El desarrollo de la vida espiritual

martes, 1 de junio de 2010
image_pdfimage_print
Espiritualidad para el siglo XXI (Cuarto ciclo)
Programa 9: El desarrollo de la vida espiritual

Eduardo Casas

Texto 1.

    Las grandes religiones monoteístas -cristianismo, islamismo, judaísmo- como también las religiones politeístas –entre ellas- el hinduismo; así como las filosofías religiosas, el budismo, por ejemplo, en  la descripción del itinerario del ser humano en su unión con Dios o con lo divino han sentido la necesidad de marcar momentos, pasos, etapas, ciclos, vías que describan las características de cada uno de esos momentos en relación al progreso general.

    A lo largo de los siglos, la pedagogía espiritual nos ha ido enseñando, entre comparaciones y metáforas, ese andar del ser humano hacia Dios y ese andar de Dios hacia el ser humano, mutuo ascenso y descenso en un mismo encuentro.

    Ciertamente las etapas en la vida espiritual, no hay que tomarlas exactamente como rígidos pasos a seguir o fases a cumplimentar. El ser humano siempre ha sentido la tentación de “cuantificar” o de “clasificar” su relación con Dios. Incluso la Ley de Dios, los Mandamientos, los Preceptos, los sacramentos, los exámenes de conciencia, algunos los han tomado como un parámetro, un “indicador”, un   “termómetro” para “medir” nuestra relación con Dios. No existe trampa más peligrosa que ésa.

    Dios siempre está más allá de nuestras “medidas”, “cálculos” y “resultados”. La vida espiritual no es un “registro” o una “contabilidad”. No es posible medir, cuantificar, clasificar, rotular, etiquetar. Todas estas son tentaciones de nuestros deseos por  manipular a Dios y su modo de obrar o “medir” de alguna forma el crecimiento espiritual.

    Hay que dejar –fundamentalmente- que Dios y la vida espiritual sean. No hace falta estar midiendo, controlando, comparando. La rigidez religiosa puede volverse neurótica si alimenta exclusivamente estos intereses.

    Hay quienes permanentemente quieren medir su “estatura espiritual” frente a Dios, como si fuera un examen moral, un escrutinio de buena conducta o como si la santidad fuera sólo para héroes y titanes. La soberbia religiosa de nuestro ego puede pretender esas cosas. Hay que ser más sencillos en la relación con Dios. No hay que “medir” tanto. Hay que ser más simples. Lo cual no quiere decir ser simplistas. Hay que ser como niños nos dice Jesús. Él llamaba a Dios, “Abbá”, papá. El amor no se “mide”. Está lejos de todo frío “cálculo” y “cómputo”. En la vida espiritual, todo se reduce a amar más sino no hay crecimiento.

    ¿Vos sos propenso a considerar tu relación con Dios y tu propio crecimiento espiritual cuantificando buenas obras, virtudes y  logros?; ¿eso no te ata a que te sientas bien cuando lográs algo y a que te sientas defraudado cuando no has podido alcanzar la meta de tu propia autoexigencia?; ¿no hay que ser más sencillo y mirarse menos a sí mismo incluso en la relación con Dios?; ¿no te sentís a veces lejos, como a la distancia de Dios, con deseos de volver a ese rincón donde está su arrullo y su abrazo?

Texto 2.

La vida espiritual, desde sus orígenes, ha sido entendida como un “camino”, un sendero, un itinerario, una peregrinación. Incluso la vida humana ha encontrado en el “camino” una imagen universal para describirse a sí misma. La vida es caminar, peregrinar, transitar, andar, viajar, continuar,  seguir. La dirección es siempre para adelante, de cara al futuro con las alas de la esperanza.

    En la Biblia también encontramos esta imagen del “camino”. Israel era primitivamente un pueblo nómada. Abraham, el primer creyente, fue el gran peregrino de la fe. Para él,  detenerse en el camino sólo fue posible al llegar a la tierra prometida. También para Moisés, nunca fue tierra conseguida y conquistada. El Éxodo de Egipto se convirtió en el gran símbolo, en el gran “paso” de Dios y del pueblo, la “Pascua”: el tránsito de la cautividad a la liberación.

