El don del perdón

martes, 18 de marzo de 2008
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Un tema para reflexionar en la Cuaresma. No podemos llegar a la Pascua con rencores y resentimientos que nublan nuestro entendimiento, presionan y piden venganza o al menos nos hacen daño.

 

Amadeo Cencini, cuenta en uno de sus libros:

 

“Hace un tiempo le sucedió a un hermano mío que había contado a sus niños de catequesis la parábola del hijo pródigo y después les había pedido que redactasen un resumen.

 

Uno de los chicos escribió lo siguiente:

“Un hombre tenía dos hijos, pero el más joven no estaba seguro en casa y un día se fue lejos llevándose todo el dinero.

Pero en cierto momento el dinero se acabó y entonces el muchacho decidió volver a casa porque no tenía nada para comer.

Cuando estaba por llegar, su papá lo vio y muy contento tomó un buen bastón y corrió a su encuentro.

Por el camino se encontró al hijo, el bueno, que le preguntó donde iba tan rápidamente y con ese bastón.

“Ha vuelto aquel desdichado de tu hermano” le dijo el papá, “después de lo que ha hecho se merece unos cuantos bastonazos”.

“¿Querés que te ayude papá?” le dijo el hermano

“Claro” responde el padre.

Y así, entre los dos molieron a bastonazos al hijo pródigo.

Al final, el padre mandó a llamar a un sirviente y le dijo que matase al cordero más gordo y diese una fiesta porque el fin se había sacado las ganas de castigar a aquel hijo que se había portado tan mal.””

 

Esta es la versión que hace un chico. Es un caso clásico de rechazo intelectual, distorsión perceptiva de lo que había sido propuesto en el Evangelio.

En realidad es una cosa absurda aquel padre que perdona, no es creíble del hijo que se arrepiente y tiene razón el otro hermano lamentándose. Esa fue la conclusión que hizo su cabeza.

Y así, sin advertirlo ajustó el final de la historia dándole un resultado más “normal” y conforme a los criterios de justicia de nuestra sociedad que está cerrándose al sentido del perdón, que no cree en quien se arrepiente y que sustituye o cambia la gratuidad con la reivindicación o la venganza.

Este niño es hijo de nuestra sociedad y un poco lo somos todos nosotros y nuestras comunidades.

 

El perdón no nos resulta fácil, no nos sale espontáneamente, a menudo es sólo un deseo, una quimera o un esfuerzo. Pero existen también religiosos que viven con el resentimiento en el corazón, que padecen el no poder o no querer olvidar daños y heridas, a veces, incluso, imaginarias recibidas en el pasado que son profundamente inf3elices y que siembran tristeza y hastío a su alrededor.

Es una cosa grave y quizá no tan rara.

 

¿Por qué resulta tan difícil perdonar?

El otro día escuchaba alguien que dio una pauta: “El perdón no es humano, el perdón es divino”

Creo que por ahí va la cosa. Pero para que ese don divino que viene de lo alto pueda realmente prender en nuestra tierra, hay que abrir el surco y para eso será necesario disponer de la tierra para que en esta Cuaresma el Señor, si lo queremos y lo pedimos, nos de la Gracia de perdonar.

 

La primera razón por la que no s resulta a veces tan difícil perdonar y convivimos con ese impulso de rencor y resentimiento que a veces logramos sofocar en los actos, pero indudablemente molesta y a veces, también produce enfermedades.

Aquélla violencia o agresión que nuestra naturaleza nos pide devolver al reprimir este acto de venganza, o de resentimiento, termine a lo mejor generando alguna enfermedad psicosomática, porque en definitiva, ¿qué diferencia hay entre herirse y herir? ¿por qué está tan condenado herir al otro y tan poco condenado herirse a si mismo?

Un homicidio es algo sumamente grave par ala ley, pero no así un suicidio.

 

Es bueno reflexionar estas cosas, porque es el mismo monto de odio, de venganza, de resentimiento, de violencia, de rabia sencillamente el que se desplaza hacia fuera como hacia adentro de nosotros mismos produciendo daño.

 

¿Por qué nos cuesta tanto perdonar?

 

Quizá porque en primer lugar quiero desligar el perdón de lo que tiene que ver con el olvido. Perdonar no es olvidar. Perdonar es recordar sin rabia, es recordar sin angustia, es recordar sin sed de venganza, es recordar mansamente, sencillamente, hasta puede recordarse con cierta complacencia en el hecho de haber podido superar una herida que sangraba.

Pero no podemos perdonar porque no tenemos la conciencia al mismo tiempo, de haber recibido perdón.

