30/05/2018 Compartimos un cuento que nos ayudará a reflexionar acerca de nuestra indiferencia que nos aleja de los demás:
Un solitario ciego, para paliar sus horas de soledad, se dirigía frecuentemente a la estación de trenes. En aquella estación se acomodaba sobre unos de los tantos asientos cercanos al andén. Si bien este hombre no podía ver nada, se regocijaba con el sonido del ir y venir de los trenes, así como también, del murmullo y ecos de zapatos de los siempre apresurados pasajeros. Aunque ninguno de estos urgentes pasajeros conversaba siquiera ocasionalmente con él, apreciaba su compañía, sentía que era parte de ese loquero. Era de costumbre, una vez sentado sobre el banco de estación, dejar a un lado su sombrero y el bastón blanco para luego disponerse a oír placenteramente la indiferente y grata compañía. Había heredado de su padre un reloj de pulsera del que tenía el hábito o el ritual casi necesario de acariciarlo constantemente, mientras las horas simplemente pasaban. Le pareció acertada la idea de mantener el reloj siempre visible debido a que el viejo reloj de la estación se empeñaba en no dar la hora exacta, siendo constante las quejas de los pasajeros. La gente pasaba y comentaba entre murmullos: –¿y este además de ciego es loco? ¿Qué hace con un reloj?, pobre hombre, quizás quiere disimular su ceguera. ¿Tiene un reloj y no puede ver la hora? ¡Qué pena!– Cada uno que pasaba cerca suyo hacía algún comentario despectivo. Demás está contar que nadie le preguntó la hora, nadie siquiera, intentó espiar su hora.
Un solitario ciego, para paliar sus horas de soledad, se dirigía frecuentemente a la estación de trenes. En aquella estación se acomodaba sobre unos de los tantos asientos cercanos al andén.
Si bien este hombre no podía ver nada, se regocijaba con el sonido del ir y venir de los trenes, así como también, del murmullo y ecos de zapatos de los siempre apresurados pasajeros.
Aunque ninguno de estos urgentes pasajeros conversaba siquiera ocasionalmente con él, apreciaba su compañía, sentía que era parte de ese loquero.
Era de costumbre, una vez sentado sobre el banco de estación, dejar a un lado su sombrero y el bastón blanco para luego disponerse a oír placenteramente la indiferente y grata compañía. Había heredado de su padre un reloj de pulsera del que tenía el hábito o el ritual casi necesario de acariciarlo constantemente, mientras las horas simplemente pasaban.
Le pareció acertada la idea de mantener el reloj siempre visible debido a que el viejo reloj de la estación se empeñaba en no dar la hora exacta, siendo constante las quejas de los pasajeros.
La gente pasaba y comentaba entre murmullos: –¿y este además de ciego es loco? ¿Qué hace con un reloj?, pobre hombre, quizás quiere disimular su ceguera. ¿Tiene un reloj y no puede ver la hora? ¡Qué pena!–
Cada uno que pasaba cerca suyo hacía algún comentario despectivo. Demás está contar que nadie le preguntó la hora, nadie siquiera, intentó espiar su hora.
(De “Solo cuentos breves para pensar” Pablo Paredes)
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