El hombre de Dios, San Francisco de Asís

jueves, 4 de octubre de 2007
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El Señor eligió a otros 72 discípulos y los envió de dos en dos delante de él a las ciudades y lugares a donde él debía a ir. Les dijo: “hay mucho que cosechar, pero los obreros son pocos, por eso rueguen al dueño de la cosecha que envíe obreros a su cosecha. Vayan, pero sepan que los envío como corderos en medio de lobos. No lleven bolsa, ni saco, ni sandalias, y no entren a hospedarse en la casa de un conocido. En la casa que entren digan, como saludo, Paz para esta casa. Si ahí vive un hombre de paz, recibirá esta paz que ustedes le traen. Pero si no la merece, la bendición volverá a ustedes. Quédense en esa casa, comiendo y bebiendo lo que les den, porque el obrero merece su salario. No vayan de casa en casa. En toda ciudad que entren coman lo que les sirvan. Sanen a los enfermos y digan el Reino de Dios ha llegado a ustedes. Pero en cualquier ciudad donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan; Hasta el polvo de la ciudad que se nos ha pegado en los pies, lo sacudiremos y se lo dejaremos. Con todo sépanlo bien, el Reino de Dios está cerca. Yo les digo que en el día del Juicio la ciudad de Sodoma será tratada de manera menos rigurosa que esa ciudad.

Lucas 10, 1 – 12

Deseoso de cristianizar el mundo, y con la cristiandad de su tiempo como referencia cultural fuerte para Francisco, decía él, irse a las cruzadas para conquistar el santo sepulcro que ha sido tomado por los moros.

Mientras va con esta armadura de repente Dios, como a Pablo, lo tira por el suelo, y desarmándolo en su estructura y en su pasión, Francisco comienza un proceso de búsqueda de Dios a partir del encuentro con su Palabra y este texto que acabamos de compartir, va como desarmándolo por dentro, y armándolo nuevamente. Es un proceso largo el de la conversión de Francisco, que pasa por etapas y momentos, circunstancias distintas.

Que supone una ruptura consigo mismo, con el ambiente de Asís y particularmente, con esa figura paterna fuerte, la de don Bernardone, que ha marcado en parte la vida de Francisco, en su lucha, en su trabajo, en su ofrenda por la cosa de todos los días. Aquel mercader de telas se ve absolutamente sorprendido por como su hijo comienza a desvariar, según él, en los caminos supuestamente de Dios, y si para alguien su hijo estaba loco, era para don Bernardone. Era para él que no entendía lo que pasaba con aquel joven, que conquistaba con su alegría, con su espíritu jovial, y que encontraba en el ambiente juvenil de Asís, un caldo de cultivo para su capacidad de seducir; y a través de la fiesta y de la alegría… Era un play boy, Francisco, por decirlo de alguna manera, comparando con los tiempos que estamos viviendo nosotros.

Este personaje tan particularmente pintoresco se ve tomado por la Gracia de Dios, y empieza un proceso que lo lleva a encontrarse con el Dios de la pobreza. El Dios que se manifiesta en la debilidad, se hace presente en lo simple y en lo sencillo.

Hay como acontecimientos fuertes, en la vida de Francisco, en su proceso de conversión, en los que nos vamos a detener por algunos momentos para compartirlos, o recordarlos, uno de ellos, el encuentro con Jesús, en el rostro de un hermano leproso.

El otro, el encuentro con Jesús en la Palabra.

El otro, el encuentro con Jesús en el misterio de la Pascua, en el Cristo de san Damián.

Estos tres hechos en la vida de Francisco de Asís, marcan el proceso suyo de conversión, y lo completan ofreciéndonos, un cuadro, una pintura de santidad completa.

Es el hombre de Dios, y el hombre entregado a los hombres en Dios.

Es el hombre que vive esta entrega y esta ofrenda. Hasta llegar a identificarse en el final de su vida tanto con la presencia de Jesús. Él como Pablo podrá decir, ya no soy yo quien vive en mí es Cristo. Y mostrar que esta vivencia de Jesús en él termina por identificarlo de tal manera que, las marcas de Cristo también están sobre su cuerpo en las llagas que recibe en el monte Alverna.