    A través del desierto, con sus tentaciones y  cansancios, con sus pruebas y  esperanzas, los israelitas continuaron el andar por años y años. Se vivía la Alianza con Dios mientras se hacía el camino. Todo este itinerario quedó simbolizado en la subida a la ciudad de Jerusalén, todos los años,  una sola vez para la fiesta anual de la Pascua. Durante el trayecto, se iban cantando salmos y orando todos juntos (Cf. Sal 120-134) en un paisaje compartido de camino y subida. El Pueblo se fue convirtiendo así en custodio de la Ley de Dios, aunque Israel fue infiel muchas veces. Como consecuencia de sus desvaríos, tuvo que vivir el exilio en tierras que no eran la suya.
    En el Nuevo  Testamento  también está la imagen del camino. Juan Bautista es el que anuncia la preparación del “camino del Señor” (Cf. Lc 3,4). Luego, el mismo Jesús, se proclama: “Yo soy el Camino” (Jn 14,6). La comunidad de los discípulos -en el Libro de los Hechos de los Apóstoles- es llamada simplemente, los “del camino” (Cf. 9,2; 18,25-26; 24,22). Así como en el Antiguo Testamento aparece repetidas veces la imagen de los dos caminos -el bueno y el malo como opción de la libertad- en el Evangelio de Juan y en su primera Carta se dice lo mismo, de otra manera, cuando se afirma que “la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la sofocaron” (Jn 1,5).
    A partir de la presentación de Jesús como Camino, en el Nuevo Testamento se sugiere que toda la existencia es entonces un “regreso”.  Toda la vida es caminar de vuelta a la casa del Padre. A ese hogar tratamos insistentemente de volver sin extraviarnos, a través de riesgos de este mundo. La vuelta y el retorno a Dios son parte de un mismo camino. Estamos en el exilio, regresar a la Patria es uno de los motivos más profundos del encuentro definitivo con Dios. Como el hijo pródigo que vuelve a la casa y a la fiesta del padre misericordioso, así también nosotros estamos caminando en la vida. Siempre de paso  y de regreso, aunque no nos demos cuenta.
    ¿Vos advertís que estás en camino?; ¿qué vas atesorando?; ¿qué es lo que vas dejando?; ¿de qué cosas te vas desprendiendo?; ¿sentís que la vida siempre nos está llevando de regreso y nos va dejando en la orilla de aquél otro mar?..

Texto 3.

Después de la Biblia, la literatura espiritual cristiana siguió profundizando estas ideas de la peregrinación y del caminar hacia la cumbre, hacia la ciudad de Jerusalén, símbolo de la meta del camino, una ascensión hacia lo alto, figura del monte donde Dios mora.

    Para buscar y encontrar a Dios hay que ascender cuesta arriba, supone esfuerzo y cooperación, lucha contra los cansancios y desánimos, fatigas y fracasos.

    La imagen de la “escalera” también fue utilizada y se encuentra próxima al símbolo de la “subida” para indicar que ésta se hace poco a poco, paso a paso, lenta y valerosamente. Estas imágenes son las que están detrás de las reflexiones de la vida espiritual cuando habla de pasos, peldaños o grados, más o menos cercanos a la cumbre, y de vías, senderos o recursos para ascender y progresar en ese paisaje escarpado. Se habla de la escalera o la escala al Paraíso (San Juan Clímaco), de los grados de la humildad (San  Bernardo); del itinerario de la mente a Dios (San Buenaventura), de los niveles del amor (Walter Milton), de la subida al monte (San Juan de la Cruz) o del camino de la perfección (Santa Teresa de Jesús).

          El Nuevo Testamento distingue entre seres humanos “espirituales” (en el griego del Nuevo Testamento los llaman “pneumáticos”) y “carnales” (“sárquicos”). Empleó también la imagen de los que eran como  “niños” (necios) y los “perfectos” (teleios), los “maduros”: cf. 1 Co 3,1-2; Hb 5,11-14.

