El Espíritu Santo, dador de la verdadera alegría

jueves, 21 de mayo de 2020
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21/05/2020 – Hoy nosotros hemos querido viajar a Carhué con la intención de llevar el don de la alegría que promete Jesús en el Evangelio, esa que también quiere que llegue a tu corazón.

Ese pueblo, no hace mucho tiempo, sufrió una gran inundación, hoy, junto a ellos, queremos celebrar el gozo y la alegría de estar de pie. Así como también nosotros, que estamos viviendo las duras consecuencias de ésta pandemia, pero dispuestos a ponernos de pie por la gracia de Dios y del Espíritu Santo.

Que tu dolor, tu tristeza y tu angustia, en el día de hoy, por la gracia del Espíritu, se constituya en una inmensa alegría.

 

“Dentro de poco, ya no me verán, y poco después, me volverán a ver». Entonces algunos de sus discípulos comentaban entre sí: «¿Qué significa esto que nos dice: «Dentro de poco ya no me verán, y poco después, me volverán a ver?». Decían: «¿Qué es este poco de tiempo? No entendemos lo que quiere decir». Jesús se dio cuenta de que deseaban interrogarlo y les dijo: «Ustedes se preguntan entre sí qué significan mis palabras: «Dentro de poco, ya no me verán, y poco después, me volverán a ver». Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo”.

Juan 16,16-20

 

 

 

 

 

El Espíritu Santo es el dador de toda alegría. El Espíritu Santo es el que convierte nuestra debilidad en fortaleza; nuestro luto, en gozo; sana lo que está enfermo; doblega nuestros ánimos crispados; endereza lo torcido; da calor a nuestras vidas; pone en movimiento nuestras almas paralizadas, convierte en fiesta nuestros duelos. Es la Divina Persona de la Alegría, que procede del amor del Padre por su Hijo, Jesucristo.

Sólo el Espíritu Santo es fuente de la verdadera alegría, a la que aspira siempre el corazón humano. Estamos hechos para la alegría y la felicidad, no para la tristeza y la desdicha. Hay alegrías engañosas y pasajeras, que no llenan el corazón y al final nos dejan un gran vacío. Sólo el Espíritu Santo nos da la alegría profunda, y verdadera a la que aspiramos, alegría que nos hace sencillos, serenos, contemplativos, serviciales y misioneros.

La Iglesia, casa y escuela de la alegría

 

La alegría tiene una casa. La Iglesia como comunidad de Jesús, está llamada a vivir la alegría del amor fraterno. Es un signo para el mundo de comunión con Dios y con todas las personas. Una Iglesia triste no es capaz de convocar. Una Iglesia cerrada en sí misma, no es luz para las naciones, ni reflejo de Jesús y no podría atraer a nadie. La Iglesia convoca, atrae, anima, convence, cuando es casa y escuela del amor y de la alegría pascual, cuando predica y vive la certeza feliz de la resurrección.

El Papa Francisco nos dice que “el mensaje cristiano se llama “Evangelio” o “buenas noticias”, una proclamación de alegría para todo el pueblo; la Iglesia no es un refugio para la gente triste, la iglesia es la casa de alegría”.

“La Iglesia crece no por proselitismo, sino “por ‘atracción’: como Cristo ‘atrae todo a sí’ con la fuerza de su amor”. La Iglesia “atrae” cuando vive en comunión, pues los discípulos de Jesús serán reconocidos si se aman los unos a los otros como Él nos amó” (Aparecida 159).

La alegría de vivir en comunidad

 

La alegría provoca comunidad, y el estar juntos hace renacer la alegría. La primera comunidad cristiana vivía la experiencia de la Resurrección con una alegría que les desbordaba, y que no era fruto de una ilusión, sino de la experiencia de tener a Jesús entre ellos.

Gracias a su estilo de vida fraterno, la comunidad primera “gozaba de la simpatía del pueblo y el Señor hacía que los salvados cada día se integraran a la Iglesia en mayor número”. Porque celebrar al Señor en comunidad es nuestra alegría.

Los momentos de oración, son ocasiones de gozo para el cristiano, porque son encuentros con quien es el origen de la alegría verdadera.

La oración fortalece nuestras vidas y le da un sentido teniendo a Dios como centro. Por eso es importante pedirle al Espíritu que ore en nosotros y confiarle a Jesús nuestras debilidades y caídas, nuestras luchas.

El río de la alegría se nutre de la oración de cada día. Nuestra oración debe ser una íntima confidencia con Dios. Y qué mayor dicha que hablar con quién sabemos nos ama plenamente. Con quien escucha nuestras penas, con quien atiende nuestras súplicas, con quien se adelanta a nuestras necesidades porque sabe lo que más conviene a nuestra alma.

Es nuestro Padre, por eso debemos hablarle con sinceridad, de nuestras debilidades, de lo que nos cuesta trabajo, solo así recuperaremos la paz y la alegría.

El secreto de la alegría misionera

 

Todos los bautizados somos discípulos misioneros, como María. Y la clave de nuestra alegría misionera está en llevar muy dentro a Jesús, como María.

“El verdadero misionero sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie” (E.G. 266).

La alegría que el Espíritu de Dios nos comunica no se estanca en las cuatro paredes del corazón, sino que debe sumarse al río de la alegría, para que llegue a todos. “La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar (Papa Francisco. E.G.273).