El desafío de seguir a Jesús

viernes, 17 de febrero de 2023
image_pdfimage_print

17/02/2023 – En Marcos San Marcos 8,34-38.9,1 Jesús, después de haber corregido a Pedro en el camino, allí en Cesarea de Filipo, diciéndole que el camino es el de la cruz, les aclara a los discípulos que será la misma suerte que ellos correrán si lo que quieren es seguirlo. Es decir, cargar con la cruz de todos los días, saber negarse a sí mismo, y confiar en que lo mejor está por venir.

 

Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?  ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con sus santos ángeles”. Y les decía: “Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes no morirán antes de haber visto que el Reino de Dios ha llegado con poder”.

San Marcos 8,34-38.9,1

“Si alguno quiere venir en pos de mí”

Después de rechazar la postura de Pedro, Jesús llamó a los discípulos y a la gente para explicarles las condiciones en las que le tendrían que seguir. Hasta ese momento, ir en pos de Jesús, había consistido básicamente en acompañarle, escucharle y verle actuar, pero a partir de aquí, el Señor requería un grado de compromiso con él mucho mayor.
Pero, ¿quién querría seguirle por el camino que les estaba describiendo de rechazo, padecimientos y muerte? Desgraciadamente, tanto entonces como ahora, no son muchos los que eligen seguir a Jesús.
“Niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”

Antes de que consideremos cuáles son las condiciones para este seguimiento, debemos apreciar dos características muy importantes del llamamiento que hizo Jesús.

La primera de ellas, es su honestidad. El Señor no ocultó en ningún momento la dureza del camino.
Y la segunda, es que él no mandó a nadie que fuera por un camino por el que él mismo no hubiera ido antes.

“Niéguese a sí mismo”

La primera condición para seguir a Jesús es “negarse a sí mismo”. En vista de lo que acababa de decir, la primera cosa que implicaría, sería dejar de pensar como los hombres y empezar a ver las cosas como las ve Dios. Esto supone dejar toda aspiración material al reino de Dios, y también considerar adecuadamente la gravedad del pecado y la necesidad de la cruz.

En segundo lugar, al negarnos a nosotros mismos para seguir a Jesús, estamos cediendo nuestro derecho a gobernar nuestras propias vidas para dárselo a él. Dejamos de ser dueños de nosotros mismos, para ponernos a sus órdenes. Ya no tenemos la última palabra acerca de lo que vamos a hacer o a dónde vamos a ir. Pablo lo expresó de la siguiente manera: (1 Co 6:19-20) “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”. A partir del momento en que decidimos seguir a Jesús, asumimos su señorío en nuestras vidas, y que debemos negarnos a todo pensamiento o acción que esté basado en nuestro propio interés y no en su voluntad.

“Tome su cruz”

Para entender adecuadamente lo que Jesús quería decir con esta expresión, debemos recordar que en aquel tiempo la cruz servía para ejecutar a los condenados a muerte. Antes de eso, el reo era obligado a cargar con su propia cruz hasta llegar al lugar en el que iba a ser ajusticiado (Jn 19:17). Claro está, que aquellas personas llevaban la cruz por obligación, pero a nosotros se nos pide que lo hagamos voluntariamente.

Pero ¿en qué sentido debemos llevar la cruz? Muchas personas creen que se refiere a alguna prueba por la que están pasando, y hablan de “la cruz que les ha tocado”. Pero ya hemos dicho, que la cruz era un lugar de muerte, no sólo de sufrimiento. Tampoco significa que tenemos que estar dispuestos a morir por la causa de Cristo, aunque por supuesto, esto es cierto. Pero pudiera ser que esto nunca llegara a ocurrirnos, y lo que aquí está diciendo, es que la muerte es un requisito imprescindible para poder llegar a ser un seguidor de Cristo.

La cruz era un medio de ejecución, y por lo tanto, tomar la cruz implicaba morir. Pero no se refiere aquí a la muerte física, sino a la muerte del hombre caído. Este es un paso fundamental para llegar a ser un verdadero cristiano, y debemos recapacitar sobre lo que significa. Desgraciadamente, en muchas ocasiones, cuando se predica el evangelio a los inconversos, lo que se les dice es que tienen que creer que Jesús murió por ellos en la cruz, y que por su muerte, ellos pueden llegar a ser salvos. Y no cabe duda de que esto es completamente cierto, pero no es toda la verdad que ellos necesitan saber y aceptar. Realmente, lo que Jesús dijo es que cualquiera que quiera llegar a ser un cristiano, él mismo también tiene que morir. El apóstol Pablo lo expresó así: “hemos sido crucificados juntamente con Cristo” (Ga 2:20). Por supuesto, la muerte de Cristo fue en sustitución por los pecadores, y esto es imposible de imitar, pero esto no quita que nosotros también debemos “morir con él”.
Entonces, ¿en qué consiste el ser “crucificados juntamente con Cristo”?