    Los autores espirituales luego comenzaron a hacer algunas clasificaciones según el grado de avance de cada uno en la vida espiritual. Después de muchas clasificaciones y denominaciones a lo largo del tiempo, se fue arribando a una división que designaba  a los “incipientes” (los que comenzaban),  los “proficientes” (los que avanzan y los “perfectos” (los que llegaban a la plenitud). Incluso se comienza a hablar de “tres edades, etapas o estadios” del ser humano según su evolución interior.1  Las mismas graduaciones de intensidad también se reflejaban en la oración. Muchos autores hablan entonces de “perfección de la vida cristiana” o de “estados de perfección”. Este término de “perfección” hoy es bastante criticado y poco aceptado. La vida espiritual nunca puede jactarse de “perfecta”.

——–



1

Santo Tomás de Aquino, S. Th. II-II q. 24 a. 9;  III Sent., dist. 29 q.1 a. 8

    ¿Se puede ser perfecto en la vida espiritual?; ¿qué se entiende por perfección?; ¿acaso el proceso humano no está plagado de múltiples imperfecciones?; ¿no es sólo Dios perfecto?; ¿utilizar el concepto de “perfección” en la vida espiritual no es discriminar a los que nos sentimos falibles, vulnerables y frágiles?; ¿qué imagen de Dios hay detrás de una supuesta “perfección”?; ¿No está acaso el Dios exigente, severo, rígido, estricto, riguroso, implacable, duro e inflexible? *

    Esta palabra “perfección” se empleó mucho en la vida espiritual. Incluso se la relacionó con el “perfeccionismo” como condición indispensable para la vida espiritual. Buscar la perfectibilidad de las personas o de las cosas no está mal. El perfeccionismo, en cambio, es una exageración que se convierte en un defecto que no tolera  –paradójicamente- el defecto de los demás. Es un defecto que se acerca a la soberbia, ya que no se da cuenta que los fracasos y las equivocaciones son parte del aprendizaje necesario y natural de la vida.

    El perfeccionismo es una exigencia  neurótica que sufre continuas decepciones con la realidad. No se puede ser sublime a todas horas. Los errores y fracasos tampoco se pueden vivir siempre con amargura y pesimismo. Son formidables lecciones que duelen, nos fortalecen y nos vuelven más sabios.

    Hoy la palabra “perfección” y “perfeccionismo” han caído –felizmente- totalmente en desuso en la vida espiritual porque existe otra sensibilidad para hablar de este misterioso viaje que hacemos cada vez que emprendemos una caminata, una subida al Monte de Dios o una profunda zambullida al mar de sus misterios.

    Sabemos que para comenzar, proseguir y culminar el proceso interior, siempre son necesarias la humildad y la aceptación de quienes somos. Esa verdad es el primer paso a dar.

    ¿Vos ya has dado tu primer paso?; ¿reconocés la humildad de tu verdad?; ¿alguna vez buscaste la perfección por los caminos del perfeccionismo?; ¿en qué punto del viaje estás?; ¿alcanzás a ver aquellos que están en camino, igual que vos y que se han subido en este mismo tren que nos lleva a todos?

Texto 4.

    Ciertamente no es posible clasificar y cuantificar la vida espiritual. La vida toda  -y especialmente la vida sobrenatural- es algo incesante e intensamente dinámico, móvil, progresivo, que nunca se detiene. La vida se expande y se prolonga, tiende a crecer según sean sus posibilidades y circunstancias. Además, si la vida espiritual –en sus alcances más hondos y maduros- se identifica con el amor, éste tiene constantemente la posibilidad de aumentar.

    El amor posee distintas intensidades, modos y grados. Las etapas del amor se diferencian pero fundamentalmente es el amor la forma más importante de la relación entre Dios y el ser humano. En el proceso espiritual se pasa de un “amor egoísta” e interesado a Dios, que lo busca por aquello que nos puede dar al el amor gratuito de Dios por sí mismo.

    El amor no admite mayores clasificaciones, aunque sí podemos percibir en él una cierta gradualidad e intensidad. Intentar introducirse en esa corriente viva para medir el avance del amor con un elemento cuantitativo o cualitativo es imposible.

