El juicio final

miércoles, 11 de marzo de 2009
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Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso.  Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a la izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha:  “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”. Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso y fuimos a verte?”. Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. Luego dirá a los de la izquierda: Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron”. Estos, a su vez, le preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?”. Y él les responderá: “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo”. Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna”.

Mateo 25, 31 – 46

El título de toda nuestra catequesis es: En el amor un camino de conversión.

El primer punto tiene que ver con esta conciencia, convertirse en Cristo que vive en mí. La palabra conversión en griego, metanoia, se traduce como cambio de raíz. Convertirse, es cambiar desde lo profundo, desde lo más hondo, orientando nuestra vida por el camino de la plenitud, la felicidad, eso es lo que los evangelios llaman bienaventuranza.

Convertirse sería cambiar desde el fondo de nuestro corazón, aspirando alcanzar la plenitud de vida. Felicidad, bienaventuranza, dicen los evangelios, santidad decimos nosotros. Nos convertimos para ser santos. Cabe preguntarse cuál es el camino para esto. Jesús dice de sí mismo, Yo soy el camino, lo dice en Juan 14, así convertirse es encontrar a Jesús.

En la persona de Jesús está lo que estamos buscando, nuestra plenitud, nuestra felicidad, la bienaventuranza, el camino de santidad. El camino de santidad, camino de conversión, el cambio de raíz, para los que creemos, lo tiene a Jesús en el centro, es más en el encuentro que con Él se hace realidad nuestra conversión. Cuándo nos encontramos con Jesús, con el camino, nuestra vida comienza a transformarse desde lo profundo. Cuando nosotros registrando su presencia en nuestra vida seguimos su inspiración obedeciendo lo cotidiano a su querer, vamos transformando nuestro ser desde su voluntad amante.

La presencia y la voluntad de Dios es una presencia amante. Dios que viene a nuestro encuentro con la gracia de su amor, para desde ese lugar transformarnos. San Pablo habla de este proceso de cambio, que obra en nosotros, la gracia, con la que llegaremos a tener al final del proceso los mismos sentimientos de Cristo. Lo dice en filipenses 2,5.

Esta identidad en el sentir interior, nos debe llevar a decir, junto con el apóstol, ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí, y la vida que yo vivo en mi carne, la vivo en la fe del hijo de Dios que me amó hasta entregar su vida por mí, según la expresión de Gálatas 2, 18-20, convertirse es encontrarse con la plenitud de la vida en el camino que abre Jesús, quién desde dentro, moviliza nuestro corazón invitándonos a vivir en Él, descubriendo en lo más profundo de nuestro ser que los sentimientos suyos nos habitan, hasta llegar a decir nosotros con Cristo, que ya no vivimos nosotros mismos, sino que es Él el que vive en nosotros por la gracia del Espíritu Santo, que en el don del bautismo hemos recibido.

Como decía San Agustín, esta presencia de Él es más íntima a nosotros que nuestra misma intimidad. En ese sentido convertirse es descubrir que Jesús está en lo profundo del corazón. Por eso decimos que el camino de conversión en el amor, es convertirse en Cristo que vive en mí.

En el amor un camino de conversión, lo referíamos a ese proceso en Cristo que vive en nosotros hasta tener los mismos sentimientos de Cristo, según la expresión de Pablo, hasta decir con Jesús y el apóstol que nosotros vivimos en Cristo y Él vive en nosotros, este Señor que es más íntimo a nosotros que nuestra misma intimidad y desde ese lugar profundo desde el sentir interior, nos invita escuchar su voz y a seguir sus inspiraciones siguiendo el camino que en lo de lo todo los días Él nos invita a transitar en comunión, servicio, capacidad de entrega para con los hermanos y particularmente para con los más pobres. Por eso la conversión de Cristo en lo más profundo de mi ser, se traduce después en la conversión de Cristo que vive en mi hermano.

Convertirse en Cristo que vive en mi hermano.Hoy el evangelio nos dice que lo que le hagamos a uno de los hermanos a Él mismo se lo hacemos. Esta realidad es fruto de la encarnación. Jesús que acampa entre nosotros se queda en los más pobres, como lugar desde dónde manifiesta el misterio. En la pedagogía de Dios, su revelación, el mostrarse de Él, el acontecimiento de su manifestación, viene permanentemente en la historia salvífica mediada por la pobreza de signos dónde el da a conocer su rostro, su voluntad.

