El rayo: señal de la velocidad y el poder del Hijo del Hombre

martes, 4 de diciembre de 2012
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Rayo: chispa eléctrica que se desprende de una nube.

Relámpago: resplandor vivísimo que produce el rayo./ Cosa que pasa con suma ligereza.

Trueno: ruido fuerte que acompaña al relámpago.

 

Al igual que en el caso de la lluvia y la nieve, un primer nivel simbólico del rayo se vincula a la idea de “algo que cae del cielo”, con lo cual permite la conexión entre lo celeste y lo terrestre, entre lo divino y lo humano. Sin embargo, en este último fenómeno, se aprecian dimensiones que están ausentes en la lluvia y la nieve, y eso lo resemantiza desde su simbólica.

La principal de ellas es la luz: el rayo no es algo más que desciende, sino que es una luz que lo hace. Y es una luz que, como los hombres antiguos muy bien ya sabían, puede provocar incendios. Eso hizo, desde tiempos remotos, que el rayo – y también el relámpago – fueran temidos, reverenciados y admirados como manifestación activa de poderes celestiales de claro signo masculino, tal como lo es el elemento fuego.

En la mitología griega, los rayos son forjados por Hefesto (Vulcano, entre los romanos), dios de la fragua y el fuego, y luego entregados como atributo a la deida suprema del panteón: Zeus en el primer caso, Júpiter en el segundo. Los tres rayos de Zeus simbolizan el azar, el destino y la providencia.

Baal, dios cananeo, señor de los rayos y las tormentas, es también un dios guerrero. Se lo representa con un rayo en su mano, como si estuviera blandiendo una espada.

Entre los incas, el rayo, el relámpago y el trueno también son patrimonio de una divinidad masculina: Illapa, el dios de la batalla.

(Bibliografía: Rosa Aquino, Diccionario de Símbolos, Ed. Pluma y Papel)

 

El rayo, manifestación cósmica de Dios

 

En las teofanías (manifestación de Dios) aparecen rayos, junto con otros fenómenos de la naturaleza. Así se quiere indicar que la presencia de Dios conmueve todo el mundo creado.

Los rayos, relámpagos y truenos eran enviados por Dios y manifestaban su presencia y su intervención en el mundo.

 

Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta; y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar. Entonces Moisés hizo salir al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios, y se detuvieron al pie del monte. Todo el Sinaí humeaba, porque Yavé había descendido sobre él en fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia. El sonar de la trompeta se hacía cada vez más fuerte: Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno.

Ex 19,16-20

 

Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en medio como el fulgor del relámpago (electro) en medio del fuego.

Ez 1,6

 

Merece una especial mención el Salmo 29 (28). El elemento más importante en este himno es la voz de Dios, que se manifiesta en el trueno. Consideremos que la palabra de Dios juega un papel crucial en toda la historia de salvación: Dios habla y los seres humanos responden a esa voz, poniéndose en movimiento. Cuando esa voz quiere manifestarse con poder, lo hace en el sonido del trueno (cf. Jn 12,28-29).

En el salmo observamos acciones propias de una tormenta, con todos sus tremendos sonidos, y más específicamente la acción de los rayos que “desguazan los cedros del Líbano” o “lanzan llamaradas” (pensemos en los incendios producidos por rayos).

Muchos estudiosos sostienen que este salmo surgió como una forma de contrarrestar el culto a Baal. Sólo Yavé es el verdadero Señor de las fuerzas de la naturaleza, y las utiliza para manifestarse y realizar su plan.

 

¡Rendid a Yavé, hijos de Dios,

rendid a Yavé gloria y poder!

Rendid a Yavé la gloria de su nombre,

postraos ante Yavé en esplendor sagrado.

 

Voz de Yavé sobre las aguas,

el Dios de la gloria truena,

¡es Yavé, sobre las muchas aguas!

Voz de Yavé con fuerza,

voz de Yavé con majestad.

 

Voz de Yavé que desgaja los cedros,

Yavé desgaja los cedros del Líbano,

hace brincar como un novillo al Líbano,

y al Sarión como cría de búfalo.

 

Voz de Yavé que afila llamaradas.

Voz de Yavé que sacude el desierto,

sacude Yavé el desierto de Cadés.

Voz de Yavé que estremece las encinas,

y las selvas descuaja,

mientras todo en su templo dice: ¡Gloria!

 

Yavé se sentó para el diluvio,

Yavé se sienta como rey eterno.

Yavé da el poder a su pueblo,

Yavé bendice a su pueblo con la paz.

 

 

La señal del Hijo del Hombre

 

El tiempo del Adviento nos exhorta a estar vigilantes y atentos, porque no sabemos en qué momento Jesucristo volverá para instaurar definitivamente el Reino, en su segunda venida.

Estos son algunos pasajes bíblicos que se leen en  tiempo de Adviento:

 

Entonces si alguno os dice: Mirad, el Cristo está aquí o ahí, no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho!

Así que si os dicen: “Está en el desierto”, no salgáis; “está en los aposentos”, no lo creáis. Porque como el relámpago sale por oriente y brilla hasta occidente, así será la venida del Hijo del Hombre.

Mt 24,23-27

 

 

Las palabras de Jesús señalan una de las características del relámpago: es un instante. Así, con velocidad y con poder, con una luz fulgurante que lo ilumina todo, de una punta a la otra del universo, así será la llegada de Jesucristo, definitiva y abarcadora de toda la humanidad.

Con la rapidez del rayo. Por eso, porque no sabemos cuándo, y para que no nos tome de sorpresa, estemos preparados, atentos y vigilantes.

 

El rayo, como manifestación cósmica presente en las teofanías del Antiguo Testamento, aparece en la gran manifestación de Dios que es la Resurrección de su Hijo:

 

Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto se produjo un gran terremoto, pues el Angel del Señor bajó del cielo, y acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve.

 

Mt 28,1-3