Las distintas caras del misterio del tiempo
1. El tiempo convencional y el tiempo social
El tiempo es un don y un regalo que se nos dispensa. Es el misterio de un movimiento y un ritmo que –aunque nos parezca paradójico- no está marcado por el paso de las agujas del reloj o los días y meses en el calendario o por las fechas de una agenda. Ése es el tiempo convencional, el que rige en cada lugar de manera diversa en sus horas, el que se puede incluso cambiar según la duración de la luz natural de las estaciones. El tiempo convencional, el del huso horario.
El ser humano siempre se sintió seducido por la extraña y omnipresente envoltura del tiempo. Siempre aspiró a dominar, a pasar y superar los límites restringidos y mezquinos del tiempo. Siempre ha soñado con vencer y dominar la silenciosa y envolvente presencia desgranadora del tiempo que todo lo corroe, que todo lo deshoja. Los relojes de sol, los relojes de arena, los relojes de maquinarias y computadoras sofisticadas no alcanzan. El tiempo siempre es fugitivo y se escapa. La fantasía literaria y el cine y las teorías científicas -físicas y astronómicas- se han dedicado a estudiar la posibilidad de los viajes en el tiempo, hacia el ayer o hacia el futuro. Hasta ahora de hecho sólo son conjeturas. Muchos filósofos afirman que eso es imposible. El ayer ya fue, el mañana todavía no es. El único tiempo que existe es el presente que, a la vez, dura sólo un instante. Un presente es sólo una suma de instantes. ¿Cuánto dura un instante?; ¿cuánto se sostiene su percepción? Es un relámpago, un estallido, un breve lapso que se va.
2. El tiempo de los ciclos naturales y el tiempo humano: el tiempo existencial
Aparte del tiempo del tiempo convencional y social, también existe otro tiempo marcado por los ciclos naturales de los seres vivos y los grandes ciclos geológicos de la tierra y también de esos tiempos que escapan de la posibilidad de la imaginación, con sus cifras llenas de ceros, en que se calculan los años del universo con la medida del viaje de la luz. Ese tiempo está señalado por el paso y el desarrollo paulatino de los ciclos naturales y sus diversos ritmos. Todo lo vivo nace, crece, declina y muere. Esa regularidad continua de los eslabones de la vida que le permite a la misma vida propagarse, expandirse y transformarse es lo que nos permite intuir que todo ser vivo lleva consigo la cuerda de un reloj que se ha disparado con su propia existencia por un lapso limitado. Todo ser va lentamente envejeciendo, casi imperceptiblemente con el devenir de todos los momentos. Todos llevamos la marca del tiempo en nuestro propio ser. A veces pareciera que el tiempo fuera el estigma que llevando dentro nos recordara –como por contraste- muestro anhelo y añoranza por lo eterno.
Por último, y no menos importante, está el tiempo singular y existencial, el tiempo personal de cada cual, el que está marcado por un reloj interno, el que se va señalando con signos particulares significativos sólo a cada uno. Un tiempo interior que no se rige por el paso de fechas sino que decanta con otros ritmos y cadencias, surca otros senderos. Ese es el tiempo humano, el tiempo del amor y del desamor, el tiempo del sufrimiento y de las crisis, el tiempo del trabajo y del descanso, el tiempo de la presencia y de la ausencia, el tiempo del placer y del dolor, el tiempo de la soledad y de la compañía, el tiempo de la tristeza y de la alegría, el tiempo de la nostalgia y de la esperanza, el tiempo de la melancolía y de la algarabía, el tiempo del arrepentimiento y del perdón, el tiempo de las distancias y de las cercanías, el tiempo del silencio y de las esperanzas. En síntesis, el tiempo del propio corazón.
Ese tiempo tiene un curso propio, no señalado por nada. Un tiempo que se va marcando sólo y que nos va indicando sus propios movimientos. Cada uno de esos tiempos tiene su propia característica. El tiempo del amor es pleno. El tiempo de la presencia es gozoso. El tiempo de la ausencia, doloroso. El tiempo de la alegría y del placer es veloz. El tiempo del sufrimiento es lento. El tiempo del perdón es liberador. El tiempo de la esperanza, sereno.
El tiempo de los afectos es el tiempo mejor, el único que nos nutre esencialmente. El tiempo de los afectos es un tiempo invertido. Tenemos que administrar mejor y más saludablemente el tiempo que tenemos porque es un recurso limitado y no recuperable.
3. El tiempo de Dios y de la gracia
Entre los tiempos personales está el tiempo de Dios, el tiempo de la fe y de la espiritualidad, el tiempo de la gracia. Dios nos va concediendo signos para que vayamos discerniendo el tiempo interior por el que transitamos. Al igual que la vida biológica, la vida espiritual tiene un comienzo, un desarrollo y una plenitud. La espiritualidad es vida y por lo tanto también se rige por la temporalidad. La vida interior también como los ciclos naturales tiene sus estaciones.
