29/09/2021 – El Padre Dios engendra a su Hijo, desde toda la eternidad. Engendrando al Hijo, el Padre realiza plenamente su paternidad y su maternidad. Por eso no necesitaba crearnos a nosotros, con su Hijo infinito le bastaba. Algunos decían que Dios estaba obligado a crear porque un ser tan pleno no podía ser infecundo, algo tenía que producir. Pero engendrando al Hijo él dio lo máximo, lo más bello y más perfecto. El Hijo es “resplandor de su gloria” (Heb 1, 3), “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). O como lo presentaba el libro de la Sabiduría: “Es un reflejo de la luz eterna, un espejo inmaculado de la actividad de Dios, una imagen de su bondad” (Sab 7, 25s). El evangelio de Juan en su prólogo le llama “la Palabra”. ¿Por qué? Porque una palabra expresa nuestro interior, y el Hijo expresa, refleja y muestra al Padre. Entonces entendemos por qué sólo Cristo puede decir: “quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14, 19).
Nosotros conocemos al Hijo amado del Padre porque se hizo hombre, y le llamamos Jesús; pero antes de hacerse hombre, desde toda la eternidad, ese Hijo existe junto al Padre, el Padre Dios lo engendra eternamente y derrama en ese Hijo toda su divinidad. Por eso el Hijo es Dios igual que el Padre, tiene su misma naturaleza, su misma perfección divina. Entonces podemos decir que es el Hijo único. Nadie más es Hijo suyo de esa manera, ya que tanto los ángeles como los seres humanos somos criaturas limitadas; sólo él es el Hijo divino, Dios igual que el Padre.
Imaginemos cómo el corazón de Jesús estaba extasiado, repleto de amor ante su Padre. Ese Hijo que todo lo recibe del Padre, cuando se hizo hombre experimentó también con un corazón humano cuánto lo amaba el Padre, y vivió con una ternura humana esa tremenda fascinación por el Padre. Cuando era un adolescente decía: “Yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre” (Lc. 2, 49). Por eso Jesús necesitaba apartarse a veces para poder estar a solas con su Padre, y se pasaba noches enteras en la cima de un cerro comunicándose con el Padre (Lc. 6, 12).
El mayor gozo de Jesús era hablar con su Padre, y se embriagaba alabándolo: “Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: ¡Yo te alabo Padre, señor del cielo y de la tierra!” (Lc. 10, 21). Así se entiende el entusiasmo que Jesús le expresó a María Magdalena después de su resurrección: “¡Subo a mi Padre!” (Jn. 20, 17), el Padre que no lo abandonó en poder de la muerte sino que le regaló la plenitud de la vida.
Pero ahora mirémoslo del otro lado. El Padre desde toda la eternidad está deslumbrado por ese Hijo, y lo ama con un amor inagotable; por eso Jesús podía decir: “Tú, Padre, me has amado antes de la creación del mundo” (Jn. 17, 24). Cuando el Hijo se hizo hombre, la mirada del Padre quedó extasiada en nuestra humanidad, se llenó de ternura por la humanidad de su Hijo que se formaba en el seno de María, que nacía pequeño en Belén, que crecía en Nazaret, que se entregaba en la cruz; y el Padre derramó toda su alegría cuando Jesús resucitó, cuando la humanidad resucitada de su Hijo amado entró en el seno de su divinidad. Por eso el Padre quiso hablar del amor que tenía por Jesús: “En aquellos días vino Jesús desde Galilea y fue bautizado por Juan en el río Jordán… Y se oyó una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, yo me complazco en ti” (Mc. 1, 9-11).
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