Francisco de Asís, el hombre de Dios, el hombre de los hombres, el hombre de la creación, un hombre completo, pleno.

Un signo de lo que Dios quiere de los hombres viviendo en plenitud.

Plenitud de alegría, de ofrenda la de Francisco, que hoy se nos propone como modelo de santidad, que se nos vuelve a ofrecer como camino que Dios nos abre, en la sorpresa con la que el mismo Francisco recibió la misma visita de Dios.

Que podamos hacerle lugar a esta sorpresa de Dios, y nosotros como niños, según lo que dice el evangelio, podamos entender de qué se trata este misterio de vida de Jesús, en nuestra propia vida.

La familia de Francisco, pertenece a una casta acomodada, burguesa en su tiempo. Hay que imaginar entonces el revuelo que producía el excéntrico Francisco en el seno de esta familia acomodada, y de las convenciones burguesas con las que se desarrollaba su vida.

Francisco comienza, después de su encuentro fuerte con la Palabra de Dios lo que hemos compartido recién, cuando es puesto en cárcel. Comienza ya en su casa liberado de aquella situación, a encerrarse en su cuarto, pasaba horas en oración, cuando no, salía a visitar a sus nuevos amigos; los pobres. Se daba cuenta del malestar que creaba alrededor suyo.

Hacerse el santo era hacer un juicio táctico sobre las personas menos dotadas de devoción. Esos buenos católicos del tiempo, pero no fanatizaban mucho con su catolicidad a la hora de vivir los valores del evangelio.

En todo caso, como se dice por ahora, barniz de la evangelización sobre sus vidas expresadas en alguna devoción, en el cumplimiento de las normas de la Iglesia.

Francisco, en su excentricidad, sonreía, y tal vez haya sido su simpatía, lo que desarmaba a los más críticos.

Con el que no pudo nunca fue con su hermano. Pero es parte de la historia que ojala hoy podamos contarla.

A veces una nube venía a oscurecer la felicidad de este nuevo converso.

Pensamientos que arrojaba lo más rápido de sí. Pero que no dejaban de volver con una persistencia sospechosa, podríamos decir así. Una nostalgia súbita, que traía los recuerdos de la buena vida que llevaba hasta ayer, por así decirlo.

“Del tiempo de mi vida pecadora, dice Francisco” Nostalgia de esto.

Eso que tan bellamente relata en las confesiones san Agustín, de cómo el pecado pasado seduce a la persona en el tiempo de la conversión.

En otro momento, una idea loca surgía en la mente de Francisco, y no le dejaba. La vieja jorobada de Asís. Era una mujer tan fiera, era como un monstruo en su deformidad, y a Francisco se le había metido en la cabeza que si continuaba en su vida de continencia y de mortificaciones, sería un día como ella. Se iba a poner tan fiero y tan asqueroso como la vieja jorobada.

Este absurdo fue ganando su corazón y entonces fue como introduciendo una cuña de fuerza contraria, a la fuerza que empujaba con gran ímpetu desde adentro, a la continencia, a la oración, a la penitencia.

¿De dónde procedía todo esto? Sino del demonio. De la fuerza del mal. Que impide el proceso de conversión. Es lo que Francisco terminó por preguntarse un día ¿De dónde viene todo esto?

Y como le sucedía con tanta frecuencia en las horas de desolación espiritual, el Señor le hizo escuchar su voz.

Esto no venía de él, no era idea propia suya de Francisco, esta era acción del enemigo, que buscaba interferir la acción de Dios y la generosidad de Francisco.

Resonaba en el silencio como una voz humana o hablaba en el secreto del corazón de este predestinado por Dios? ¿La percibía como un sonido que venía del exterior, o le advertía interiormente como un pensamiento?

Pero tan fuerte y dulcemente imperioso que, creaba esa ilusión de golpear el aire, por así decirlo.