En primer lugar, cuando nosotros decimos que hemos muerto con Cristo, lo que estamos haciendo, es reconocer que no hay nada en nosotros que pueda ser recuperado para ser llevado al cielo. Todo en nosotros está manchado por el pecado, y debe ser “ajusticiado”, debe morir. Por lo tanto, el primer requisito para morir en este sentido, es reconocer que Dios tiene razón en el diagnóstico que hace de nosotros cuando nos dice que todo nuestro ser está perdido por el pecado, y que no hay nada que podamos hacer por nosotros mismos que nos pueda salvar.
Y en segundo lugar, implica también nuestra identificación con la muerte de Cristo. Aceptamos que merecemos la justa condenación de Dios, pero rogamos que Cristo ocupe nuestro lugar. Confiamos en el valor del sacrificio que él realizó en la cruz.

Sin duda, tomar la cruz resulta difícil. A ninguno de nosotros nos gusta admitir que hemos fracasado, que somos pecadores y viles. Todos preferimos pensar bien de nosotros mismos, e intentar hacer algo para salvarnos. Por eso, el tener que admitir que no podemos, hiere profundamente nuestro orgullo. Esta es la razón por la que al hombre le gusta mucho más la religión que el cristianismo; porque en la religión, siempre le dicen que puede hacer algo por sí mismo para salvarse, mientras que cuando queremos ser cristianos, tenemos que dejar que Cristo nos salve enteramente.

Viendo el cristianismo moderno, parece que muchos aceptan el hecho de que Cristo ha sido crucificado por nosotros, pero cabe preguntarnos, si nosotros también hemos sido crucificados juntamente con él. Recordemos que es imposible beneficiarse de la muerte de Cristo, si nosotros no morimos al pecado juntamente con él. Y desgraciadamente, algunos parecen actuar creyendo que el hecho de que Cristo muriera en la cruz por ellos, les da algún tipo de licencia para poder seguir viviendo sus propias vidas en el pecado. ¡Esto no es posible! Quienes hacen esto, no han entendido lo que es ser un seguidor de Cristo.

Por último, si morimos con Cristo, también resucitaremos con él a una nueva vida de victoria sobre el pecado (Ef 2:6). En el momento en que tomamos la firme decisión de arrepentirnos de nuestros pecados, al punto de morir a ellos, y confiamos en el valor de la obra de Cristo en la cruz en sustitución nuestra, entonces Dios nos da una nueva naturaleza, creada a la imagen de su Hijo y dirigida por el poder de su Espíritu Santo (Jn 3:5-7) (Ef 1:13). Esta nueva vida, sí que es apta para entrar en el reino de Dios y está capacitada para ajustarse a sus principios. En estas condiciones sí que es posible seguirle.

“Y sígame”

Seguir a Jesús significa andar por donde él anda y obedecer lo que él nos manda. Esto debe afectar a la totalidad de nuestra vida. Ser cristiano no es seguir a Jesús en algunas ocasiones, y en otras ir por nuestros propios caminos. Es cierto que no es fácil, y que en muchas ocasiones fracasamos, pero el verdadero discípulo, con todo y no ser perfecto, ha elegido de corazón seguirle a él y obedecerle.

Pero como hemos dicho, para que esto sea realmente posible, es imprescindible negarnos a nosotros mismos y tomar la cruz. Es entonces cuando Dios obra en nosotros por medio de su Espíritu Santo, dándonos una nueva naturaleza y el poder necesario para andar siguiendo sus pisadas (1 P 2:21).

Notemos también que en este mandamiento, está implícita la idea de perseverancia: “sígame continuamente”. El Señor nos quiere llevar a una vida de continua santificación. No se trata de una decisión para un momento, sino que tiene que ver con un plan que abarca toda la vida.

“Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá”

Para entender este dicho del Señor, es necesario que nos preguntemos ¿qué es lo que desea salvar exactamente? Como ya hemos comentado más arriba, Dios ha diagnosticado que el hombre caído está bajo la condenación de Dios, y que no hay nada en él que se pueda salvar. Por eso, nos invita a identificarnos con Cristo en su muerte, para que de esta forma podamos también disfrutar de la nueva vida que nos da por su resurrección. Pero, ¿qué pasa si el hombre no está de acuerdo con el diagnóstico de Dios, y decide que sí que hay cosas que se pueden salvar y que vale la pena mantener? Pues la respuesta es evidente: está bajo el juicio de Dios y se va a perder. Todo lo que edifiquemos sobre el hombre caído, finalmente será destruido.