Este sería como el punto básico, si nosotros no tenemos la experiencia de haber recibido perdón, porque la capacidad de perdonar está directamente proporcionada a la experiencia de ser perdonados.

 

Hay un texto muy bonito, Mateo 18, 23-35 en el que un servidor despiadado había recibido el perdón por una gran deuda, y sin embargo, no tuvo corazón con quien le debía una cifra extraordinariamente inferior.

El que había sido perdonado fue despiadado con el otro.

Es una parábola que nos hace reflexionar acerca de no tomar conciencia de que vivimos inmersos en el perdón.

 

Hemos sido generados por una acto misericordioso, hemos sido extraídos de la nada por un acto misericordioso, hemos recibido un don de ser de la vida, de existir, un don que no nos merecíamos, no hicimos nada por ganárnoslo y si alguien quiere decir “yo no pedí nacer”, lo siento, me gustaría que estés al borde de la muerte para que te des cuenta todo lo que serías capaz de hacer para salvar tu vida.

De manera que sí pedís existir, sí querés vivir, sí estás aferrado a la vida.

 

Al no tener conciencia de que vivimos inmersos en el perdón, el perdón al otro nos cuesta mucho.

Vivimos en una sociedad donde esta actitud de desagradecimiento, de no reconocimiento del propio pecado y del no descubrimiento de la alegría de la vida como un don, cunden por todos lados.

Esta actitud fanfarrona, prepotente, de soberbia, orgullosa, cerrada, oscura del que piensa que too lo que tiene es mérito propio y no mérito por su esfuerzo, sino que vivimos a veces tan egocéntricamente centrados en nuestros propios intereses que no nos damos cuenta de todo lo que nos ha sido dado. Empezando por la vida.

 

Quien no sufre el dolor del propio error, quien no sufre el dolor del propio fracaso, quien no sufre el dolor del propio pecado y no está reconciliado con el Dios de la cruz, muy difícilmente será una persona misericordiosa.

 

La experiencia de la reconciliación, como cualquier experiencia espiritual tiene que ser significativa y plena, porque compromete el corazón, la mente y la voluntad. Es un camino que sí respeta la naturaleza del hombre aunque a veces nos parezca tan difícil perdonar. Sino es una ilusión pero no es un acto de perdón, corremos el riesgo de convertirnos en servidores despiadados.

 

La resistencia a perdonar, la dificultad para perdonar, es algo que nos hace bien. Justamente cuando nosotros nos encontramos con esa suerte de violencia interior, con esa dificultad, esa resistencia, esa rabia, esa bronca, estamos comenzando a transitar este primer paso que es que no se puede perdonar sino se ha recibido el perdón.

Es lo que dice Jesús a Simón: “Esta mujer ama mucho porque se le ha perdonado mucho” y como se le perdona mucho, entonces ama mucho, ha hecho esa experiencia de recibir gratuitamente el amor de Dios de una manera inmerecida.

 

La gratuidad, la fiesta, lo no merecido, lo que viene de arriba. Esta experiencia del corazón es fundamental para poder dar algo que en definitiva también es inmerecido como el perdón, como la invitación a comenzar de nuevo.

Pero justamente cuando no tenemos esta experiencia y al menos, no arraigada en el corazón, o en el lugar donde hemos recibido esta herida, esta humillación, entonces justamente la dificultad nos está revelando a nosotros mismos que somos pecadores.

 

Nos hace comprender que más allá de nuestras intenciones o ilusiones de perfección y bondad, existen en nosotros un instinto de agresividad, es decir, la sed de venganza, la rabia, el rencor, el resentimiento, destruya completamente el mito de nuestro yo, destruye completamente las imágenes que habíamos hecho de nosotros mismos de personas plenas, felices o bondadosas y nos hace descubrir un yo hostil y también igualmente atraído por el mal.

 

De pronto, vos que sos un hombre o una mujer pacífica, creyente o que apostás por la paz, ciudadano honesto, una persona trabajadora que no hace daño a nadie, se descubre con toda la violencia en su corazón y tenemos que renunciar a la ingenuidad y darnos cuenta que es peligroso negar esos sentimientos y que justamente ese instinto que nos hace difícil ser misericordiosos.