¿Qué importaba? Esa voz la conocía bien, le había confortado tantas veces. Era la voz del Amor mismo, y éste dicho con mayúscula.

Él reconocía esa voz. Había comenzado a penetrarle por todo su ser.

Es la que surgió en la Palabra del evangelio, cuando en la oscuridad del la cárcel, recibió el mensaje de Jesús de Paz y Bien. En el recorrido y en el peregrinar entre los pobres como el gran mensaje del Resucitado, que quería que se comunicara a través de su diminuta figura.

Francisco estaba dispuesto a todo, para seguirlo al Señor. El camino más arduo y el más difícil, si así fuera necesario. De repente, la tentación demoníaca, se borró como un mal sueño. Y le vino la repugnancia del recuerdo de los placeres que habían aturdido su vida juvenil.

Ese adorador de la belleza. Ese refinado Francisco burgués. El que tenía preferencias artísticas. Ese esteta de la vida. Ese estético de lo cotidiano. Comienza a sentir un cierto displacer, por lo que antes le daba tanto placer. Esto no podía llegar muy lejos.

No se le iba a exigir lo imposible. Más vale a esto ni hacía falta ni pensarlo. Sin embargo un día, cuando paseaba a caballo por los alrededores de Asís, escuchó el ligero sonido apagado que bien conocido por todos hacía huir a los más valientes. Como de fondo de los más antiguos relatos de la escritura, venía hacia él un leproso, que caminaba hacia donde estaba Francisco. Toda la naturaleza construida hasta aquí bajo el refinamiento burgués que habitaba en el corazón de Francisco, comenzó como a sublevarse. Pero una fuerza irresistible le hizo saltar del caballo.

E ir derecho hacia el que llevaba en su rostro y en todo su cuerpo, el espanto como concentrado de todo lo doloroso que la sociedad del tiempo de Francisco, como toda sociedad, tenía en su corazón.

Podríamos decir así, el leproso en el tiempo de Francisco era la síntesis del horror. De lo que la sociedad de su tiempo tenía construido como horror en tantos lugares.

Es un minuto en que Francisco salta del caballo, vence su naturaleza, por una fuerza que va desde dentro, que no la puede contener, abraza al leproso y lo besa.

¿Qué encontró Francisco en el rostro desfigurado, bajo el signo del horror en este leproso? Él mismo lo va a testimoniar: se encontró con el Rostro de Jesús. Encontró que Jesús se escondía detrás del horror de los menores.

Los menores son los miserables. Como le llama la Iglesia ahora, a partir de Aparecida, los desposeídos, los que no cuentan para nada, los que no entran ni salen del sistema. Los que están absolutamente al margen.

En éste encontró el rostro que estaba deseando encontrarse.

Que había comenzado a querer revelarse en la Palabra que Francisco recibió cuando, en aquella cueva, encarcelado, después de haber sido desarmado de su búsqueda de cruzadas, había aparecido como luz dentro de él. Y ahora, se iluminaba, se reflejaba, se proyectaba y aparecía en el rostro de este hermano leproso. Al que Francisco besa y abraza.

En ese encuentro comienza a fusionarse el corazón de Francisco con el corazón de Jesús.

Uno de esos días, que Francisco caminaba y peregrinaba por esas campiñas, que en Asís son realmente un sueño, por las comarcas y andaba por alguno de los valles de la zona de Asís, se encuentra con un templo derruido, caído, que tiene una cruz, igualmente está sobre el piso. Es el templo de San Damián.

Éste es el lugar donde Dios lo había esperado siempre, y desde siempre. Una cruz trágica colgada encima del altar, pintada con una ingenuidad conmovedora, atrae su mirada. El Cristo con los brazos extendidos, miraba como a lo lejos, podríamos decirlo así. Como si buscara por el camino a alguien que también venía de lejos.

El Cristo es como la figura del padre, en el texto del hijo pródigo, que al ver a lo lejos al hijo que se acerca, sale corriendo a su encuentro.