Por ejemplo veamos los dos grandes personajes del antiguo testamento. Moisés y Elías, esos que después aparecen juntos a Jesús en la transfiguración compartiendo con Él un diálogo, en presencia de Pedro, Santiago y Juan. A Moisés quien representa la ley, esta institución por la cual Dios estableció alianza con su pueblo y los guió por el desierto hacia la tierra de promisión, Dios se le manifiesta desde la zarza ardiendo, en Éxodo 3,1 encontramos ese relato.

Desde ese lugar de desierto, entre yuyos secos, hay un fuego que hace que aquello que se está quemando no se consuma y desde ese lugar, una voz se escucha, he sentido el clamor de mi pueblo, te he elegido para que vayas y lo liberes. A este prófugo de la fe, de la justicia, que es Moisés, Dios lo llama en ese lugar de escape que él es encontrado y ahora Dios en ese lugar perdido lo llama para que vuelva y se haga liberador de su pueblo, en ese lugar donde Dios le dice: “Descálzate Moisés, porque estás en un lugar santo, en un lugar sagrado”.

En la pobreza de una zarza que arde y no se consume, Dios revela un camino de liberación para su pueblo, eligiendo un instrumento tan pobre como Moisés, un prófugo de la justicia. A Elías, el gran profeta Dios a él que también está escapando de la reina, porque él ha matado todos los profetas de Baal y tiene miedo que acaben con su vida, Dios le habla no en el terremoto, tampoco le habla en la tormenta, ni en el rayo, ni en el huracán. Dios le habla en la sencillez de una brisa suave que da sobre su rostro, y Elías, “el profeta” del antiguo testamento, escucha en su presencia de establecer suave que Dios está vivo.

Fijémonos en el anuncio del ángel a los pastores, diciéndoles que ha nacido el salvador. Cómo lo van a reconocer, cómo se van a dar cuenta que el Belén, entre los animales, en un pesebre está el que era prometido de todos los tiempos, porque lo encontrarán a Él, un niño acostado junto a su madre, envuelto en pañales.

LA GRACIA DE DIOS, EL DON DE LA REDENCIÓN VIENE ENVUELTO EN PAÑALES. Tan simple como eso. En la resurrección, también como el otro gran acontecimiento de la salvación, Jesús tiene expresiones tan cercanas para mostrar su gloria, como cuando caminando con los discípulos de Emaus, estos lo reconocen no en el andar, ni en el rostro sino cuando parten el pan.

Y a los que lo buscan porque saben que ha resucitado y esperan verlo glorioso, les dice, díganle a los discípulos que vayan a Galilea que allí me verán. En Galilea es el lugar de lo cotidiano, donde con Jesús se hicieron amigos alrededor del mar, sus orillas, en la pesca, sobre la barca. Galilea es el lugar del primer encuentro, es el lugar de todos los días. Que vayan a Galilea que allí me verán.

 En el evangelio de hoy, la revelación del rostro de Cristo es en el hermano pobre y lo que le hacemos a ellos, al mismo Cristo se lo hacemos, dice hoy Mateo 25,31-46. Podríamos decir que esa acción de caridad al sacramento de Cristo en mi hermano pobre, tiene semejante consecuencias a cuando comemos el sacramento de su cuerpo y de su sangre.

Lo que comemos, dice San Agustín, no se transforma en nosotros, sino nosotros en lo que comemos. Cuando uno se alimenta,  habitualmente lo que uno comió, se transforma en energía, grasa, azúcar, proteínas, el proceso metabólico transforma el alimento en alguna sustancia química que sirve para que nosotros podamos de manera equilibrada permanecer en la vida. Así no ocurre con este otro gran alimento, dice San Agustín, lo que nosotros comemos no se transforma en nosotros sino que nosotros nos transformamos en él.

Es él el que nos asume. También podríamos decir esto del sacramento del hermano pobre, cuando amamos a un hermano pobre, nosotros nos hacemos uno con el cristo que vive en él, y nuestra vida se transforma. Nos hace bien amar a los más débiles, a los más frágiles, a los más pobres. ¿Tenés experiencia de servicio, de entrega de amor a los que no tienen qué darte, a los que no tienen cómo devolverte lo que les podes dar?

Seguramente allí hay un programa de conversión para vos, de transformación por el Cristo que vive en él, que vive en ellos, que cambia tu vida. No que vos le cambias la vida a ellos. Seguramente si has experimentado la gracia del servicio a los más pobres, podrás dar testimonio de esto. Ponle nombre a los pobres, a los que podes socorrer, asistir, promocionar con tu gesto comprometido, a ese de la puerta de tu casa o a ese al que servís en la organización a la que participas.

