés, las presiones y las innumerables dificultades y conflictos de la existencia erosionan tanto nuestras limitadas energías que, en general, suspiramos por la felicidad como si fuera un imposible, una quimera, un espejismo, una utopía, un anhelo irrealizable, un sueño inalcanzable.

Asociamos felicidad a la aspiración y al sueño que cada uno pretende alcanzar. Esto nos aleja de la verdadera felicidad, ya que ésta es más consistente en la medida en que se desliga de los sueños y se conecta con la realidad. Lo que cada uno es y tiene -en su propia realidad- coincide con la “posibilidad de la felicidad” y con “felicidad de lo posible”. A esta “felicidad” tenemos que aspirar. No la felicidad de lo imposible y lo inalcanzable sino la “felicidad posible”.

La realidad de cada uno posee una serie de potencialidades que esperan por salir, como los brotes después de la lluvia. No hay que ver la realidad de otros y compararse. No hay que lamentarse por la suerte propia y envidiar el destino ajeno. No es la realidad del otro la que nos va a hacer felices. La felicidad de cada uno, está en la realidad de cada uno.

Lo que hay que hacer es liberar la propia realidad de esas potencialidades dormidas que están latiendo, desplegarlas al viento y al sol, levantarlas y hacerlas crecer. Cuando las posibilidades se conviertan en realidades, nos darán más plenitud, haciéndonos sentir más completamente nosotros mismos. No hay que buscar nuestro rostro en otro espejo. Tenemos que activar todas nuestras potencialidades.

La propia realidad es la posibilidad de cada felicidad, la cual no tiene que ver con los sueños, fantasías, anhelos y deseos sino con la posibilidad que emerge de la realidad de cada uno. No podemos, en la vida, vestir la “ropa” de otro. No se puede vivir una existencia prestada y ajena. Cada uno tiene sus propias expectativas y su singular realidad.

No existe una sola felicidad. No hay que engañarse con “modelos” de felicidad para todos iguales: Todos somos distintos, únicos e irrepetibles. No hay una “felicidad tipo” o “estándar”. Todas son originales. Hay que “trabajar” la propia felicidad adecuándola al “criterio de realidad”. La felicidad no “cae de arriba”. No nos toca a nuestra puerta por sorpresa. No es una encomienda que llega a nuestro domicilio sin esperarla.

La felicidad se construye. Es una artesanía personal que puede llevar muchos años diseñar y disfrutar. Es una tarea ardua, un trabajo lento y, a menudo, fatigoso. Se necesita creatividad, empeño, tesón, paciencia y sacrificio. Sucede que actualmente se promueve una felicidad de consumo, fácil, inmediata, descartable, pasajera, ficticia y sin esfuerzo.

¿Por dónde pasa tu felicidad?; ¿Por tus sueños o por tu realidad?; ¿Descubrís mejores posibilidades para seguir creciendo?; ¿Tu felicidad tiene por destino lo material, lo afectivo, lo espiritual?; ¿En dónde ponés tu felicidad más profunda?…

 

La construcción de la propia felicidad

(…) No hay felicidades “mágicas” y “espontáneas” que irrumpen en la propia vida. Hay quienes depositan la expectativa de la propia felicidad, fuera de sí mismos, responsabilizando a otros o a las azarosas circunstancias para que se hagan cargo de su felicidad. Eso es una “ficción” de felicidad.

La verdadera felicidad se “hace”, se “trabaja”, se “cultiva”, se “invierte” en ella. La “felicidad posible” es sólo posible si uno se propone hacerla realidad en su vida. El único responsable de la propia felicidad es cada uno. No hay que delegar responsabilidades en otros. Nadie tiene que hacerse cargo de nuestra felicidad, excepto nosotros mismos. Nadie es responsable de la felicidad ajena. Eso sería un tremendo compromiso, un terrible peso y una insostenible carga. Nadie es “Dios” en la vida de otro.

A veces somos responsables de la infelicidad de otro pero no somos responsables de la felicidad de otro. A lo más, podemos ser “instrumentos” para la felicidad de otro pero no somos los artífices de su felicidad. No podemos exigirle a otro que nos haga feliz o que sea nuestra felicidad. Somos nosotros lo que podemos conseguirla moldeando nuestra propia realidad.

