Texto 1.
Cuando lo hemos encontrado a Dios, tenemos necesidad de hablar de Él. Nos pasa como a las personas que se enamoran: tienen deseos de contarlo a los más íntimos. Nos ocurre como a los profetas del Antiguo Testamento que no se podían controlar, sintiendo un fuego devorador en las entrañas o una brasa encendida en sus bocas. La Palabra de Dios ruge en nuestro silencio y nos quema el interior. Necesitamos el viento del Espíritu para que propaguen las chispas de la gracia y lo enciendan todo.
Cuando esto sucede, hablamos de Dios buscando comparaciones, imágenes y palabras que acorten el abismo entre lo que hemos gustado como experiencia y lo que narramos como testimonio. Ciertamente las distancias no disminuyen, incluso aunque encontremos las palabras justas. Al contrario, se agiganta la separación y nos queda esa sensación de que hablar adecuadamente de Dios, no siempre es posible o no se logra satisfactoriamente.
Sabemos que a los santos, los místicos, los poetas, los artistas y a los intelectuales les pasa a menudo; sin embargo, también lo comprobamos nosotros. No hace falta tener un manejo especial de las palabras para que ellas nos hagan sentir sus propios límites y sus medidos alcances.
Cuando hablamos de Dios entramos en el terreno de las metáforas y comparaciones y caemos en la cuenta de que hablamos sabiendo muy poco o casi nada. Lo que decimos no alcanza, no son suficiente. Tomamos imágenes y palabras que utilizan otros pero no nos son significativas a nosotros o no es lo que nosotros queremos transmitir. Cada uno necesita encontrar su propia palabra y su propio silencio.
No existe una única manera de hablar o de callar. Incluso cuando nos referimos a Dios. La experiencia de Dios se puede transmitir tanto con la palabra como con el silencio. No hay una sola visión posible del misterio de Dios, el misterio de los misterios. Tampoco hay que hacer de la experiencia de Dios una “trampa” del pensamiento racional como si fuera un sistema filosófico que reflexiona sólo con conceptos abstractos. Si bien es cierto que a lo largo de toda su historia, el cristianismo ha filosofado en razón de pensar su fe y de los contenidos de la misma, sirviéndose insustituiblemente de diversas filosofías, no obstante, ante todo prima la experiencia del encuentro personal con el Dios revelado por Jesús de Nazaret.
La incapacidad del lenguaje para hablar de Dios también se encuentra en la Biblia. En el libro del Éxodo (Cf. 33,20-23), Moisés –después de preguntarle a Dios por su Nombre- en otro pasaje, le solicita ver su rostro. Si el nombre y el rostro de alguien son develados, ciertamente, se genera una relación muy próxima. Para identificar a alguien –básicamente- basta recordar su nombre y su rostro. Esto es lo que pide Moisés a Dios: poder -de alguna manera- identificarlo. Dios le dice entonces: “no podrás ver mi cara porque quien la ve, no sigue vivo”. Dios –entonces- hace pasar su gloria delante de Moisés mientras éste se cubre y se oculta en la hendidura de una gran roca. Moisés alcanza a ver la “espalda” de Dios.
Este texto, tan hermoso y sugestivo, nos hace pensar que el creyente no ve a Dios directamente. En esta vida, no lo contemplamos a Dios “cara a cara”. Tenemos fe porque no lo vemos a Dios. Contemplamos “indirectamente” a Dios, como “a la lejanía” (Cf. 1 Co 13, 12), como si viéramos la espalda de alguien que está apartado y separado de nosotros, a la distancia. Por la espalda es difícil reconocer a alguien a lo lejos. La imagen de “la espalda de Dios” que aparece en la Biblia indica que la fe no nos permite una visión directa de Dios. La contestación que el Señor le da a Moisés -no se puede ver a Dios sin morir- enseña que la visión de Dios es para el “más allá”. En esta vida no se lo ve. No tenemos evidencia de Él. Moisés se tiene que conformar con la revelación de un Nombre misterioso de parte de Dios –“Yo soy el que Soy”– y con la “no-visión” de Dios, representada en el símbolo de la “espalda”.
Los textos del Nuevo Testamento son todavía más explícitos. Dios “habita una luz inaccesible que ningún hombre ha visto, ni puede ver” (1 Tim 6,16). También La primera Carta del Apóstol San Juan afirma: “nadie ha visto jamás a Dios” (1 Jn 4,12). Esta misma expresión se encuentra en el Evangelio de Juan con el añadido: “el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). El Nuevo Testamento sostiene que Dios es invisible (Cf. Rm 1,20), indecible (Cf. 2 Co 12,4), insondable, inescrutable (Cf. Rm 2,33), inaccesible (Cf. 1 Tm 6,16). A pesar de su inusitada cercanía, sigue siendo inaferrable, absolutamente libre. Nadie lo puede manipular, controlar, domesticar.