 

El perdón frustra el instinto de violencia, porque es una forma, quizás la más humilde y eficaz, de no violencia. Perdonar es bajar las armas de nuestras defensas y abandonar los sutiles deseos de venganza. Perdonar es de alguna manera renunciar a que se haga justicia por nuestro propio medio, por cierto, quien obra así, aparentemente sufre una violencia pero en realidad la evita porque lo que suprime es la lógica parecida a un espiral enloquecido de violencia contrapuesta en esta dinámica que acabábamos de descubrir. Esta dinámica reactiva en la cual ambos terminan perdiendo y quien arremete es de hecho, nuevamente agredido.

 

El que no perdona tiene la impresión de que gratifica su instinto de venganza de violencia, pero en cierto momento sentirá como una agresividad que ha proyectado hacia fuera. Es la historia que nos hace alimentar rencores y nos vuelve depresivos y agresivos, atraídos por esa perspectiva de descargar toda la violencia en el otro y terminamos también descargándola sobre nosotros mismos.

 

Esto es una experiencia, el que se venga encuentra parcialmente una satisfacción en el momento, o quizás en unos primeros momentos, quizás en los primeros meses, o en el primer año, pero luego comienza a aparecer el sabor amargo, el vacío, el sin sentido que deja la venganza. Lamentablemente vivimos en una cultura que produce permanentemente un fuerte estímulo hacia la venganza.

 

La mayoría de las películas de acción están basadas en una especie de enaltecimiento de la venganza. La película se termina cuando la venganza se consuma y todos quedamos como plácidamente participando de este instinto saciado a la violencia. Sin embargo, podemos ver en largo o mediano plazo lo que esto acarrea en la historia de las personas y en la humanidad toda, y a partir de ahí comenzar a hacer la reflexión: este instinto de violencia, de venganza, es la ocasión de descubrirnos débiles y vulnerables y la ocasión también de pedir perdón.

 

Anidamos en nuestro corazón un instinto de dominio, de control y quizás es más sutil que el de venganza, si lo perdono lo desato, si lo perdono lo dejo libre, si lo perdono lo dejo ser, incluso lo dejo ser el mal que puede llegar a ser y todo esto nos da temor.

 

A veces no podemos perdonar porque no podemos dejar de controlar al otro y con nuestro resentimiento abrigamos la fantasía de tenerlo atado, abrigamos la fantasía de tenerlo bajo control y por lo tanto de tener alguna clase de superioridad.

A veces, el no perdonar es el último residuo de poder que tenemos al alcance de las personas débiles, por eso, estamos trabajando con una materia muy delicada. Es un poder ilusorio pero es una tentación muy grande.

 

El débil, el vulnerable, el humillado almacena rencores como si almacenara armas, como si almacenara poder, como si almacenara control sobre fuerzas que no puede de ninguna manera controlar y en este sentido, el rencor es mentirosos y engañoso.

El perdón no nos gratifica, es una experiencia de impotencia, es una experiencia de dependencia, no es una experiencia de poder y de dominio, es realmente la experiencia de Jesús cuando en la cruz dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.”

 

Cuando se perdona, de alguna manera se abandona al otro a su propio poder, se expone uno así a lo imprevisto, se le deja en la libertad de ofender o de herir, por eso es tan difícil.

Se renuncia también al derecho de hacerle sentir que nos sentimos ofendidos, el perdón a veces tiene el lugar de una lucecita en el fondo de una gran oscuridad en el corazón, imperceptible para los demás y todo esto nos da temor.

 

Es como un insulto a nuestra dignidad personal y entonces para justificar nuestra incapacidad de perdón, y nuestras actitudes resentidas, a veces recurrimos a falsas excusas pedagógicas, por ejemplo, “tengo que hacerlo para que aprenda”, “no le dirijo la palabra así otra vez va a prestar más atención”, “tengo que hacerlo comprender que me ha herido así no lo hará más”.

Muchas veces, nuestra ausencia de perdón se reviste de excusa pedagógica dando a nuestro comportamiento de ofendidos el valor de una gran lección que queremos hacer para el otro.

 

Cada uno puede saber en el fondo de su corazón si lo que digo es así o no. Si realmente en el corazón se ha perdonado y lejos de un instinto de venganza, lo que se está queriendo hacer es hacer de espejo al otro para que el otro pueda verse y pueda corregirse o pueda cambiar.

Me animaría a decir que en la mayoría de los casos, nos tendemos trampas.

 

La verdad es que el perdón requiere una gran libertad y una gran madurez, aquella que nos quita el tonto temor de perder nuestras relaciones con el otro, aquella que nos hace pensar que somos débiles y que por el contrario, no se hacen valer nuestras propias razones, nuestros propios derechos.

El perdón cala en cosas tan hondas y tan profundas y necesita que ese camino vaya abriéndolo el Espíritu Santo, porque sólo el puede ir desenredando nudos, a veces, tan complejos.