Este principio fundamental se puede aplicar tanto a la salvación del hombre, como a su santificación. Si el hombre cree que su naturaleza caída le puede llevar a la salvación, tarde o temprano descubrirá que ha perdido su vida eternamente. Pero de la misma manera, si un creyente decide vivir en la carne en lugar de en el Espíritu, llegará el momento en que se encontrará delante del tribunal de Cristo y verá como todas esas obras son destruidas (1 Co 3:11-15). Por supuesto, él mismo será salvo, “aunque así como por fuego”, pero sin poder disfrutar eternamente del fruto de su trabajo.

“Y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará”

El Señor vuelve a incidir en la misma idea expresada anteriormente, pero ahora de forma inversa: si alguno decide “hacer morir” (Col 3:5-10) lo que pertenece al viejo hombre, con el fin de vivir para Cristo y su evangelio, salvará su vida eternamente.

Como vemos, el llamamiento del Señor es claro y radical. En él no hay lugar para la tibieza (Ap 3:15-16). Sin duda, para el mundo, la persona que se involucra mucho en la vida cristiana, le parece que la está perdiendo. Para ellos, ganar la vida es “disfrutar” desmedidamente de todos los placeres mundanos y “les parece cosa extraña que vosotros no corráis con ellos en el mismo desenfreno de disolución, y os ultrajan; pero ellos darán cuanta al que está preparado para juzgar a los vivos y a los muertos” (1 P 4:4-5).

Pero es en la medida en la que gastamos nuestras vidas en la causa de Cristo, que realmente las estamos ganando. Solamente la consagración total al Señor y al servicio del Evangelio, puede dar sentido y eficacia a la efímera existencia del hombre sobre la tierra.

Por todo esto, el cristiano que vive con un pie en el mundo y otro en la iglesia, es un auténtico infeliz. Sufre en el mundo y sufre en la iglesia. Para disfrutar plenamente de la vida cristiana es necesario tomársela con la radicalidad con que la enseñó el Señor.

“Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?”

Para demostrar la importancia de lo que está diciendo, el Señor presenta a continuación un caso extremo: imaginemos un hombre que logra hacerse con todas las cosas valiosas de este mundo, pero en su esfuerzo por conseguirlas, pierde su propia vida, ¿de qué le sirve todo lo que ha ganado si no lo puede disfrutar? ¿No preferiría tener su propia vida aunque perdiera todas sus posesiones?

Todos los tesoros de esta tierra, no pueden compararse con la vida eterna. Por eso, el negocio más ruinoso que el hombre puede hacer en este mundo, es el de cambiar los bienes materiales por la salvación eterna de su alma. Porque por mucho que pueda disfrutar de los bienes en este mundo, pronto sus años acabarán, y tendrá que dejarlos, mientras que las realidades eternas a las que el Señor se estaba refiriendo, permanecerán por toda la eternidad.
Finalmente, lo que Jesús nos está preguntando es a qué damos valor en la vida. Sin duda, nuestra respuesta a esta pregunta, determinará nuestro comportamiento y la forma en la que gastamos nuestra vida. ¿Nos importan las cosas terrenales o las espirituales y eternas? ¿Vivimos para la carne o en el Espíritu? ¿Damos valor a los principios del reino o a opiniones mundanas? ¿Nos interesa la gloria de Dios o la nuestra propia? ¿Es nuestra prioridad el reino de Dios o nuestras propias posesiones?

Al tomar nuestra decisión, debemos recordar que hay cosas que tienen un valor temporal, mientras que otras son eternas. Algunas las tendremos que dejar necesariamente al salir de este mundo, y otras las podremos disfrutar por toda la eternidad (Ap 14:13).

“¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?”

En un mundo materialista como el nuestro, el valor de las personas se mide generalmente por lo que tienen. Y nosotros mismos, sin darnos cuenta, fácilmente damos por bueno el dicho popular de “tanto tienes, tanto vales”. Pero el Señor hace un sencillo razonamiento para que veamos que el valor de una vida, no está en relación con el dinero o posesiones que tiene: ¿Con qué dinero se puede recuperar una vida? Seguramente, todos los ricos darían sus fortunas a cambio de seguir viviendo cuando llegara el momento de su muerte, y sin embargo, no les sirve para nada.