Sólo el silencio deja libre a las palabras. Nuestros silencios tienen que abrazar a los de Dios, tan profundos como sus palabras. En sus silencios caben todas las miradas dentro. Son habitables y seguros, se puede vivir en ellos, respirar hondo y suspirar el infinito dentro, en ellos caben todos los sueños y los anhelos. Se encuentran todas las respuestas.
¿Vos has sentido alguna vez el profundo y sonoro silencio de Dios?; ¿cómo describirás ese silencio? Texto 2.
Cuando hablamos o utilizamos el concepto “Dios”, los seres humanos proyectamos y sublimamos. Adjudicamos a Dios, las cualidades y perfecciones que encontramos en los seres y en el mundo y las trasladamos a Dios, salvando la disimilitud, la desemejanza, la desmesura y la distancia infinita que hay entre lo que nombramos y Dios. Aplicamos a Dios de una manera eminente todo lo que de bueno, bello y virtuoso existe. Tratamos de servirnos de las realidades que conocemos para hablar de lo que no conocemos suficientemente. Todo nos sirve -como de un “trampolín”– al cual saltamos al vacío del infinito, al ese espeso silencio de Dios.
Podemos encontrar a Dios en todas las cosas. Las huellas del “Divino Artista” están en todas las obras de sus manos. Él ha firmado invisiblemente todas sus obras, todas nos permiten descubrir su presencia y llegar hasta Él a través de imágenes y símbolos.
Hablamos de Dios con las palabras, imágenes, conceptos y símbolos que conocemos de nuestra experiencia humana. Así también lo hace la misma Biblia. Ella nos habla de Dios a través de un lenguaje totalmente humano.
Ese lenguaje alcanzó su punto culminante en Jesús de Nazaret. Su vida, muerte y resurrección han sido la mayor manifestación de Dios. Él mismo anunció: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre sino por mí”(Jn 14, 6). En Jesús, el Dios impronunciable e inefable se ha expresado, el Indecible e Innombrable se ha dicho. Su Hijo es una Palabra, como dice el Cuarto Evangelio, una Palabra que ha tomado, ha aceptado y ha asumido nuestra carne, nuestra condición humana para ser pronunciada: “la Palabra se ha hecho carne” (1,14). Se ha hecho audible para nosotros. Se ofrece a la plenitud de nuestros sentidos humanos: la vista, el gusto, el tacto y el olfato (Cf. 1 Jn 1,1).
Esta Palabra de Dios nace de un profundo y eterno silencio. En las afueras del tiempo, en la quieta eternidad de Dios, la Palabra nace del silencio. La Palabra del Hijo brota del silencio del Padre. Una sola Palabra para todo el silencio de la eternidad. Cuando Dios pronuncia su Palabra no se olvida de su silencio. El silencio lo constituye como Palabra. El silencio de Dios es elocuente y la Palabra de Dios es silenciosa.
La Palabra admite infinitos secretos dentro de ella, un silencio que se profiere en eternos ecos en su interior. La Palabra de Dios tiene que ser reciba en lo más abismal del corazón para que todo el silencio de nuestro interior sonoramente repercuta con la pronunciación de esa Palabra. Hay una eterna Palabra de Dios para todos y hay un silencio infinito de Dios para todos. Existe una Palabra de Dios para cada uno y también existe un silencio de Dios para cada uno. Cada vida tiene su Palabra y su silencio. Su Palabra de Dios y su silencio de Dios.
El Dios cristiano no es un “dios desconocido” (Hch 17,23), Jesús lo llamó íntimamente padre amoroso, “Abbá”. Nos ha invitado a llamar “Abbá” al misterio infinito. Por Él podemos acceder a lo inefable de Dios.
Tenemos que discernir el misterioso lenguaje de Dios, tan lleno de profusos y densos silencios. A veces, oscuros y desconcertantes. Dios pasa largos ratos, largos tiempos de silencio en nuestra vida. Hay vidas que sólo son un prologando silencio de Dios. Para cada silencio, hay una Palabra de Dios. Para cada Palabra, hay un silencio que aguarda.
