El príncipe de la Paz

miércoles, 13 de octubre de 2021
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13/10/2021 – Jesús es el Príncipe de la paz. Es difícil escapar de una fiebre que nos contagia a todos. El nerviosismo, la ansiedad, la inquieta angustia que vivimos nos empujan a una carrera imparable. Entonces aparece la pregunta, más o menos potente, más o menos consciente: “¿Para qué? ¿Para qué todo?”. No ahogues esa pregunta, porque si te escapas buscando ruidos quedará allí adentro como un llanto contenido. Esa pregunta sin respuesta terminará ahogando lo mejor de tu vida.  Pero la fiebre de la ansiedad es como un montón de arena que echamos desesperadamente encima de esa pregunta para que no nos rompa los esquemas. Hasta las personas que tienen más de setenta años viven cierto nerviosismo interior, con la sensación de que hay que hacer algo, de que falta algo. Hay una insatisfacción que llenar, y aun el enfermo en el hospital se pone ansioso porque la enfermera no viene con el escarbadientes que le pidió y no soporta tener un trocito de pan entre los dientes. Eso no puede esperar, y brotan a borbotones los reproches resentidos. Todo se vuelve urgente, indispensable y absoluto.

Es evidente que los fines de la sociedad del consumo están cumplidos: todo se ha vuelto una agotadora carrera, o para consumir, o para conseguir dinero para consumir, o para asegurarnos un futuro lleno de consumo. En ese correr incesante detrás de mil cosas se pierde el hilo profundo de la propia vida. Y no hay paz. Un día Jesús se detiene en la casa de dos amigas, buscando un poco de amable reposo. Ante la inesperada visita, Marta, con toda la buena voluntad, corre y se desvive preparando las cosas para ofrecerle a Jesús un digno recibimiento. Mientras tanto la otra se sienta a los pies de Jesús y simplemente pierde el tiempo con él. Marta no soporta esa serenidad inactiva, improductiva, y llega a reprocharle al mismo Jesús que no la mande a trabajar. Pero Jesús responde: “¡Marta, Marta! Estas preocupada y agitada por muchas cosas. Pero una sola es necesaria. María optó por lo mejor, y nadie se lo va a quitar” (Lc  10, 41-42).

Jesús es el Príncipe de la Paz. Pero es la paz en su sentido más rico, que afecta las relaciones con uno mismo, con los demás y con Dios.  Si la mente corre infatigable, el corazón llora insatisfecho, frente a Jesús nos sentimos llamados a aceptarnos a nosotros mismos, a respetarnos, a valorarnos, a empezar de nuevo. Tenemos derecho porque somos sagrados, más allá de nuestros aciertos o errores. Mejor reconciliémonos con nosotros mismos, hagamos las paces con nosotros mismos y  reorientemos positivamente las energías. No las gastemos más en auto reproches o en remordimientos que no producen nada bueno. Por otra parte, es paz con los demás. Cuando nos aceptamos a nosotros mismos ya no necesitamos demostrar que somos mejores y podemos aceptar también a los demás. Y si estamos en paz con los demás nos volvemos capaces de caminar con ellos, de luchar con los otros, nunca solos. Ese es nuestro sueño.

Es esa paz que nace cuando uno deja de tener el centro en uno mismo, cuando advierte que es tonto darse tanta importancia a uno mismo, cuando elige tener menos rencores, menos orgullo herido, menos complicaciones, y prefiere tener más sencillez, más amistad, más fecundidad. Es preferir poner amor en contra de todo, como Jesús que pasó haciendo el bien. Los grandes no son violentos. Los débiles, tremendamente débiles, necesitan ser dominantes. Yo puedo ser un Hitler en pequeño. O puedo vencer el mal con el bien, puedo disentir amando, puedo discutir con cariño y respeto, y así cumplo en mí lo que decía una antigua profecía: “con las espadas fabricarán arados” (Is 2, 4). Esta paz también tiene un sentido vertical, porque es hacer las paces con Dios, con nuestro  Padre que nos dio la vida, con el sentido último de todas las cosas. Si alguien encuentra la paz con Dios, entonces puede haber paz en todo su ser. Cristo es el Príncipe de la Paz, él con su gracia puede armonizar nuestra vida para que estemos en paz con nosotros mismos, con los demás y con el Padre Dios. Pedile al Señor Jesús que llene tu ser con su presencia pacificadora y te inunde de la paz que sólo él puede dar. ¡Ven Señor Jesús! ¡Ven Príncipe de la paz!