El Dios cristiano es un Dios que hizo la experiencia de la temporalidad humana. Cuando se encarnó, sin dejar su eternidad, asumió nuestra temporalidad y con ella, nuestra precariedad, nuestra contingencia y caducidad. El tiempo marca el ritmo de la vida y también el instante de la muerte. El tiempo que nos dispensa una cosa también nos trae la otra.
El Dios cristiano es eterno y es histórico a la vez. En Jesús, la eternidad y la temporalidad se conjugan. Verdadero Dios eterno y verdadero hombre temporal e histórico. A partir de la Encarnación la eternidad se abajó al tiempo y lo asumió y a su vez el tiempo busca las márgenes de la eternidad para en ella desembocar como en un infinito mar. Con la carne, con la condición humana, le fue dado también a Dios la medida marcada de un tiempo para la vida.
El tiempo de la vida también trae su propio desenlace: el último don que nos depara el tiempo es la muerte. La temporalidad está unida a la mortalidad. El tiempo de la muerte es también un tiempo humano. El tiempo que recorre todos los otros tiempos y los consagra. El último tiempo que define todo cuanto ha sido dado y entregado.
Jesús como Dios eterno en la camino de la carne y del tiempo humano ha tenido que aprender como uno más, creciendo en estatura, en fortaleza y en gracia. Crecer es la ley del tiempo, su ley de ascenso. También está su reverso: la ley de descenso. Declinar, envejecer, apagarse y morir es la otra ley inscrita en el movimiento del tiempo.
Hay un tiempo para cada cosa y cada cosa tiene su tiempo. Como las mareas del mar que suben y bajan, así los ritmos y vaivenes del tiempo personal nos hacen estar y no estar, ir y venir, permanecer, salir y regresar. Vamos y venimos de personas y lugares, de sentimientos y emociones, de situaciones y circunstancias. Todo se está yendo y todo de algún modo regresando. Todo es un péndulo en la danza de la vida.
Jesús una vez dijo que “a cada día le basta su afán”. Cada presente debe ser vivido por sí mismo ya que cada tiempo tiene su preocupación. No hay que buscar, ni que añadir más. Esta solicitud del presente nos hace estar atentos a lo que vivimos en cada momento, a no desperdiciarlo, ni malograrlo.
Ciertamente el tiempo nos trae muchos más dones de lo que esperamos. Todo lo que somos y tenemos es porque habitamos el tiempo. Nadie lo puede definir. Todos los sentimos y podemos advertir sus marcas en nuestra piel, en nuestro cuerpo y en nuestra alma. Sin embargo, nadie puede encapsularlo, detenerlo y aislarlo. Todos creemos que lo tenemos pero es él quien nos tiene a nosotros. A veces tenemos tiempo y otras veces vamos a descompás y a destiempo con olvidos y desmemorias.
¿Qué es acaso el tiempo? Se nos escapa como agua y arena entre las manos, se filtra, pareciera que se disuelve, que se estira, se angosta, se multiplica y se divide, salta, corre y se mete en todas las rutas y direcciones. Sólo podemos utilizar imágenes para referirnos a su secreto. Es en este tiempo en que vivimos, nos encontramos con Dios y con los demás. Es en el tiempo que amamos, crecemos, construimos, disfrutamos, padecemos y morimos. Es en el tiempo que fluye donde nos reconocemos. El tiempo es nuestro propio espejo, el que más definitivamente nos refleja desde el comienzo hasta el fin.
4. El comienzo de una existencia humana sin la experiencia del tiempo: la vida eterna
Para quienes tenemos fe sabemos que la muerte con la finalización del tiempo, nos abre las puertas de una vida eterna. Ciertamente no sabemos qué será esa eternidad. No nos la podemos imaginar. La nombramos y la conceptualizamos a partir de las categorías espacio-temporales que tenemos. Por negación nos aproximación a ella. Decimos que la eternidad no es sucesión, ni movimiento continuo, ni fragmentación. La describimos como un presente siempre actual que no pasa, un instante perpetuo. Sin embargo, presente e instante son palabras que designan una medida de tiempo. Los hombres no podemos hablar, ni pensar en la eternidad sino con ideas y experiencias nacidas de estar sumergidos en esta espesa temporalidad.
A nosotros nos parece que siempre el tiempo corre agitadamente, sin pausa y sin tregua, que no se detiene, ni se agita. Sin embargo, el tiempo –tanto el personal como el del mundo y la historia- algún día terminarán. Lo que nos parece tan afianzado y consolidado, de repente se desvanecerá, desaparecerá y ante nuestros ojos amanecerán los márgenes de la eternidad, un horizonte infinito, sin principio, ni final, una vasta inmensidad sin nunca acabar.
Padre Eduardo Casas
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