¿Cómo se produjo ese encuentro? De repente, el joven converso, movido a la caridad por los pobres, al punto de vencer las delicadezas con las que ha sido educado para terminar por abrazar lo más asqueroso de su tiempo, un leproso; de repente, Francisco arrodillado y conmovido por este lugar atraído por la fuerza de la cruz, que por su sola presencia si la dejamos actuar nos atrae, cae de rodillas y comienza a orar.

Y oh, sopresa, la voz de Francisco comienza a silenciarse y la Cruz empieza a hablar. Desde la Cruz, Francisco recibe la Palabra de Jesús que le dice Francisco reconstruye mi Iglesia.

Esta locura de amor, que lo ha puesto de cara al misterio de Dios, en la Cruz, comienza a ser tan claro para Francisco, que Jesús (el que va conduciendo la nueva historia), que no duda en la voz. Por la dulzura, por la ternura, por cuanto penetra adentro del corazón, por cuanto conmueve todo su ser, por cuanto pone en movimiento toda su historia, por cuanto hace que haga lo imposible para comenzar a cumplir lo que allí se le indica, es la del mismo Jesús.

Es la presencia de Dios, que así como se mostró en el rostro del leproso, ahora habla desde la Cruz. Francisco reconstruye mi casa, reconstruye mi Iglesia.

Aquella Iglesia de San Damián está destrozada, y Francisco cuenta la historia. Empieza a buscar piedras con las que poder construir la Iglesia. Si me dan una piedra, Dios le dará más, si me dan dos, le dará dos veces más, si me dan tres… gritaba y cantaba.

La historia dice que las piedras llegaban, como si empezaran a hablar por si mismas, se sumaban al proyecto que Dios tenía en Francisco, de reconstruir la propia vida, y la propia historia, y la historia de la Iglesia. Bajo el signo de la reconstrucción de San Damián.

Algunos se las tiraban a las piedras, y otros se las acercaban conmovidos, por esto que dicen que estaba siempre presente, la dulzura de Francisco, la conmovedora dulzura de su expresión.

En aquél lugar, el capellán era un viejo benedictino, que empieza a recibir a Francisco primero, atraído por su fuerza, y después conmovido por su laboriosidad, por su constancia.

A lo de san Damián, le sigue después la Porciúncula, como el otro lugar que Francisco también reconstruye.

Hasta que, Francisco termina por descubrir que la Iglesia que hay que reconstruir, no es aquél templo de piedra (que merecía ser reformado), sino su Iglesia, el llagado Cuerpo de Cristo, en la Comunión eclesial. Que dejaba mucho que desear. En la ostentación, en la que vivía parte importante de la jerarquía.

Frente al movimiento que Francisco comienza a desarrollar, movido por el Espíritu y atraído por la fuerza de Jesús crucificado viviendo a los pobre, empiezan a aparecer, como reacción ideológica ante la burguesía eclesial, otros movimientos que son verdaderamente heréticos.

Así lo ha reconocido la Iglesia después, el de los Fraticcelli. Estos hermanitos que hacían de la pobreza, más que una propuesta, una queja. Y más que una queja una desencarnada manera de proponer el Evangelio, en una espiritualización de la vida.

Francisco se mueve por otra línea. Francisco se mueve movido por el Espíritu y atraído por lo concreto. Este Francisco que parece que vuela, cuando da rienda suelta al canto, y que hace que se hermane con el sol y con la luna, con la muerte y con la vida, que predica a los peces.

Este Francisco, que su místico es el hombre de lo concreto.

El templo de san Damián es construido por sus propias manos. Francisco ha hecho experiencia de albañilería y ha trabajado en la reconstrucción de la muralla de Asís, cuando fue invadida. Conoce del oficio y pone en práctica lo que conoce, lo que ha aprendido en su juventud cuando ha sido educado en la construcción.

Para terminar por hacer del templo de San Damián una nueva casa para el Crucificado que habla. No calla Jesús. Sigue hablando, y esta voz suya ha calado tan hondo en el corazón de Francisco, que la reconstrucción de la que Dios habla, no solamente tiene que ver con San Damián, también con la Porciúncula y mucho más.

