05/10/2021 – El Mesías, para salvarnos, se hizo cordero. El Nuevo Testamento le aplica a Jesús los textos de Isaías sobre el Siervo de Yahvé lastimado, entregado por todos (Hch 3, 13; 8, 32-35; 1 Cor 2, 7; Col 1, 15). San Buenaventura decía que el misterio de la encarnación ocurrió por el “exceso” de amor de Dios, por cierta “inmoderación”. Como si al haber creado al ser humano su amor se hubiese vuelto incontenible y su deseo de unirse a nosotros desbordó hasta provocar la encarnación del Hijo. Imaginemos entonces qué podía decir este santo si se refería a la entrega de Cristo en la Cruz. Él insiste muchas veces que bastaba la encarnación para salvarnos, que no era necesario llegar al extremo de la entrega total en la Cruz. Si esto ocurrió fue “por el loco amor con que nos amó”. Su amor ardiente quiso mostrarse a nosotros en toda su hermosura: “Con la efusión de tu sangre quisiste manifestarnos el ardor de tu excelentísima caridad”. Así, en el corazón llagado de Cristo se cumplió todo lo que podía llegar a hacer Dios por amor y se produjo una “consumación que sobreexcede toda consumación”. Porque “Cristo se embriagó en el amor de su esposa y fue desnudado en la Cruz”.
San Francisco de Sales se expresó con un ardor semejante: “La muerte y la pasión de nuestro Señor Jesucristo son el motivo más dulce y más violento que puede animar nuestros corazones en esta vida. ¡Qué amable y dulce es su muerte, porque ella es el soberano efecto de tu amor! Su muerte mostró cuánto el amor es más fuerte. El monte Calvario es el monte de los amantes”. Por eso los místicos nos invitan a alabarlo por su sangre derramada, por cada una de sus heridas redentoras. En realidad la Palabra de Dios invita de una manera insistente a reconocer el alto precio que pagó Cristo para salvarnos, porque nos ama tanto que valemos el precio de su propia sangre: “Ustedes fueron rescatados, no con bienes corruptibles, como el oro o la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha” (1 Pe 1, 18-19). A la Iglesia “él la adquirió al precio de su propia sangre” (Hch 20, 28) “Han sido comprados, ¡y a qué precio!” (1 Cor 6, 20). “Ustedes han sido redimidos, ¡y a qué precio! No se hagan esclavos de los hombres” (1 Cor 7, 23) “Has sido inmolado, y por tu sangre compraste para Dios a personas de todas las familias” (Ap 5, 9). O lo podemos decir sencillamente como lo expresaba san Pablo: “me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20).
Hagamos un acto de amor a Cristo con estas palabras tan bellas del poeta:
¿Qué quiero mi Jesús?
Quiero quererte.
Quiero cuanto hay en mí del todo darte
sin tener más placer que el agradarte,
sin tener más temor que el ofenderte.
Quiero olvidarlo todo y conocerte,
quiero dejarlo todo por buscarte,
quiero perderlo todo por hallarte,
quiero ignorarlo todo por saberte.
Quiero, amable Jesús, abismarme
en ese dulce hueco de tu herida,
y en sus divinas llamas abrasarme.
Quiero, por fin, en ti transfigurarme,
morir a mí, para vivir tu vida,
perderme en ti, Jesús, y no encontrarme.
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