El salmista lo expresó de la siguiente manera: “Los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate (porque la redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás), para que viva en adelante para siempre, y nunca vea corrupción” (Sal 49:6-9).

“El que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora”

El Señor era consciente de que su mensaje no estaba agradando a sus oyentes. Sus discípulos esperaban que si él era el Mesías, subiría inmediatamente a Jerusalén para ocupar el trono de David, pero en lugar de eso, les anunció el rechazo del pueblo y su misma muerte. Ellos estaban pensando en los puestos de honor que iban a ocupar en el reino, y él les dijo que para seguirle debían negarse a sí mismos y tomar su cruz. Las aspiraciones de los discípulos se centraban en lo material y temporal, y Cristo les hablaba del valor de lo eterno y espiritual.

¿Qué iban a hacer con esta predicación de Jesús? ¿Se avergonzarían de él y de sus palabras? La pregunta sigue en pie también para nosotros, porque todos estos conceptos que Jesús expresó, tampoco gozan de popularidad en nuestros días. ¿Estaremos dispuestos a sufrir el ridículo, o incluso la persecución, por predicar estas mismas palabras? ¿Nos sentiremos orgullosos de ellas? ¿Nos avergonzaremos de la cruz o nos gloriaremos en ella?

Es cierto que la sociedad utiliza con mucha habilidad el poder del ridículo con el fin de intentar hacernos callar el mensaje de la cruz. Pero esto es otra evidencia más de que nuestro mundo está al revés. Como decía el profeta Isaías: “a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo” (Is 5:20). Se sienten orgullosos de sus pecados y de haberse “liberado” de los mandamientos de Dios, pero en cambio, se avergüenzan de Cristo, de su santidad y pureza, de su obra de redención en la cruz a favor de los pecadores. Esto es imposible de comprender, a no ser que el mundo esté realmente en un estado moral mucho peor del que podemos imaginar.

Bueno es que nos avergoncemos del pecado, de la mundanalidad y de la incredulidad, pero nunca de Aquel que murió por nosotros en la Cruz. No hagamos nunca causa común con esta generación adúltera y pecadora para negar a Cristo.

“El Hijo del Hombre se avergonzará también de él cuando venga en la gloria de su Padre”

El último y definitivo paso para el establecimiento del reino de Cristo en este mundo, será “cuando él venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles”. Lo que estaba diciendo es que su muerte y resurrección no traerían inmediatamente el reino a este mundo de una forma visible y plena. Esto sólo ocurrirá en su segunda venida en gloria. Los discípulos esperaban esto de forma inmediata, pero él les anuncia que en el programa divino para el establecimiento del reino, todavía habría que esperar un tiempo. En el libro de los Hechos, ante la impaciencia de los discípulos, el Señor resucitado les dio más información sobre lo que tendría que ocurrir en ese periodo de espera: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hch 1:8). Sería un tiempo de gracia para anunciar al mundo entero el evangelio de Cristo y su salvación. Pero notemos que el establecimiento visible del reino en este mundo no vendrá por el éxito de la predicación del evangelio, sino como el resultado directo de la venida en gloria del Señor.

Es interesante considerar también la forma en la que Jesús anunció que vendría: “Cuando el Hijo del Hombre… venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles”. Sin duda, nos recuerda la profecía de Daniel: “Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (Dn 7:13-14).

En ese momento, cuando Cristo regrese a este mundo en gloria, la conducta que los hombres tienen ahora hacia Cristo, determinará la conducta de Cristo hacia ellos entonces.

Cuando este día llegue, se acabarán las oportunidades de la gracia, y será un tiempo de juicio y de arreglar cuentas ante Dios. Es infinitamente mejor confesar ahora a Cristo y ser despreciados por los hombres, que vernos negados por Cristo ante su Padre el día del juicio final.

Preguntas

1. ¿Cuáles son las diferentes etapas para el establecimiento del reino de Dios en este mundo que hemos considerado en esta lección? Explique la importancia de cada una de ellas.
2. ¿Cuáles son las condiciones para el verdadero discipulado que hemos visto en la lección?
3. ¿Por qué cree que el Señor reprendió tan duramente a Pedro? Explique sus razones.
4. ¿Qué quiso decir Jesús con “tome su cruz”? Explique qué significaba en aquel contexto la cruz, y cómo se aplica a los seguidores de Jesús.
5. Explique con sus propias palabras lo que Jesús quiso decir con esta declaración: “Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará”.