Con el propio templo que Francisco es de la vida del espíritu en su corazón. Y más todavía, con la Iglesia universal, que necesita de esta fuerza de renovación del franciscanismo, que ha venido a restaurar la vida de la Iglesia. Volviendo sobre las fuentes, el Evangelio vivido al pie de la letra.

Si un profeta del AT se hubiera encontrado con este paisaje seguramente lo hubiera elegido, dice Julien Green, como refugio de la grandeza de Dios. A la grandeza de Dios, un lugar para el diálogo con lo eterno, dice en este texto que te lo recomiendo “Hermano Francisco”, de Salterra.

Dice él, yo he subido en medio de una tormenta de septiembre, que parecía sacudir la montaña. Velaba el paisaje una espesa cortina de bruma blanca, pronto lacerada y rasgada por una lluvia torrencial. Cerca de la cumbre, rocas enormes, parecían haber sido arrojadas a un foso. En cuyo fondo, una grieta dejaba ver un precipicio, cortaba el aliento.

Sin embargo un rincón de esa hendidura, se ocultaba Francisco de Asís.

Esas rocas, dice Julien Green, quebradas, cataclismos inmemoriales, parecían a sus ojos, las heridas de Cristo.

¿Necesitaba el vértigo para perderse en Dios? Aquel hombre, ya entre dos mundos, llevaba en sí sus abismos.

Un poco más abajo se abre una gruta, donde se pueden andar algunos pasos, a nivel de la roca, una reja de hierro se extiende a mis pies. El sitio del suelo donde él se tendía.

Grandes árboles, esbeltos, se inclinan encima de las rocas, y suavizan el horror de esta soledad. Dos abedules plateados brillan sobre el fondo negro de los abetos. Más allá, al cesar de pronto la lluvia, descubro el paisaje sin límites, que debió seducir al solitario por la delicadeza y la inmensa variedad de tonos.

De verde tierno de los prados, los bosques heridos por las primeras noches frías, que los hacen llamear bajo los rayos del poniente.

No sin titubeo, dice Julien Green, se aborda el momento más cargado, del misterio de toda la vida de Francisco de Asís. Algunos dirían el más difícil de creer, pero por una inexplicable contradicción, precisamente porque es difícil de creer, estamos perfectamente dispuestos a aceptarlo. Habría que rechazar demasiados testimonios.

Yo se bien que la Edad Media es fértil en alucinaciones, individual y colectiva, pero tienen sus límites. No explican todo, incluso no explican nada en cuanto no se esfuerza en ir más allá.

Es importante, nos parece, dice Green, el valor si uno se atreve a decirlo, la utilidad de ciertos fenómenos de orden místico.

San Pablo, quizá fuera estigmatizado, quizá… Por aquello de la carta a los Gálatas, ¿no? Llevo en mí las marcas de Cristo Jesús. Él pasa rápidamente, y con pocas aclaraciones sobre este punto, como si su mensaje no tuviera necesidad del apoyo de la experiencia.

De la misma manera, acaso un Francisco, no estigmatizado, habría sido un santo menos grande, a nuestros ojos? Por mi parte lo dudo. Pero que fuera marcado por los estigmas lo creo. Numerosos fueron los santos, que no recibieron ese signo del amor de Cristo, e igualmente numerosos los cristianos, que lo recibieron y no fueron proclamados santos por ello.

¿Por qué este reparto de Gracia tan especial? Se pregunta Green. Es un secreto de Dios.

Ante la gruta donde dormía Francisco se abre una hendidura erizada, de grandes abedules, que parecen crecer para disimular el horror del precipicio.

Éste que experimentó Francisco cuando se encontró marcado por la Sangre de Cristo en sus propias manos, en sus pies y en su costado, que acompañado por el hermano León, no sabía qué hacer. Con semejante Gracia y tanto signo del Amor de Dios, en su propio corazón y en su vida.

Padre Javier Soteras