    Sin embargo las divisiones y clasificaciones en el proceso cíclico de la vida espiritual y sus etapas han existido porque metodológica y pedagógicamente nos han  servido para diferenciar momentos de un único proceso. Aunque son distinciones más intelectuales que reales o vitales, incluso hoy se siguen usando de algún modo.

    En estas clasificaciones ha prevalecido un esquema tripartito. Hay tres etapas, períodos o momentos. No obstante a la vida hay que contemplarla en su totalidad, aunque ciertamente se puede –como en la misma vida natural- ver determinados ciclos sucesivos que mutuamente se conectan. Hay un comienzo, un estado intermedio y uno final.

    Señalar un solo momento de estos tres para cada camino tiene un valor relativo y escaso. En general, el primer momento es llamado “vía purgativa” porque el ser humano se purifica de todo el apego y los obstáculos que le impide la comunión con Dios; el segundo momento es la “vía iluminativa” ya que una vez purificado, el ser humano se ilumina con la gracia; por último, el tercer momento es la “vía unitiva” cuando se une plenamente a Dios. También se han denominado estos tres momentos como el grado de “los incipientes” que consiste en evitar el pecado; el de “los proficientes” cuando se progresa en la virtud y el de “los perfectos” cuando se llega totalmente a la comunión con Dios. 2

——



2  Santo Tomás de Aquino. S. Th. II-II q. 24 a. 9

    ¿Vos estás en el comienzo, en el promedio o hacia el final de la ruta?; ¿Cómo estás viviendo este tiempo existencial?; ¿tiene alguna relación con el tiempo de tu vida espiritual?; ¿o percibís que hay un cierto descompás?; ¿cuál es tu tiempo de Dios?; ¿advertís que nunca nos detenemos en este viaje continuo, en ese trayecto que no se detiene?; ¿cómo pensás ese milagro del final?

Texto 5.

    Hay una primera etapa de búsqueda e inicio donde se percibe -consciente o inconscientemente- la necesidad interior de comenzar un proceso de crecimiento real. En esa etapa se tiene poca experiencia. Se busca el cambio y la renovación. Luego –en la segunda etapa- vienen los desafíos, los obstáculos, las crisis, comienza un trabajo y una disciplina voluntariamente sostenida a pesar de todo. Empiezan las pruebas del ego y los apegos. Se requiere dar un salto al vacío. Es el momento en se elige todo nuevamente. Posteriormente –en la tercera etapa- viene el momento de sentirse más unificado y pacificado, se está más probado y se es más experto. Las primeras fases espirituales se caracterizaban por un progreso más o menos rápido. Después el avance se hace más lento y aparecen largos períodos de sequedad interior y de profundo silencio de Dios hasta que se va arribando a cierta plenitud y  armonía, aunque nunca se está exento de ciertos altibajos.

    La sabiduría de todo el itinerario espiritual se va adquiriendo en el aprendizaje y en el crecimiento que -según el modo humano de entender- parecen “etapas” pero que, en verdad, no lo son. Nos vamos desarrollando en el tiempo, en una sucesividad progresiva, lenta y esforzada, paciente y paulatina. El aprendizaje es así. Se las compara con las etapas o las estaciones de un  viaje. Un buen viajero sabe que un mapa, por más elaborado y exacto que sea, no es el territorio por donde está transitando. Cuando nos internamos en el territorio real, vamos formando nuestra propia visión del paisaje y de los hechos. La vida es un dinamismo temporal, continuo y progresivo. El ser humano se va perfeccionando, se va haciendo y va creciendo.

    La misma terminología que -a lo largo de veintiún siglos- fue describiendo el peregrinar de la interioridad, hoy -a la sensibilidad espiritual de este tiempo- le resulta un tanto extraña. Hablar de “perfección” o de “perfectos” en la vida espiritual parece un tanto presuntuoso.

    Sabemos que los procesos vitales no admiten clasificaciones rigurosas, claras y distintas porque la vida –y también la vida espiritual- no se rige por una “lógica abstracta y formal”, racional e intelectualizada sino por una “lógica dinámica y existencial”, una “lógica borrosa” en donde las cosas, en medio de la realidad, no son tan claras y distintas como en las reflexiones abstractas. 