 

Otra dificultad por la que tenemos que enfrentarnos con el tema del rencor y del resentimiento y para manifestar misericordia, viene del deseo de tener una imagen positiva de nosotros mismos, minimizando lo que podría oscurecerla a esta imagen tan positiva que tenemos y haciendo de todo para que los demás tengan una concepción buena de nosotros.

 

Esta claro, entonces, que si llego a conocer una crítica o una calumnia sobre mi persona, me será muy difícil perdonar, sobre todo si la estima que tengo es muy inestable, o pobre o excesivamente dependiente de los demás o de lo que los demás piensan de mi.

Tendré el mismo problema, si alguien en la comunidad se permite tomarme en broma, o dudar de lo que digo, o quizás ofenderme por esos aspectos de mi comportamiento que yo considero más valiosos para mi autoestima.

 

Cuanto más ofendido me siento, menos voy a estar dispuesto a perdonar.

Entonces, otra dificultad grande para perdonar es la gran necesidad de estima. El resentimiento excesivo que impide el perdón no se origina por un valor, o por una verdad, se origina en una gran estima alta y egocéntrica. Es cuando advertimos que no solo tenemos que perdonar, sino hacernos perdonar.

 

En el fondo, el perdonar podría hacernos sentir buenos, más buenos que los demás y así gratificamos nuestro narcisismo, si somos lo suficientemente correctos para reconocer nuestra responsabilidad en ciertas circunstancias, entonces nuestra estima puede encontrar muy amenazante el pedir perdón, el buscar una voluntad de misericordia.

 

Esta reciprocidad en el dar y en el recibir perdón, no es y no tendría que ser tan rara.

A menudo hemos sido ofendidos y ofendemos en el mismo acto, y muchas veces, cuando perdonamos tenemos algo de lo que hacernos perdonar.

Por eso es tan difícil perdonar.

 

Hay un tema que es específicamente cristiano y es la imagen del cordero que está callado, inocente, vulnerable frente a los esquiladores. La imagen del Cordero Pascual, hacia la cual vamos.

Hay que dejar que esa imagen nos nutra el corazón, al corazón no se llega por la fuerza.

Hay que quedarse contemplando ese cordero inocente que permanece mudo frente a sus esquiladores, no para tratar de ser como el, sino para experimentar el mensaje profundo que solamente se capta a través del corazón y no de la mente.

Si la mente interfiere, generalmente lo hace para poner obstáculos.

Hay que hacer la experiencia del amor gratuito para después, desde esa experiencia, orientar los razonamientos y pensamientos adecuadamente con la luz de esa experiencia.

 

El cordero inocente que permaneces inocente frente a los esquiladores está transmitiendo una fuerza, sólo que es misteriosa y no responde habitualmente a la diacronía de la causa-efecto. Es de otra dimensión, es otro plano, es de otro mundo.

 

En realidad, este cordero ha cargado sobre sí el peso de los demás, “eran nuestras las dolencias que El llevaba” dice Isaías, “El ha cargado sobre si los pecados del mundo”.

Cargar sobre las propias espaldas el peso de los otros implica un cambio de mentalidad, y este concepto de transformación del mal es típicamente cristiano.

Está en muchos lugares de la escritura, en la experiencia particular de Pablo así como en la experiencia dogmática del servidor de Yahvé, no protestará, no gritará, la caña doblada no la partirá, la mecha humeante no la va a apagar.

 

Este sentido de transformar el mal en bien, reprimiendo, conteniendo el deseo de venganza, esta posibilidad de transformar el mal, integrar y transfigurar es como si el cristiano fuera un laboratorio donde ingresa el mal y se torna en bien.

Esta posibilidad típicamente cristiana.

 

Opuesto a esto, hay una tentación, querer extirpar pronto la cizaña (Mt 13, 24-30) vayamos a cortar también la cizaña que crece junto al trigo y Jesús les dice “No, dejen que crezca junto el trigo con la cizaña porque si arrancan la cizaña corren el riesgo de arrancar también el trigo”

No está lo absolutamente malo y lo absolutamente bueno en el corazón del hombre, está lo bueno y lo malo entretejido, enraizado y crece juntos.

 

A veces, en el mal que se condena hay un bien que no se sabe reconocer, porque no hay amor en la mirada.

Es más fácil y espontáneo juzgar el mal antes que apreciar el bien, porque incluso los yuyos crecen más rápido y más altos, pero solamente una mirada muy atenta pude descubrir en el fondo de los yuyos como va creciendo el trigo.

