El rosario de la Madre Teresa

martes, 29 de abril de 2008
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Juan Alva estaba cansado cuando abordó su avión que lo conduciría finalmente a casa esa noche en 1991. La semana había sido larga y dura, llena de reuniones y seminarios, y ahora lo única que deseaba era poder llegar a casa y descansar.

A medida que más pasajeros abordaban el avión, el ambiente se llenaba de voces y de risas. De pronto, la gente se calló. Juan giró su cabeza hacia el lado derecho para ver qué estaba pasando y se quedó con la boca abierta. Dos pequeñas religiosas que vestían simplemente hábitos de color blanco y bordados con una cinta azul caminaban por el pasadizo en dirección a él.

Juan reconoció la cara familiar de una de ellas, la piel frágil y arrugada y esa mirada intensa pero a la vez dulce que brotaba de sus ojos pequeños. Esa fue la cara que había visto en periódicos y en revistas. Las dos religiosas se detuvieron y Juan comprendió que su compañera de vuelo iba a ser nada menos que la Madre Teresa de Calcuta.

Cuando todos los pasajeros estaban sentados y con los cinturones de seguridad puestos, la Madre Teresa y la religiosa que la acompañaba sacaron sus rosarios. Juan observó que cada una de las cuentas tenía un color diferente. La Madre Teresa, al percatarse de la observación de Juan, le explicó que cada una de esas cuentas representaban las carencias de la humanidad. Luego agregó: "Yo rezo por el pobre y el moribundo de cada continente".

El avión despegó y las dos mujeres empezaron a rezar; sus voces eran como un suave murmullo. Juan se consideraba como un hombre no muy religioso, ni mucho menos católico. De joven frecuentaba el templo cercano a su barrio, pero más que todo lo hacía por hábito. Para el tiempo en que ellas terminaron de decir la oración final, el avión había alcanzado la altitud necesaria.

 

"Ahora rezará"…

La Madre Teresa se volvió hacia él. Por primera vez en su vida, Juan entendió qué es lo que la gente quiere decir cuando hablan de una persona que posee un "aura". Mientras ella lo miraba, un sentimiento de paz lo invadió; él no podía ver nada más que el cielo y las nubes, pero lo sentía.

De pronto le preguntó dulcemente:

– Joven, ¿usted reza el rosario a menudo?.

– No, no realmente -admitió-.

Ella tomó sus manos, y sonriéndole colocó su rosario en su palma. Y le dijo:

– Bueno, ahora lo hará.

Una hora después, Juan se encontraba con su esposa Ruth saliendo del aeropuerto. Al observar el Rosario en su mano, Ruth le preguntó qué era lo que había pasado. Juan abrazó a su esposa y le contó su encuentro con la Madre Teresa. Manejando a casa le dijo:

– Siento como si en verdad me hubiera encontrado con una verdadera hermana de Dios.


Otro de los contenidos que se emitió en el programa "En Casa" el sábado 26 de abril fue el siguiente:

 

 La mirada de Jesús

 

Un grupo de turistas fue a ver el famoso Cristo de la catedral de Copenhague.

 

El guía, cuando salía de la catedral, vio que un turista no estaba muy satisfecho con la visita. Entonces se acercó al buen hombre y le preguntó si le había gustado el Cristo. “No, Señor”, le respondió, “pues he venido desde muy lejos para verlo y no me ha impresionado nada”. Entonces el guía le dijo: “Venga, que se lo voy a mostrar a usted solo”.

 

Cuando el turista se acercó de nuevo a mirar a Cristo, y lo hacía de pie, el guía le indicó: “De pie no, pues para poder ver sus ojos hay que arrodillarse y alzar la mirada”. Efectivamente, cuando el turista se arrodilló y miró hacia arriba, pudo ver la mirada tierna y el rostro vivo del Maestro. Y es que a este Cristo, como a todos, sólo podemos verlo bien si nos arrodillamos, si nos humillamos y dejamos atrás nuestro orgullo y soberbia.

 

“Cristo”, escultura del artista danés Albert Bertel Thorvaldsen (1770-1844), en la Catedral de Copenhague, Dinamarca.

 

 

Dios mira con amor a todo lo creado. Y mira con ternura, con cariño inmenso, como lo hace una mamá con su hijo. Su mirada nos envuelve y nos da vida, como nos envuelve y nos da vida el aire que respiramos. Dios irrumpe en nuestra vida, en nuestro trabajo, en la familia, en la sociedad. A veces lo sentimos, percibimos su mirada; otras, las más, pasa inadvertido.