    A veces pasa que, en la medida en que transcurre el tiempo, las cosas –en vez de estar más claras- parecieran más difusas. No siempre el tiempo, despeja la mirada. En general, la existencia es una suma de momentos en que la luz y la sombra se alternan en su constante juego y la vida va transcurriendo y casi sin pensar la vamos viviendo. Todo lo que hemos hecho nos parece un sueño. Casi sin que nos demos cuenta pasa el tiempo y la existencia. La vida nos la regalaron y la muerte en cuotas la vamos pagando y aunque andemos siempre por el mismo camino, no siempre hacemos lo mismo y no siempre hacemos nuestro camino del mismo modo. Nunca es igual el mismo destino.

    ¿Qué cosas vas teniendo claras hoy?; ¿qué cosas aún permanecen más oscuras y ocultas?; ¿cómo te agarra la vida en este tiempo?…

   
Texto 6.

    Hoy se tiende a concebir la vida y los procesos interiores desde una mirada más integral y totalizante. Se habla de “espiritualidad integrada”. No hay que separar, ni dividir la vida espiritual de lo natural sino integrarlo y sumarlo. También se la denominado perspectiva “holística”, una mirada de conjunto y de unidad.
   
Las clasificaciones tienden a generar distinciones y divisiones, las cuales imponen jerarquías de mayor y menor,  según un antes y un después. Algunos suponían que la vida espiritual recorría primero una etapa y luego continuaba la siguiente, cuando –en verdad- los procesos vitales se van dando simultánea y complejamente, no consecutiva, temporal y cronológicamente.

    Esto no implica que la vida sea un “caos” sino que tiene otro orden y no es el de la lógica de la abstracción mental. Una cosa es pensar la vida y otra es “vivir”. La vida –y la vida espiritual en ella- tiene su propia complejidad. No todo es tan fácil como decir, primero, segundo y tercero. Por otra parte, las clasificaciones generaron una idea de separación entre la vida espiritual y la vida misma, la vida humana, como si fueran dos realidades diversas, inconexas, paralelas y hasta opuestas. El que se dedicaba a lo humano no podía ser espiritual y viceversa. En realidad, la vida humana y la vida espiritual son una sola y misma corriente vital. Cuando el ser humano se abre a la vida espiritual, profundiza en los alcances últimos que tienen sus posibilidades humanas, las cuales no las tiene que negar o superar sino integrar y potencializarlas, asumiéndolas como parte de la misma experiencia interior.

    A menudo estas divisiones y separaciones fatales provocaron que la existencia se entendiera dividida en sagrada, por un lado, y en profana, por el otro. Estas clasificaciones de las etapas de la vida espiritual, al volverse a menudo tan artificiales no siempre reflejaban lo que la misma vida espiritual es generalmente: luchas, crisis, noches oscuras, fracasos, pérdidas, desánimos, empezar de nuevo una y otra vez.

    La “idealización” de la vida espiritual es un obstáculo a la hora de emprender un camino serio y profundo. El “realismo espiritual”, en cambio,  es el mejor espejo que podemos tener para este camino. Algunos piensan que la experiencia espiritual es un retroceso o regresión, una inmadurez o un infantilismo respecto a la vida humana como si referenciarnos a Dios nos quitara autonomía, libertad, responsabilidad y adultez. Al contrario, la vida espiritual no es un “escapismo”, ni una “evasión”. Consiste en una integración madura del “yo” integralmente. 

    ¿Vos vivís tu vida  por un lado y tu espiritualidad por otro?; ¿no te has dado cuenta que son un mismo proceso vital?; ¿no percibís que el Dios de tu fe es también el Señor de tu vida?; ¿no advertís que lo cotidiano de la existencia, las cosas simples, son las que entretejen el tejido interior del corazón cuando se vuelve hacia adentro?

   
Texto 7.

    En definitiva, la vida espiritual hay que entenderla en unidad, aunque también podemos diferenciar -para nuestra mejor comprensión- algunos tiempos, ciclos, fases o etapas que van teniendo sus propias características. Estas dimensiones no son etapas cronológicas, psicológicas o teológicas que se van sucediendo y en la cual una reclama a la otra necesariamente y consecutivamente. No podemos pretender que la vida espiritual puede clasificarse, cuantificarse o medirse ya que los procesos vitales son precisamente “vida” que se da,  que crece y que se dilata expansivamente.