Hoy vivimos en un mundo lleno de palabras, sonidos, imágenes y símbolos. Se habla de “contaminación visual y acústica”. Nos vamos olvidando del descanso del silencio. Estamos aturdidos de ruido. Cuando a las palabras, los sonidos, las imágenes y los símbolos se le quita el silencio se vuelven carentes de sentido, de profundidad, de alusión interior, de capacidad contemplativa, de la posibilidad de insinuar otros lenguajes, sugerir otros idiomas y códigos.
Nos vamos olvidando que Dios nos habla en el silencio y ya ni siquiera nos acordámos de cómo eran los sonidos y melodías ocultas del silencio. Muchas veces confundimos vacío con silencio.
¿Cuándo fue la última vez que escuchaste el silencio?; ¿cuándo te quedaste en silencio y lo disfrutaste?, ¿te acordás?…
Texto 3.
Hay un poema de Dallen Ginsberg (1926 – 1997) que pinta -en uno de sus fragmentos- un mundo aturdido y precipitado por palabras huecas y vacías que terminan no diciendo nada, perdiendo todo sentido.
Hay quienes pronuncian muchas palabras y dicen poco y hay quienes pronuncian pocas palabras y dicen mucho. De la “calidad” de nuestro silencio depende la profundidad de nuestras palabras.
¿Cuáles son tus palabras preferidas?, ¿podrías hacer una enumeración de esas palabras? No importa que aparentemente no tengan ilación o sentido. No hace falta formar frases coherentes, simplemente hilvanar palabra tras palabra. Tal vez esa sucesión aparentemente monótona tenga hasta su belleza y su sentido, su melodía y su música interna. Escuchá -por ejemplo- esta enumeración de palabras sueltas…
Texto 4.
En un mundo aturdido y atropellado por palabras huecas y vacías es preciso que la fe reconquiste el misterio inefable e inabarcable de Dios, siempre mayor de aquello que se puede pensar, decir, desear o imaginar.
Cuando hablamos de Dios muchas veces decimos “qué no es Dios” en lugar de expresar “qué es Dios”. En ocasiones, la utilización de conceptos e imágenes para representar a Dios no nos previene acerca de la engañosa ilusión de un Dios creado a nuestra imagen y semejanza.
También en nuestra oración es preciso una limpieza interior, un sendero de vaciamiento, apartando nuestras imágenes y pensamientos de lo que pensamos acerca de qué es Dios. Nuestro pensamiento no puede comprender a Dios, en cambio el corazón siempre lo puede amar. La unión con Dios se sostiene más allá del conocimiento. Dios es siempre más de lo que la mente humana puede concebir e imaginar. Tenemos que inclinarnos en admiración y adoración ante el misterio infinito de Dios, quedándonos quietos a la espera de ser visitados. Lo inefable de Dios nos da conciencia de nuestra “ignorancia”, ese “saber no sabiendo” que gusta lo incognoscible e impronunciable del misterio, aventurándose a las fronteras del espíritu.
Muchas veces, Dios se percibe en la vida como el Dios escondido y oculto, “el Gran Ausente”, el “eterno Silencio”. Esta experiencia no significa rechazo al conocimiento de Dios sino, al contrario, apertura para otros caminos de acceso a su misterio. Surgen así la admiración y el agradecimiento ante el secreto de Dios que se nos entrega. Allí encontramos el origen de toda plegaria.
Muchas veces –no sólo a Dios sino a toda realidad- la contemplamos desde su “lado oscuro”, desde lo incompleto que tiene, esos “agujeros negros” que se abren como bocas abiertas llenas de interrogantes. A esos inquietantes “agujeros negros” hay que leerlos desde los “puntos luminosos”.
La sospecha, la duda y el desencanto tienen que asumirse desde los “lenguajes del silencio” en los cuales es posible aproximarnos a lo que Dios no es aunque no podamos decir adecuadamente lo que Él es. El silencio de la adoración resulta más elocuente que todas las palabras y sus intentos. Incluso en el cielo, Dios no dejará de ser un insondable misterio para el corazón humano.
Este camino silencioso para llegar a Dios no es sólo patrimonio del cristianismo1. El judaísmo, el islamismo, el hinduismo, el budismo, el taoísmo y el sufismo, lo comparten. En general, casi todas las religiones de culturas orientales tienen estos presupuestos. Ellas saben que todo lo que se pueda decir sobre Dios no es Dios. El Absoluto es “el más allá de todo”, “el Totalmente Otro” no puede ser alcanzado por algún vocablo humano.