La felicidad no está afuera de uno. No la busquemos en los otros o en las cosas. Está en nuestra realidad, en nuestras posibilidades, en nuestra libertad y en nuestras opciones. Todos tenemos que ayudarnos a ser más felices, unos a otros; pero nadie es el autor o el responsable último de la felicidad ajena. Cada uno va forjando el destino de su propia felicidad o infelicidad.

Tampoco nadie tiene adquirida -de por vida- una “garantía” de felicidad. Nadie la ha “comprado” para siempre. Se puede tener todo pero ante la soledad, la enfermedad y la muerte, somos todos iguales. La existencia en sus “experiencias límites” es muy democrática. A todos nos nivela y nos trata por igual. Nos desnudan de todo y de todos, nos ponen a la distancia de los afectos, nos sacan los bienes, los títulos, los honores, las ventajas, las excepciones y los privilegios y nos damos cuenta de algo que hemos tardado mucho en tener conciencia: Somos “uno más”, como el resto, como todos. No tenemos diferencia.

Nadie posee en la vida nada garantizado para siempre: Ni la vida misma, ni la felicidad, ni el tiempo, ni la juventud, ni la belleza, ni la salud, ni los bienes, ni los afectos, ni las relaciones más entrañables, ni siquiera la fe, la gracia y aún el mismo Dios… Nadie ha adquirido nada definitivamente. No somos “dueños” de nada. No hay quien pueda comprar esas realidades para siempre. No hay dinero para esas cosas. Afortunadamente para algunas cosas no hay fortuna alguna.

Lo más profundo de la vida es muy valioso, aunque no tiene “precio”. Todo lo valioso,”vale”; pero no todo lo que “vale”, tiene un “precio”. Para algunas cosas no hay dinero que alcance.

Algunas realidades hay que conquistarlas día a día. Hay que cuidarlas y protegerlas; de lo contrario, pueden deteriorarse y perderse. Lo más importante de la vida es siempre frágil. Necesita mucho cuidado. A la vez siempre son gratuitas. Se tienen o no se tienen. Nada, ni nadie las puede comprar.

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Jesús propone un estilo de felicidad particular

A veces pareciera que el cristianismo está enojado con la felicidad, como si tener fe fuera algo triste, melancólico, cabizbajo, doliente, apesadumbrado. Una religión nostálgica, adusta, agria, seria que soporta todo con cruda resignación. Como si la felicidad fuera un insulto de superficialidad y liviandad. Hay cristianos a los cuales nunca se los ve sonreír, alegres y festivos, celebrando las ganas de vivir y de profesar la fe. Pareciera que tenerlo a Dios fuera entrar en un túnel sombrío y frío, oscuro y extraño.

Se han olvidado que Dios se encarnó, resucitó, nos prometió la felicidad aquí y el “ciento por uno” en la vida eterna, que existe una promesa de felicidad perdurable más allá del tiempo. En fin, se conforman con un “Dios triste”, tan pequeño, que no alcanza para darles, ni siquiera un poco de felicidad a sus días.

Están totalmente sumidos en este “valle de lágrimas” y no sospechan que también existen las “colinas de la alegría”. Creen que disfrutar está mal, es permisivo o pecaminoso. Se refugian en una religión de la lástima, el sufrimiento y la pena. El Dios en el cual creen es un “Dios sádico” que se complace en el padecimiento de sus hijos, un Dios bañado de sangre y lágrimas ajenas. Mientras más dolor, mejor. Mientras más infelices, más santos. La heroicidad del sufrimiento extremo.

Nada más alejado del “Dios Amor”. La Cruz de Jesús no anuló la felicidad humana. Al contrario, le dio una nueva perspectiva. Una de las páginas más hermosas del Evangelio es aquella en la que Jesús proclama su propia visión de la felicidad humana: Las Bienaventuranzas.

Pero es aquí donde encontramos un primer escollo, ya que las Bienaventuranzas anuncian felicidades “peligrosas” que, en primera instancia, nunca elegiríamos. “Felicidades” contenidas dentro de grandes infelicidades: ¿Cómo se es feliz con la infelicidad de la pobreza, el hambre, la persecución, el insulto, la calumnia que aparecen en el Sermón de la Montaña?; ¿Jesús no se habrá equivocado?; ¿Nadie le dijo que esos son pesares y calamidades humanas para desterrar cuanto antes?…

Lo que sucede es que Jesús no está glorificando y exaltando la realidad de la pobreza, el hambre, la persecución, el insulto o la calumnia, en sí mismas, como si fueran una realidad deseable. Nos está dando “un criterio de realidad”. Está uniendo “felicidad” con “realidad”. No vincula “felicidad” con “sueño” o “aspiraciones” porque así la tentación es la evasión, fugarse del mundo.