Cuando crece más, se lo puede discernir, se lo puede juzgar, habitualmente en el corazón del hombre está lleno de pequeñas cositas buenas que van creciendo juntas.

 

Santiago y Juan, a los que se llama en Lucas “hijos del trueno”, apóstoles de Jesús, son seriamente reprendidos cuando quisieron hacer caer fuego del cielo para destruir a los samaritanos que habían rechazado a Jesús.

 

Hay una estatua muy linda donde hay un niño que en sus hombros lleva a otro niño casi más grande que el. El de abajo va ciertamente doblado. Un cartel, debajo, dice: “No pesa, porque es mi hermano”.

 

Ojo, que hay un complejo, el complejo de Atlante, ese personaje mitológico condenado a llevar todo el peso de su mundo sobre las espaldas. Este complejo que hace de algunos chivos expiatorios de otros, víctimas de victimarios.

Este complejo no es el ideal cristiano, no es cargar sobre nosotros todo el peso de los demás, porque no somos Jesús y no tenemos su capacidad de redención.

El peso que debemos cargar es algo, justamente, el que nos afecta.

Eso que nos afecta es la porción de ese algo que debemos cargar, intentando descubrir en la fuerza intrínseca del amor, intentando descubrir en nuestro proceso de madurez el pasar de la ofensa recibida a lo perdonado mediante una disponibilidad fraterna para llevar un poquito de la debilidad de los otros.

Ese poquito para lo cual seguramente Dios nos da la gracia de perdonar.

 

A la larga, es poner la otra mejilla lo que ha tenido el poder de tener la cadena enloquecida del mal, andando la diabólica tendencia que tiende a regenerarse, que tiene como un efecto en cadena. Y a la larga también, aunque con mucho dolor, ha sido el único método capaz de transformar el mal en bien, un hecho negativo y de muerte en un acontecimiento de esperanza, a un hombre violento en un ser humano que al fin se deja vencer por la fuerza desarmante de quien le ha atacado..

 

Este es el caso del ex terrorista italiano Sabasta, que le escribe a la viuda del ingeniero Talersio: “Su marido ha dado amor hasta en aquel momento del secuestro. Ha sido una semilla tan poderosa que ni siquiera yo que luchaba en su contra, he podido extinguirla dentro de mi, ha vencido en mi la palabra que llevaba su marido, esta es una flor que quiero cultivar para ser yo quien la done enseñando a otros lo que ustedes me han enseñado a mi.”

Esa viuda valerosa se hizo eco de esta afirmación y dijo: “El odio lo mató, yo lucho por el amor”.

 

Martín Luther Kin, poniendo la otra mejilla enseñaba a luchar a sus hermanos a no abdicar, no a renunciar a sus derechos, sino a luchar y decía:

 

“No habrá solución permanente al problema racial hasta que los oprimidos no desarrollen la capacidad de amar a sus enemigos. Las tinieblas de la injusticia racial serán disipadas solamente por la luz del amor, capaz de perdonar.

Durante más de tres siglos, los negros norteamericanos han sido castigados por la vara del hierro opresor, frustrados y castigados día y noche por una justicia intolerable y oprimidos bajo el horrible peso de la opresión, obligados a vivir en esta situación infame, estamos tentados de amargarnos, de vengarnos con un odio similar, pero si sucede esto, el nuevo orden que buscamos será poco más que un duplicado del orden antiguo.

Nosotros debemos con fuerza y humildad responder al odio con amor.”

 

Ante estas palabras, se dan cuenta de la seriedad, de la envergadura de la opción de los caminos que elijamos porque estos ya tienen repercusiones universales.

En la mayoría de los casos, lo que se está poniendo en juego es le futuro de la humanidad, es esta opción. Porque justamente son muchas veces los pueblos y las minorías oprimidas bajo terribles pesos de discriminación, frustrados y castigados día y noche, soportando injusticias intolerables, a veces durante décadas y siglos.

 

El terrorismo deja raíces justamente acá, y por eso todos tenemos que reflexionar si vamos a colaborar con nuestras pequeñas venganzas, con nuestras violencias cotidianas, con nuestros resentimientos celosamente guardados y atesorados como riquezas.

 

Pidamos a Dios, en esta Cuaresma, la gracia de purificar nuestro corazón y de ser también así, en lo pequeño de cada día, con nuestras pequeñas opciones, quienes sumen puntos en la opción por la reconciliación, en algún momento, la única salida para un hombre nuevo, en la humanidad feliz.

 

Gabriela Lasanta