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Entre los pensadores y espirituales cristianos podemos citar a los Padres del desierto, San Gregorio de Nissa (335-394), Juan Casiano (360/ 365 – 435)., Dionisio el seudo-Areopagita (siglo V-VI), Hugo de San Víctor (1096-1141), San Alberto Magno (1193-1280), San Buenaventura (1221-1274) y Santo Tomás de Aquino (1225-1274), Maestro Eckhart (1260-1327), Juliana de Norwick (siglo XIV), y Nicolás de Cusa (1401-1464), la obra anónima titulada “La Nube del No Saber” (siglo XIV), San Juan de la Cruz (1542 –1591) y los autores contemporáneos, Thomas Merton, John Main, Basil Pennington, Thomas Keating, Anthony Bloom, Robert, Llewelyn Henri le Saux, Bede Griffiths, John Main, Lawrence Freeman, Wilfrid Stinissen, Anthony de Mello, Yves Raguin, William Jonson y Simone Weil.
Dios tiene todos los nombres y ninguna palabra lo logra expresar. Ninguna inteligencia lo puede concebir. Aquí se encuentra la paradoja: la negación por pronunciar algo de Dios es su más profunda afirmación.
El silencio es un buen caminante que no deja huella. El rastro de Dios es el silencio. Hay que intentar que el pensamiento llegue al silencio, allí donde ya no proponga nada y no explique nada. El pensamiento es el que más aprende. El antiguo pensador griego Plutarco decía que “De los hombres aprendemos a hablar; de los dioses, aprendemos sólo a callar”.
Tenemos necesidad de que Dios nos enseñe a callar, a gustar el silencio de su voz y su presencia, a sentir la caricia suave de su Espíritu, a descubrir la armonía de esa música callada con acordes infinitos. El mundo se ha vuelto ruidoso. Hoy resulta difícil vivir entre los seres humanos porque ya casi nadie guarda silencio.
¿Vos sentís la necesidad de estar con vos mismo solo en silencio?; ¿experimentas el deseo de escuchar el murmullo quieto de las cosas cuando todo se calla?; ¿qué voces escuchás en la noche?; ¿qué voces te habitan?; ¿no sentís la necesidad de que los demás te dejen de hablar por un rato y sentir lo que nos dicen sus corazones, no sus palabras?; ¿si enmudeciese el ruido qué podríamos percibir que ahora no alcanzamos a escuchar?; ¿no necesitás que se calle el ruido de tu alrededor, ese estruendo que permanece aturdiéndonos?
Texto 5.
Algunos la llaman oración contemplativa, oración unitiva, oración centrante u oración de silencio. Estos son algunos de los nombres que se le da a la experiencia del ser humano sumido en el silencio de Dios, con un corazón indiviso, no fragmentado sino unificado y purificado.
Estamos acostumbrados a que los enunciados o los conceptos referidos a Dios tienen un papel central. La oración verbal, mental, meditativa, reflexiva o discursiva, nos ha acostumbrado a un lenguaje religiosamente elaborado para dialogar con Dios. La trampa de las palabras nos hace caer en nuestros propios espejismos y a través de esas plegarias nos miramos sólo a nosotros mismos y al encandilamiento de nuestras propias ideas y palabras, creyendo que alcanzamos algo de Dios. En verdad, solamente nos estamos oyendo a nosotros y nuestros propios ecos, sin poder escuchar lo que verdaderamente Dios nos dice con su silencio. Llenamos con nuestras palabras su propio silencio y nos incapacitamos para captar el lenguaje de Dios. Necesitamos -en cambio- una conciencia más aguda de las limitaciones del lenguaje y de la razón ante el misterio. Jesús afirma en el Evangelio que no hay utilizar demasiado verborragia para con Dios y nos recomienda: “cuando oren, no hablen mucho como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan” (Mt 6, 7-8). En ocasiones nos causa un poco de temor y perplejidad el silencio de Dios. Es como si nos acercáramos a un precipicio que nos produce vértigo. Demasiado silencio nos abruma. Identificamos al silencio con la ausencia de Dios, cuando -en verdad- es todo lo contrario. A veces hasta vemos el mundo como un lugar en donde Dios permanece escondido. Por aquí no lo encontramos y pensamos: “¿qué es este mundo sino la ausencia de Dios, su retiro, su distancia (que llamamos espacio), su espera (que llamamos tiempo), su huella (que llamamos belleza)?” (Compte-Sponville).
Dios ha creado el mundo y transita la historia retirándose, mantiene su presencia bajo forma de ausencia, secreto, retiro, distancia y lejanía. Dios se vuelve “presencia ausente”: disminución, negación y renuncia. Sin embargo, lo que no siempre descubrimos es que Dios se revela al ocultarse, se pronuncia al silenciarse, nos habla cuando calla.