    Sin embargo respetamos estas denominaciones que se le han dado a los ciclos de la vida espiritual a lo largo de la historia porque, ciertamente, han ayudado a muchos a clarificar el proceso de aprendizaje y crecimiento que tiene la gracia de Dios cuando se va impregnando toda la realidad humana. No obstante, la vida espiritual es fundamentalmente “vida”. No se puede –felizmente- controlar, catalogar, encasillar y clasificar demasiado. El Espíritu de Dios siempre sopla donde quiere y como quiere. Rompe los moldes y las precomprensiones. Está más allá de nuestros análisis y teorías.

    Hay momentos de la vida espiritual en que nos gusta “cuantificar” nuestra relación con Dios a través de los buenos actos, las virtudes, las obras de caridad, los momentos de oración o apostolado. Es como si pretendiéramos “medir” el contacto con Dios y nuestro crecimiento interior. No hay vara que mida eso. Sólo Dios sabe quiénes somos ante Él y cuánto amamos verdaderamente. Nosotros no podemos saberlo y ni siquiera sospecharlo. Es mejor que sea así, de lo contrario caeríamos en una vanidosa presunción. A nosotros no nos sirve saberlo y a Dios, en verdad, no le interesa. Él no lleva un cálculo y un registro de nuestras buenas acciones. Dios no es un policía o un detective. No nos investiga, ni nos mide. Él nos ama y nos acepta tal cual somos. Eso no quiere decir que nosotros entonces podemos hacer lo que deseemos total Dios nos ama. Eso sería ser superficiales e irresponsables. Que seamos frágiles no significa que tenemos que ser mediocres. 

    Cuando pretendemos algo así, revelamos nuestra torpeza espiritual y nuestra ignorancia. La Biblia nos recuerda que sólo Dios conoce el corazón. Nosotros, ni siquiera alcanzamos a conocer en totalidad nuestro propio interior. Los santos -en la medida en que más avanzaban- más lejos de Dios se experimentaban y esto no por falsa humildad. En la medida en que más nos acercamos a la luz, más vemos nuestras propias sombras. Quizás, la única medida posible de nuestro acercamiento y comunión con Dios sea la captación -cada vez más plena- de nuestras propias sombras. ¡Qué paradoja! Queremos conocer cuán cerca estamos de Dios y el reflejo de la gracia sólo nos devuelve la opacacidad de nuestras sombras. No hay nada que medir. El crecimiento real se da por la humildad, esa hermana sencilla y luminosa que siempre acompaña al amor.

    Las supuestas etapas de la vida espiritual no pueden ser una trampa para el “narcicisismo espiritual” de nuestro inflamado ego religioso. La soberbia es el pecado principal de la vida espiritual. Nos hace estar demasiado pendientes de nosotros mismos. Mirarnos demasiado en nuestro espejo interior nos puede empañar la mirada para la contemplación de Dios, el único realmente importante en el protagonismo espiritual de nuestra vida. Si nos encandilamos mucho con nosotros mismos también se nos puede enturbiar la mirada para contemplar a los otros.

    A menudo creemos que la vida espiritual es lo más profundo, lo más hondo y lo más nuestro que tenemos. En verdad, en la gracia, es todo lo contrario. El verdadero protagonista de nuestra propia espiritual es el Señor. Nosotros hemos sido convocados en segundo lugar. Más allá de la etapa de crecimiento en la que estemos, Dios es Dios. Sólo Él es el Absoluto y el Señor. Nosotros siempre estamos después, recubiertos por nuestra propia sombra ante su deslumbrante reflejo. Nosotros sólo respondemos ante la iniciativa primera que Él tiene para amarnos y buscarnos. 

    ¿Cómo está Dios en tu corazón?; ¿es el primero o ya han ocupado otros su lugar?; ¿lo desplazaste?; ¿tu espejo interior sólo te hace mirar a vos mismo?; ¿y los demás ya no aparecen?; ¿por dónde pasa tu vida interior hoy?; ¿qué es lo que necesitás ahora?…