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El Espíritu Santo gime en nuestra alma en la contemplación
miércoles, 26 de julio de 2006
Además el Espíritu nos viene a socorrer en nuestra debilidad porque no sabemos pedir de la manera que se debe. Pero el propio Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar. Y Aquel que penetra los secretos más íntimos, conoce los anhelos del Espíritu cuando ruega por los santos, según la manera de Dios.
Romanos 8, 26 – 27
Es una realidad en nuestra propia vida lo que Pablo anuncia en esta cita bíblica: la apertura del corazón en y desde la oración de contemplación. Por ella, dejamos librada la mente y el alma a que el Espíritu ore y se exprese en nosotros “con gemidos inefables”. Estos son los encuentros que se dan en nuestro interior entre sueños, deseos y dificultades para poder alcanzar aquello que se nos despierta en el corazón desde el proyecto de vida que tenemos. Cuando Dios ingresa en nuestra historia, asume esto como propio, le damos paso para que manifieste su señorío y el Espíritu gime con los gemidos de nuestro corazón. Por eso es que nos abrimos a la gracia de la oración de contemplación y desde allí, siguiendo el camino de Jesús, nos dejamos tomar por su historia para que el Espíritu se exprese en nuestro interior.
Con este fin, hacemos un camino de crecimiento en íntima relación de filiación. Cristo es quien nos hace fieles por la gracia de la misericordia que actúa en nosotros. Su vida es toda ofrenda, alabanza y gratitud a Dios, a quien lo revela como Padre. Nuestra posibilidad de filiación para abrirnos a la gracia de la contemplación –y desde allí permitirnos que los gemidos que hay en nosotros los asuma el Espíritu- nace de eso que nos muestra Jesús. Este núcleo de conciencia es el que explica los rasgos propios de la vida de Cristo en nuestra existencia, lo que en consecuencia moldea el alma de aquel que contempla la vida del Maestro.
Es la filiación de Jesús con el Padre de la cual vive nuestro Señor y de la que dimana su existencia. Así podemos nosotros expresarnos y vincularnos al Creador con el mismo espíritu con que lo hacía Cristo. Él es quien, gracias a que pone en nuestro corazón el Espíritu prometido, podemos orar al Padre. Así, Dios obra maravillas en el interior de los hombres y plenifica la vida.
Cuando se dice que contemplamos el rostro de Jesús -su historia puesta en la Palabra que refleja la gracia de donde brota toda gracia, el Espíritu de Comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu- entramos en ese lugar donde la vida nace “como un manantial de Agua Viva” dentro de nosotros. Entrar en contemplación con el misterio es abrirnos a que el Espíritu fluya interiormente en nosotros y se exprese en modos en los que, tal vez hasta ahora, no les hemos dado cabida en el corazón. El Santo Consolador gime y busca hacerse paso en la vida de cada uno.
Contemplar es mirar, pero por sobre todo dejarse mirar en y desde el amor –no participar de un espectáculo como quien observa una película-, participar del misterio. Cuando decimos que entramos en oración de contemplación, nos sumergimos en la dinámica de amor que existe entre las Personas en el misterio de la Trinidad. Así , descansamos en la comunicación que existe entre el Padre y el Hijo. La fuente de contemplación es el amor ente Ellos, que hace presente al Espíritu y es Él quien viene a nosotros. Padre e Hijo se miran mutuamente, mientras participamos de este vínculo de amor por la obra del Paráclito, mediante el cual Dios nos invita a reposar en Él y a tener una posición distinta sobre lo cotidiano.
La contemplación no es para quedarnos en el monte Tabor, diciéndole al Señor como lo hizo Pedro: “Qué bueno sería estar aquí, haz tres carpas para quedarnos”, sino más bien para asumir lo que construye la gracia de la redención en nosotros: el misterio de la Pascua. Aquí están los gemidos que el Espíritu pone a la luz. Éstos nos hacen pasar desde la muerte, entregada con determinación, a la vida.
Hay gemidos a lo largo de todo nuestro vivir: el doloroso e inevitable sufrimiento, la madurez, las decisiones. Son pasos, son pascua. Allí se expresan nuestros suspiros. Contemplamos el misterio de Dios en el amor Trinitario, no para quedarnos solo con eso, sino para asumir desde allí nuestra pascua, para poder expresar en el Espíritu el gemido de un paso a otro. Tenemos que morir a lo que fue y abrirnos a lo que viene.
La misión de Jesús es introducirse en el corazón del mundo y mostrar el rostro del amor del Padre.
Ser cristiano
significa, en toda situación humana, reflejar la gloria de Dios, gemir por las maravillas que obra en nuestra vida. Nosotros recibimos el resplandor de su amor que nos penetra y en el cual permanecemos en gracia de contemplación. A partir de allí aprendemos a zambullirnos en el corazón de la humanidad y somos instados a misionar –a hacer presente al Dios en medio de los hombres-, tal como el Maestro lo hizo. Es claro que para que esto suceda debemos darle nuestro consentimiento a Jesús.
En la oración contemplativa, para plasmar en nuestra alma la faz de Dios y luego misionar, tiene prioridad la Palabra del Señor. Cristo es quien, como un artesano, nos moldea el corazón y nos hace parecidos a Su alma. Asemejarse al Señor solo es posible por la gracia que brota del encuentro con Él, en el Espíritu Santo que nos abre al misterio de comunión con el Padre. Solo hace falta tiempo para que Dios obre en medio nuestro.
La contemplación nos abre el espíritu para que el Santo Consolador pueda expresar los gemidos inefables en nuestro interior, los suponen el paso de una etapa a otra de la vida. En estos momentos somos invitados a morir a nosotros mismos para vivir en Dios. Así nos configuramos hijos de Dios y esto es lo que calma, dice Pablo, el gemido del universo todo que llora con dolores de parto. Quizás fue esto lo que puso tan cerca a Francisco de Asís de la creación. Pero no hay que olvidar que su trato con la naturaleza supuso en el santo del siglo XIII, la apertura absoluta a la Palabra de Dios, con la cual entró en un profundo vínculo de comunión, al punto de casi confundirse con la literalidad de la vivencia de la Palabra en su propia historia.
Por ejemplo, en Romanos 8, la primera de las expresiones dice: “La creación entera gime con dolores de parto la manifestación de los hijos de Dios” y la segunda continúa: “Nosotros gemimos interiormente en nuestro espíritu”; esto fue una realidad en el santo de la paz. Él se dedicó absolutamente a peregrinar en pobreza, anunciando la Buena Noticia de Jesús, fue un contemplativo, en acción.
Toda contemplación debe llevarnos hacia un compromiso concreto. A veces los contemplativos son colocados dentro de una determinada categoría religiosa malentendida, como personas evadidas de la realidad. Al fin, un verdadero encuentro y una mirada profunda a Dios no hace más que enraizarnos en la historia para, puestos allí, ser una referencia de los demás. Hombres y mujeres de este tiempo esperan personas contemplativas que reflejen la faz de Jesús, la gloria de Dios en lo cotidiano.
Somos todos llamados a liberar los gemidos interiores con los que el Espíritu entra en comunión con nuestros gemidos, mientras la vida va da un paso a otro configurando el rostro de Jesús en nosotros, que no es otra cosa que la gloria de Dios en nuestra propia historia.
Padre Javier Soteras
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