16/11/2022 – En el ciclo “Riquezas de la espiritualidad cristiana”, el padre Juan Ignacio Liébana, rector del Santuario de Huachana, se refirió a santa Teresita del Niño Jesús. “Teresa de Lisieux se nos presenta con una misión otorgada inmediatamente por Dios a la Iglesia. Pío XI la llamaba la gran santa de los tiempos modernos. La misión de Teresa lleva los rasgos de una unicidad de contornos precisos, que a la primera mirada nos fascina, y ello no tanto por el personal destino de la santita cuanto por la carismática figura que, de la movediza arena de las anécdotas menudas, fue plasmada como por una mano fuerte e invisible en duro y macizo bloque. Realmente es un hecho que no cabía esperar que, del tan sencillo y modesto destino de esta muchacha, hacia el fin, se vaya contorneando una doctrina y una teología cada vez más clara, triunfante e irrebatible. Ella misma, al principio, no había ni soñado que fuera portadora de un mensaje definitivo para toda la Iglesia. Esta conciencia se despertó en ella, sólo cuando su obra estaba casi acabada, después de que había vivido su doctrina y hasta después de escritas las partes esenciales de su libro. Sólo a la vista de lo que tiene delante de sí, ve de pronto lo extraño, más que personal, que, sin saberlo, había obedientemente realizado. Y ahora que lo ve, lo entiende también y se une a ello con una especie de vehemencia. Teresa tiene desde niña una peculiar propensión a meditar y a reflexionar sobre sí misma. Esta propensión le da, una vez que ha descubierto su misión, una conciencia, que es rara en los santos. Teresa sabe ahora que está puesta sobre el candelero, y que su vida, las más pequeñas de sus acciones, han de convertirse en modelo para muchas almas pequeñitas. Hace muy precisas manifestaciones acerca de su misión ultraterrena en el cielo que muy pronto iba a comenzar: Siento que mi misión pronto va a comenzar: mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo, de dar mi caminito a las almas. Si mis deseos son escuchados, mi cielo se habrá pasado sobre la tierra hasta el fin del mundo. Y como su hermana Paulina le preguntara qué caminito era aquel que había que enseñar a las almas después de su muerte, Teresa responde con plena conciencia de su responsabilidad: “Es el camino de la infancia espiritual, el camino de la confianza y de la total entrega. Quiero enseñarles esos medios chiquitos que tan buen resultado me han dado a mí”. Teresa prevé la posición de su mensaje dentro de la Iglesia universal; no sólo, pues, su propia canonización, puesto que siempre supo que era una santa y jamás lo disimuló, como lo prueba el haber distribuido en su lecho de muerte sus propias reliquias o por lo menos no oponerse a su distribución. Teresa prevé igualmente la canonización de su doctrina. Ambas cosas son inseparables”, dijo el padre Juani.
“En el corazón del hombre, la oración no brota al término de una reflexión, como si se tratase de imaginar a Dios o de razonar sobre él para así llegar a hablarle. La oración no brota tampoco únicamente del silencio, como si bastase únicamente apartar las distracciones para ponerse en oración. Otros dicen: la oración es un asunto de voluntad; basta decir al empezar, «quiero» para que la oración siga normalmente a la decisión. Cada vez que uno se aparte de ella, hay que volver al acto de voluntad inicial. Sin despreciar el papel de la inteligencia, de la voluntad o del silencio, es preciso cavar más profundamente para descubrir la fuente de la oración. No pensemos ni mucho menos que las energías consumidas o las técnicas empleadas en la oración nos dispensan de bajar hacia el lugar obligado donde la oración puede brotar en nosotros. Y este lugar nos lleva necesariamente a nuestra radical pobreza, al lugar del corazón donde Dios nos ahonda y nos llena a la vez. Entonces el grito de la oración puede brotar de esas profundidades nunca suficientemente exploradas. En este lugar, Dios nos revela nuestra miseria o nuestra sed de él, y entonces brota el grito de la súplica. O Dios nos ahonda haciendo fluir hacia nosotros todos los bienes de la creación o de la recreación, y entonces surge el grito de acción de gracias o de alabanza. Cuando el grito de la oración ha desgarrado de este modo nuestro corazón, podemos volver a acudir a la inteligencia, a la voluntad y a la afectividad, pero estas facultades ya no estarán separadas del centro del ser. El grito es el camino más corto que nos puede llevar a la oración; los otros caminos frecuentemente son atajos que no conducen a ninguna parte. Así define Teresita a la oración: Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida al cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio de la tribulación como en medio de la alegría. En fin, es algo grande, algo sobrenatural, que me dilata el alma y me une con Jesús”, indicó Liébana.
“Al contemplar su propia miseria, Teresa descubre que sólo se puede apoyar en Dios y en su infinita misericordia: A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! Entonces todas se me presentan radiantes de amor. Hasta la justicia (y tal vez ella más que ninguna otra) me parece revestida de amor (Ms A, f 84). A la par del descubrimiento de su nada, descubre también su misión: deseo amarte y hacerte amar, deseo ser santa, pero siento mi impotencia, por ello, sé Tú mismo mi santidad. Para Teresa, todo es gracia. Lo nuestro siempre será una respuesta a la iniciativa del amor de Dios, que es misericordia. Hay, pues, que recibir, acoger el amor y no producirlo. Teresa ha comprendido maravillosamente que el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero (1Jn 4,10). El amor consiste en que no amamos. Mientras no hayamos asimilado esta palabra y experimentado nuestra incapacidad de amar, mientras estas palabras no se sientan a gusto en nuestro corazón, tampoco la caridad se sentirá a gusto en nuestro interior y no circulará en nosotros. Más bien, se debatirá en medio de innumerables agitaciones, pero no será amor. Tenemos que hacer la experiencia de que no amamos, de que somos incapaces de romper el círculo que nos encierra sobre nosotros mismos y aceptar esta evidencia, dejándonos vencer enteramente por ella. De lo contrario, la caridad será en nosotros, como un buen deseo, un germen estéril incapaz de producir frutos auténticos”, sostuvo el padre Juan Ignacio.