Al contrario, muy sabiamente, Jesús nos hace mirar alrededor y ver lo que hay y lo que abunda. En sus tiempos, como en los nuestros, la realidad humana y social no ha cambiado mucho esencialmente. Al abrir los ojos cada día, al salir a la calle, al leer los diarios, al escuchar las noticias o al ver la televisión, lo que continuamente observamos son las distintas caras del sufrimiento, contemplamos los viejos harapos de la condición humana que siguen lastimando nuestra carne: Pobreza, hambre, injusticia, persecución, insulto, calumnia.

Para ser felices, no hay que “evadirse”. Hay que “sumergirse” en la realidad, por dolorosa que fuere. No existe el “mundo ideal”. Existe sólo el “mundo real”. Lo que tenemos, es lo que hay.

Sólo el que puede aceptar la realidad y transformarla, empezará a ser feliz con lo que es y con lo que tiene. La “felicidad posible” es sólo posible en la realidad de este mundo y de esta historia. De lo contrario, para ser felices tendríamos que salir de la realidad, del mundo, de la historia y de los múltiples escenarios del sufrimiento humano.

La felicidad que propone Jesús, la de las Bienaventuranzas, no es una felicidad fácil, ciega a los dolores y sorda a los clamores. El primer paso de la “felicidad posible” es un acto de aceptación; de asunción de lo que somos y nos toca. Este primer acto de humildad y aceptación nos otorga la convicción de que la felicidad es aún posible.

No sólo hay que “estar felices” sino que hay que “ser felices”. Hay que procurar la felicidad no “a pesar” de todo lo que nos pesa y nos duele sino “en razón” de todo eso. La felicidad nunca es “a pesar” sino “en virtud” de algo. Nunca es “en contra” sino “a favor de” algo mejor.

Asumiendo la realidad tal como es –la realidad personal, la realidad social o cualquier otra- se puede empezar a construir una “felicidad posible”, la que está de acuerdo a lo que nosotros hemos ido eligiendo, acorde a nuestra medida y posibilidades.

¡La felicidad es posible!: La felicidad posible es la única posible felicidad. Las otras son meras ensoñaciones, ilusiones, fantasías, vapores de un alma que sueña despierta y delira. La felicidad no está en los sueños: Está en la realidad.

Este “criterio de realidad” para asumir la “felicidad posible” viene del misterio de la Encarnación. Dios se hizo humano para redimir al mundo. Sumergiéndose en la realidad es como la redimió, desde abajo y desde adentro. No fue saliendo y evadiéndose sino internándose, entrando, aceptando y asumiendo es como revirtió, desde las entrañas de la realidad, una mejor posibilidad. No fue haciéndose algo distinto de nosotros sino uno de nosotros que nos enseña el camino de una felicidad real, histórica, concreta, singular: Una “felicidad posible”

La felicidad de las Bienaventuranzas no es la de la sonrisa fácil y los burbujeantes chispazos de la vida. Es una “felicidad pascual”: Cruz y Resurrección. Asume los sufrimientos para revertirlos. Acepta la realidad para crear otras condiciones, nuevas posibilidades y, en esas posibilidades, encontrar el “secreto” de la felicidad.

La felicidad cristiana de las Bienaventuranzas y de la Pascua es fruto de una “esperanza dramática”, no de una esperanza ingenua. La esperanza verdadera, como la felicidad verdadera, siempre se sumergen en el barro del mundo, buscando las vertientes subterráneas donde el agua mana limpia y pura.

El Dios Encarnado de los cristianos es un Dios para la felicidad. Fue un Dios crucificado y muerto que ahora está vivo, glorioso y resucitado. Está feliz, pleno, radiante y transfigurado. Es el Dios del amor y la esperanza. El Dios humano que construye -desde las heridas del mundo- una “felicidad posible”…

 

Fragmento de Espiritualidad para el siglo XXI

Padre Eduardo Casas

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