13/08/2020 – En el Evangelio de hoy San Mateo 18,21-35.19,1 Jesús nos dice que debemos perdonar hasta 70 veces siempre, es decir, siempre. Para nosotros es imposible pero no para Dios. Es posible si reconocemos nuestra condición de barro.
La gran Hannah Arendt, filósofa y teórica política alemana, decía respecto a la capacidad en nosotros de perdonar: “Fuimos creados con el poder de recordar el pasado pero sin el poder de cambiarlo. Solo el uso de la facultad de perdonar podría lograrlo”. Pero también es cierto que debemos soñar con el futuro que vendrá y al respecto la filosofa nos dice: ” Fuimos creados con el poder de imaginar el futuro pero sin el poder de controlarlo. Solo el uso de nuestra capacidad y habilidad para hacer y mantener nuestras promesas lo puede conseguir.”
Somos barro en manos del alfarero y el Espíritu Santo es capaz de curar nuestro pasado con la gracia del perdón, transformándolo así como también de sostenernos para que podamos llevar adeltante nuestros compromisos futuros.
Se adelantó Pedro y le dijo: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: “Señor, dame un plazo y te pagaré todo”. El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: ‘Págame lo que me debes’. El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: ‘Dame un plazo y te pagaré la deuda’. Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este lo mandó llamar y le dijo: ‘¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de tí?’. E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”. Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, dejó la Galilea y fue al territorio de Judea, más allá del Jordán. San Mateo 18,21-35.19,1
Se adelantó Pedro y le dijo: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: “Señor, dame un plazo y te pagaré todo”. El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: ‘Págame lo que me debes’. El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: ‘Dame un plazo y te pagaré la deuda’. Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este lo mandó llamar y le dijo: ‘¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de tí?’. E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”. Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, dejó la Galilea y fue al territorio de Judea, más allá del Jordán.
San Mateo 18,21-35.19,1
Jesús, con su manera de ser, mostró que es posible amar al prójimo como a uno mismo. Abrió en el corazón de los hombres el deseo de ser así, como Él. Y al mismo tiempo, como bien mostraban los discípulos cada vez que le preguntaban a Jesús cómo podía ser posible una manera de vivir así, tan abierta y generosa, tan radical, Jesús se ocupó de dejar bien claro que “para los hombres, esto es imposible”. Pues bien: el Espíritu hace posible esta manera de vivir en cristiano. ¿Y cuál es la nueva manera de entender esto, de la que hablaba? Que se puede entender no en clave de un deber sino de una posibilidad.
Tomemos el ejemplo del perdón de los pecados. Jesús dice “Reciban el Espíritu Santo”, e inmediatamente agrega: “los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen”.
A veces uno pone el acento en “yo, si soy cristiano, tengo que perdonar”. Y mucha gente se sincera y dice: “Padre, no puedo perdonar”. Desde la perspectiva de hoy no sólo no está mal “sentir esta imposibilidad” sino que es lo más cristiano: “Desearía perdonar y constato que no puedo y, en vez de angustiarme, recibo en este lugar de mi corazón la ayuda del Espíritu Santo”.
Jesús reafirma este deseo de perdonar, que él mismo sembró en el corazón del mundo y reafirma también que es imposible para el hombre realizarlo.
Aquí es donde radica toda su obra, que consiste en “enviar el Espíritu Santo para el perdón de los pecados”. El Espíritu es el que hace posible el perdón.
¿Qué quiere decir uno cuando dice: “no puedo perdonar”?. Quiere decir: lo deseo pero luego, en la práctica, veo que no es posible en plenitud. Muchas veces el rencor se vuelve a apoderar de la situación. El enojo del otro o mi herida se reabren y se produce de nuevo un alejamiento o una ruptura, o queda algo de distancia… Las relaciones se enfriaron de tal manera que no es posible restablecer un trato cálido, volver a confiar. El perdón es a veces un buen deseo y hay momentos en los que, realmente, se da un paso adelante: se vuelve a charlar, se explican las cosas, hay más comprensión del problema…, pero pareciera que siempre queda un sentimiento de fondo de que las cosas nunca volverán a ser como antes. Humanamente la realidad de la vida va por este lado. Hay infinitos matices en cada intento de reconstruir lo que el pecado rompió. Infinitos matices que lo que logran, en muchos casos, es volver más visible el jarrón que se rompió y no se puede volver a recomponer sin marcas y parches.
Ahora bien: eso es justamente lo que Jesús discierne como el problema más hondo del ser humano y allí envía al Remedio Santo: el Espíritu que hace posible perdonar y vivir en este ámbito suyo que es el del perdón.
Cuando uno perdona (como puede, con los sentimientos que le salen y las palabras que logra expresar, con todos sus miedos y peros…), cuando uno perdona, el Espíritu perdona.
El Espíritu perdona de manera tal que se hace realidad lo que expresa el hermosísimo himno gregoriano: el Espíritu:
“lava lo que el pecado manchó, riega la tierra que quedó árida e infecunda, sana las heridas (las famosas “heridas”, objeto de tantas dinámicas de introspección… el Espíritu es capaz de sanarlas para siempre, de convertir lo que supura en cicatriz, sana y gloriosa, señal de que se luchó y se recibieron golpes, pero ya no son más algo que infecta el presente y empaña el futuro). El Espíritu flexibiliza posturas rígidas, posiciones tomadas, y vuelve posible dialogar de nuevo. Y si se ha perdido el deseo y el fervor, Él calienta lo que está frío. Y si se ha errado malamente el camino, el Espíritu endereza los senderos del que está extraviado y encamina de nuevo las cosas por el buen camino. ¡Es tan verdad que “sin su ayuda no hay nada en el hombre, nada que sea bueno!”. Pero con ella, con su gracia, todo se transforma: el cansancio se pasa, hay consuelo para el llanto y alivio en el sufrimiento.
Ese es el mensaje, esa es la Buena Nueva: no es que se deba perdonar, ¡es que se puede! Se puede perdonar porque hay Alguien que inmediatamente repara todo y consolida el nuevo espacio del perdón –ofrecido y aceptado- y crea las posibilidades para comenzar de nuevo.
La Iglesia vive del Perdón. Es comunidad de gente que se confiesa sus pecados y recibe constantemente la gracia del perdón personal. Gracia que la lleva a aceptar a los demás como perdonados también y a perdonar en la medida que le toca y le corresponde hacerlo personalmente.
Se puede perdonar porque, cuando entre dos o más se perdonan o abren un ámbito de relaciones en las que está incluida la posibilidad del perdón, Jesús y el Padre envían allí al Espíritu que consolida ese espacio y lo hace vivible con paz y alegría.
Se puede perdonar, es más, perdonar se vuelve una tarea específicamente cristiana, porque hay una Persona de la Santísima Trinidad abocada íntegramente a propiciar y a bendecir esta actitud cristiana.
El Espíritu se derrama abundantemente sobre aquellos que perdonan, que piden perdón, que se abren siempre más a perdonar y que se animan a crear instituciones donde el perdón es la moneda corriente. Allí donde sentimos la necesidad del perdón –de recibirlo y de darlo- invocamos al Espíritu.
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