“Escuchen otra parábola: Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para percibir los frutos. Pero los viñadores se apoderaron de ellos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y al tercero lo apedrearon. El propietario volvió a enviar a otros servidores, en mayor número que los primeros, pero los trataron de la misma manera. Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: “Respetarán a mi hijo”. Pero, al verlo, los viñadores se dijeron: “Este es el heredero: vamos a matarlo para quedarnos con su herencia”. Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelve el dueño, ¿qué les parece que hará con aquellos viñadores?». Le respondieron: «Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo». Jesús agregó: «¿No han leído nunca en las Escrituras: “La piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: esta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos”? Por eso les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos». [El que caiga sobre esta piedra quedará destrozado, y aquel sobre quien caiga será aplastado]. Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos. Entonces buscaron el modo de detenerlo, pero temían a la multitud, que lo consideraba un profeta.
Mt. 21, 33 –46
Tanto en la primera pascua judía , de la mano de Moisés, como en la segunda pascua, de la mano de Jesús, el acontecer liberador y redentor termina por configurar un entramado de lazos que constituyen vida en común en Dios, creando un pueblo en Dios. El primer pueblo de Dios, bajo el signo de la primera pascua liberadora en Egipto, bajo el yugo del faraón; el segundo pueblo de Dios, bajo la acción liberadora del pecado y de la muerte como consecuencia más terrible, por mano de Jesús que, entregando su vida como Hijo de Dios, termina desde el amor con este flagelo humanitario y del cosmos todo.
Tenemos entonces el antiguo pueblo de Dios, nacido de la primera pascua con Moisés como líder; y el nuevo pueblo de Dios, constituido por Cristo, la piedra angular. Si vos contemplás tu historia de salvación, desde tu pascua, vas a poder notar que el paso de Dios en tu vida te hizo pueblo en Dios. Te ocurrió mientras le ocurría a otros, con quienes Dios te quería caminando junto a ellos. No es una acción individual, sin dejar de ser personalizante, sino que es una experiencia comunitaria, que presupone una relación de alteridad. ¿Quiénes son aquéllos con los que te hacés pueblo, cuál es tu comunidad, quienes son los que caminan junto a vos, esa porción del pueblo que es tu comunidad. En el camino de salvación nos salvamos con otros. Dios es comunidad, Trinitario, y actúa siempre en clave comunitaria. Cuando ha habido un encuentro verdadero y genuino revelador de vida, la persona busca lazos comunitarios para encontrarse con los demás.
El salmista clama existencialmente: muéstrame tu rostro. Y Dios le contesta: pueblo es mi rostro, vida en familia son mis rasgos característicos. Ése es el rostro de Dios, del que el mundo tiene hambre. Hambre de fraternidad, rasgos y capacidad de ser uno con los demás. En la vida comunitaria, ¿qué rasgos del Dios vivo proclamamos? Tal vez la solidaridad, la comunión en vínculos de amistad y de amor, el compartir en sencillez; la alegría, la unidad de corazones, la concordia, es decir los corazones en una misma sintonía. Todo eso es lo que debemos desarrollar cada vez más para mostrar al mundo y para vivir la plenitud de la vida y el paraíso ya en la tierra.
Es posible vivir el cielo en forma anticipada. De hecho, Jesús mismo lo dijo: el Reino ya está entre ustedes. Y ¿cómo se diferencia el cielo de aquellos otros lugares que nosotros denominamos infierno, donde la vida nos resulta demasiado pesada en su dolor? No es que el dolor desaparece cuando vivimos el cielo en la tierra. Está presente, pero lo llevamos de una manera diferente, viviendo la vida con gozo y alegría en Dios.
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