11/09/23- En el libro IV de las Confesiones, San Agustín, nos relata la amistad que entabló en Tagaste con un amigo muy querido. Fue un duelo que lo golpeó en lo más íntimo:
«En aquellos años, en el tiempo en que por vez primera abrí cátedra en mi ciudad natal, adquirí un amigo, a quien amé con exceso por ser condiscípulo mío, de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos nos habíamos criado de niños, juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado» (Confes. IV,4,7).
Agustín, abatido por un profundo sufrimiento, entra en un duelo desgarrador, porque tal vez por primera vez en su vida encara el rostro de la muerte; y es la muerte de alguien muy significativo en su vida. El llanto embarga al joven Agustín, con unos veinte años, y maniqueo, quien todavía no ha incorporado vitalmente en su fe la resurrección de Cristo. No le conforta la resurrección de su amigo. A Agustín le viene un hastío a la vida y gran temor a la muerte.
San Agustín cae así en un intenso periodo de depresión y profunda tristeza porque para él un amigo, citando a Horacio, era «la mitad de su alma».Agustín se sigue sintiendo desventurado. Intuye la causa de su desazón: el apego y no diferenciar “los órdenes del amor”.
Le embarga el miedo a vivir a medias y un temor por “la inmortalidad inmanente” del amigo. Su profunda tristeza no le daba descanso. Así describe el estado de su alma:
«Llevaba a cuestas, rota y sangrante, a mi alma, que no soportaba ser llevada por mí y no hallaba dónde ponerla. Ni en el encanto de los bosques, ni en los juegos y canciones, ni en los parajes de suave olor, ni en los festines rebuscados, ni en los deleites de la alcoba y del lecho, ni siquiera en los libros y en la poesía encontraba descanso mi alma. Todo, hasta la misma luz, me causaba horror, y todo cuanto no era lo que él era, resultaba insoportable y odioso, salvo el gemir y el llorar; que sólo en esto hallaba algún ligero reposo» (Confes. IV,6,12).
En ese momento, siendo maniqueo convicto y proselitista, no tenía una relación personal con Él:«A ti, Señor, debía ser elevada para ser curada. Lo sabía, pero ni quería ni podía. Tanto más cuanto que lo que pensaba de ti no era algo sólido y firme, sino un fantasma, siendo mi error mi Dios. Y si me esforzaba por poner sobre él mi alma por ver si descansaba, luego resbalaba como quien pisa en falso y caía de nuevo sobre mí, siendo para mí mismo una infeliz morada, en donde ni podía estar ni me era dado salir» (Confes. IV,7,12).
La tentación de la fuga es grande en el duelo: «¿Y a dónde podía huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Adónde huir de mí mismo? ¿Adónde no me seguiría yo a mí mismo?» (Confes. IV,7,12). Toma una decisión que él mismo califica de fuga: «Con todo, huí de mi patria, porque mis ojos le habían de buscar menos donde no solían verlo. Y así me fui de Tagaste a Cartago» (Ibid.).
Serenándose emocionalmente, se pregunta la razón profunda del sufrimiento de su duelo: «¿Por qué había penetrado tan fácilmente en lo más íntimo de mi ser aquel dolor? Porque había derramado mi alma en la arena, amando a quien había de morir, como si no hubiese de morir» (Confes. IV,8,13).
Empieza a reflexionar con más profundidad en aspectos existenciales de la vida. Otra constatación importante que realiza Agustín es la finitud de todas las cosas. Se le hace evidente el ciclo vital de cosas y seres: nacer, crecer y morir.
Así, después de un periodo de mucho sufrimiento, dolor y reflexión, llega a decir que la verdadera amistad sólo se puede dar en el Señor. Es aquí y sólo aquí, cuando Agustín empieza a afrontar su dolor y a entender lo que le pasaba. Esta larga y dolorosa experiencia le sirve para llegar a Dios. Afirma así que la verdadera amistad sólo es tal, en la medida en la que está cimentada en Dios,
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