 

El Evangelio nos habla de las miradas de Jesús. La mirada de Jesús fue salvadora, amorosa, pues el mirar de Dios es amar, dice San Juan de la Cruz.

 

Esas miradas expresan Sus sentimientos: ternura, compasión. Siente gran compasión por las muchedumbres hambrientas de pan; con admiración mira a la viuda generosa; con ternura mira a la mujer adúltera, al paralítico, a la hemorroísa. Fijó Su mirada amorosa en el joven rico, en Pedro, en Zaqueo y, sobre todo, en Juan y en Su madre en los últimos momentos de Su vida.

 

La mirada del Maestro cautiva, arrastra, seduce. El secreto de una vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, confiar en Él y tener la valentía de arriesgarlo todo, porque lo que no es Jesús resulta superfluo. La vida nos va en dejarnos mirar por Él, encontrarnos con Su mirada. Al encontrarnos con Su mirada, ésta nos hará contemplar nuestra vida y quitar todo aquello que no nos deja ver a Dios.

 

Jesús miró siempre con amor; fue la Suya una mirada misericordiosa y salvadora. “Cuando un hombre se sabe amado, ya no es el mismo. Y cuando se sabe divinamente amado, está salvado” (Eloi Leclerc).

 

Para seguir caminando como cristianos, para terminar bien la carrera, es necesario mirar a Jesús. “mantener fijos los ojos en Jesús” (Hb 12,2) para tener los mismos pensamientos y sentimientos que el Maestro.

 

Los santos no quitaron su mirada de Él. San Francisco de Asís, de tanto mirar a Jesús, se lo sabía de memoria: “Séme de memoria a Jesucristo crucificado”.

 

Se había compenetrado con su vida y le dolía en el alma ver cómo “el amor no era amado”.

 

Santa Teresa estaba muy acostumbrada a mirar a Jesús. Y como en Él clavaba los ojos, lo mismo aconsejaba a sus hijas. Santa Teresa también se encontró con la mirada de un Cristo llagado. Allí le brotó una oración con toda su alma, y aconsejó orar de esta manera: “No os pido ahora que penséis en Él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento. No os pido más que le miréis”.

 

Orar es, simplemente, mirar a Jesús, mantener los ojos en él. Los Salmos hablan de la oración confiada, hecha con los ojos dirigidos a Dios (Sal 24, 15). Sabemos que si en Él ponemos nuestra mirada, es más fácil superar las asperezas del camino. Cuando miramos con amor al Señor, todo se nos hace poco. Quien mira a Jesús, se verá libre del veneno del pecado. Si lo miramos, no moriremos, si lo miramos con fe, tendremos vida abundante. Es bueno mirarlo con detenimiento, para que queden impresos Sus ojos y todo Su cuerpo en nuestra alma. Tenemos que mirar a Jesús para que cambie nuestra vida, para que todo nuestro ser se parezca a Él.

 

A veces, tenemos que confesarlo, no somos capaces de mirar a Jesús, porque nos encontramos ciegos. Nos ciega la vida con sus luces de colores, el dinero, la moda, la fama… Caemos en la trampa de la propaganda, de lo fácil, del placer, del consumo… Nos ciegan la indiferencia, el tedio y el cansancio. Necesitamos mucha luz para caminar y abrir los ojos a Dios.

 

La mirada tiene un gran poder. Con ella lo decimos todo. Con ella podemos dar vida o muerte. Una mirada es algo muy sencillo, pero puede cambiar a una persona: puede transformar un deseo; puede sostener el peso de un anciano; puede llenar de felicidad al decaído; puede eliminar el odio más escondido; puede ser la chispa que encienda una nueva vida; puede cambiar hasta el corazón más empedernido. Una mirada de amor cura la herida más profunda; pone alas a los sueños olvidados; levanta al decaído; da confianza al tímido.

 

Hay que orar para que el Señor nos conceda mirar con los ojos de Jesús, con los ojos abiertos, con los ojos del Resucitado. Hay que orar para saber mirar y poder ver al de cerca, pero también al que está lejos. Hay que orar para descubrir a Dios en el viento, en la flor, y dentro de cada ser humano.

 

Director del Centro de Espiritualidad Carmelita

P. Eusebio Gómez