 Los hermanos a los que servimos, nos hace bien, nos transforma con el solo hecho de poder estar amándolos en Cristo.

El último punto de hoy, El amor a los pobres como programa de conversión. En el juicio de Dios se da una reducción o simplificación a lo esencial de la propuesta de Jesús. Amar o no amar. Esa es la cuestión. Ese es el punto que nos califica delante de Dios en el examen final, cuánto hemos amado. Al final de la vida seremos juzgados en el amor, dice claramente el teólogo místico, San Juan de la cruz.

No cuentan las intenciones, los sentimientos, las ideologías y la palabra de decir, Señor, Señor, lo que cuenta es si amamos o no en lo que nos tocó hacer, en lo que nos tocó comprometernos. Para poder rendir en lo diario a esa exigencia del amor, el camino es el amor a los que no tienen cómo responder devolviéndonos con reciprocidad por la condición de extrema pobreza en la que se encuentran.

Si yo estoy llamado a todo los días a comprometerme a un amor más firme, para con mi marido, para con mi esposo, para con los hijos, amigos, comunidad, para los que comparto la vida todos los días en el trabajo, la posibilidad de que ese amor se renueve constantemente, sea siempre fresco y nuevo, está en la fortaleza que da el hecho de amar en clave oblativa a los que no tienen la posibilidad de respondernos, de ser recíprocos en su respuesta de amor, porque no tienen cómo porque están postrados, están excluidos, porque no participan de los bienes de la vida de la sociedad y por eso este amor oblativo es el que nos invita el Señor a tener para cuando nos presenta delante de nosotros a los más pobres entre los pobres. Porque es el amor más parecido al de Dios. El que nos creó por puro amor y nos redimió por más puro amor aún, porque nos amó en nuestra rebeldía de pecado, aún en la contra que le hacíamos a su proyecto para nuestra vida.

El amor a los más pobres nos asemeja a Dios. Por eso se hace preferencial en la opción de la tarea evangelizadora de la iglesia. Es el amor que refleja mejor en nosotros el rostro de Cristo a una humanidad que tiene hambre de Dios. El amor a los más pobres es un programa de conversión, que nos permite encontrar más allá de nuestra limitación, un gran motivo para aspirar a ser lo que estamos llamados a ser, Dios, semejantes a Él, testigo de su amor.

En el amor a los más pobres hay un programa, es decir hay etapas que nos permiten ir creciendo y madurando en la entrega de nosotros mismos venciendo nuestras propias limitaciones y nuestras resistencias.

Cuántas veces los pobres, bien pobres huelen mal, tratan mal, nos resultan como extraños a nuestra manera o a nuestro modo de ser. No es a la distancia, no es en la diferenciación, tampoco es una relación simbiótica con ellos como debemos resolver esto, sino por la fuerza de un amor que nos permite llegar hasta dónde ellos están y salir desde nuestro mundo y encontrarnos en un lugar nuevo llamado vínculo fraterno. No es sencillamente dar, sino un darse y en el darse encontrarse y en el encontrarse descubrir un hermano, hijo del mismo padre al que todos pertenecemos. Él hace salir el sol para todos, para los buenos y para los malos, para los justos y los pecadores. En el amor a los pobres está escondido un programa de conversión.

La fiesta de la caridad es la que Dios tiene preparado como banquete al final del encuentro, va a ser así, una fiesta en el amor, el banquete del reino es la caridad, la anticipamos cuando en amor nos entregamos a los hermano, en los que menos tienen, porque allí es dónde más crece el amor en nosotros, cuando damos o recibimos sin poder dar respuesta a lo dado o recibido es cuando más nos habita el amor de gratuidad con la que Dios quiere bendecirnos.

Cabe decir que cuando hablamos de pobreza lo hacemos en un sentido amplio, hay muchos socialmente pobres, económicamente pobres que son muy ricos interiormente y a la vez muchos ricos que tienen muy buena posición económica y tienen mucha necesidad también y hay que atenderlos.

No hablamos sólo en términos sociológicos, sino en términos de la humanidad entendida en su integridad, claro que para poder resolver algunos problemas de otro tipo más hondo, más profundo primero hay que cubrir necesidades primarias y entonces golpea como más el que no tiene alimento, el que no tiene techo. Mientras tanto hay que ir haciendo todo un ejercicio de albergar también al que ha quedado desprotegido, en una situación de buena posición socioeconómica, pero afectivamente desolado. La pobreza, la riqueza, hay que aprender a leerla en un sentido más amplio.

Padre Javier Soteras