El silencio y la ausencia de Dios son también la afirmación de su presencia más honda. Los vacíos de Dios nos enseñan a leer nuestros propios vacíos. Sus silencios nos ayudan a soportar el silencio de los otros. Su ausencia nos acompaña en este valle espectral de sombras lánguidas. Cuando Dios toca nuestros vacíos se transforman en espacios de comunión. Si no tuviéramos ese vacío, nada nos impactaría. Tendríamos una coraza y un escudo, una armadura en el alma. No todos los vacíos e impotencias son malos. La “com-pasión” con otros nace de esos dolorosos vacíos que sentimos dentro. Cuando Dios se hizo hombre experimentó el vacío. La Encarnación fue el primer gran vacío de Dios. El primer y más profundo “vacío divino”, el que tuvo que hacer para asumir toda la pobreza humana. Dios experimentó todos los vacíos humanos, todos los vacíos del alma. Esos que a nosotros, nos parecen sin sentido.
La vida a menudo nos regala la sensación de romperse en fragmentos sueltos y desperdigados que no tienen mucho sentido y nos encontramos en el desierto, escuchando sólo los ecos perdidos de nuestra voz.
La tierra ha quedado suspendida entre nubes llenas de viento y yo -aquí en silencio- hablándote…
Texto 6.
"Los nombres no son las cosas" decía en la Antigüedad el filósofo griego Platón. Las palabras prestan significados distintos en función del valor interpretativo que se les adjudique. La realidad supera nuestras posibilidades expresivas reducidas a simples mecanismos que todo lo rotulan. La palabra no sustituye al objeto. Son sólo etiquetas de abstracción. La palabra que denomina al objeto puede ser una trampa de manipulación. Creemos que definimos con precisión pero todo lo que pronunciamos son aproximaciones dando vueltas al objeto sin más posibilidades que la de bordearlo. Saber las limitaciones del lenguaje nos posibilita no empobrecer nuestra mirada sobre el mundo.
La palabra nace de la necesidad. Rompemos el silencio en demanda de algo. El silencio esconde una pregunta y una respuesta. Parece contradictorio hablar del silencio utilizando palabras. La palabra es materia; el silencio es espíritu, invisibilidad, intangibilidad. El silencio tiene un valor relativo, de posición. No siempre el que calla otorga, a veces también otorga el que habla.
Hay situaciones en la vida en que las palabras parecen desaparecer. Se anudan en el estómago, suben hasta la garganta sin que podamos sacarlas. No sabemos que decir, no tenemos una explicación aceptable y si encontramos alguna, ya está gastada y repetida, erosionada y cansada de tanto uso y manoseo. Tomamos prestadas frases comunes y quisiéramos encontrar las palabras justas y exactas, las más apropiadas; sin embargo, ellas no llegan, se mueren en el camino. Entonces cuando cambiamos palabras por silencios y silencios por gestos. Ellos hablan por nosotros y por nuestras palabras. El silencio busca gestos sabiendo que éstos valen más que todas las palabras del diccionario juntas.
Otras veces experimentamos que las palabras salen con fluidez y rapidez, como si tuvieran vida propia, incluso pareciera que vienen antes que nuestro mismo pensamiento y decimos todo y cualquier cosa porque pensamos -como dice todo el mundo- que “a las palabras se las lleva el viento”. Son aire y soplo, aliento fugaz que pasa. Sin embargo, las palabras dejan huella, tienen poder e influyen: curan y hieren, animan y desmotivan, reconcilian y enfrentan, iluminan y ensombrecen, dan vida y también muerte. Las palabras y los silencios tienen un tremendo poder y eficacia. Moldean nuestra vida, encierran una energía creadora y transformante.
Tenemos que aprender a poner palabras al silencio y hay que dejar que los silencios digan sus propias palabras. Hay diferencia entre una palabra solamente pronunciada y una palabra vivida. No es la misma palabra: si se ha dicho solamente, es una palabra sin alma. Si se ha vivido es una palabra que interiormente “suena” e incide.
Hay palabras que están desde hace tiempo en los labios sin salir del espíritu. Estériles, las lanzamos al aire. Las vociferamos y gritamos como cenizas en los labios secos; no salen del fuego purificador. Palabras triviales que pronuncian lugares comunes; objetos de uso y cambio en el mercado de la vida, donde todos hablan y nadie se escucha. Todos hablan y nadie dialoga.
A veces ocurre el milagro y la lluvia cae -generosa y efímera- en el seco desierto, entonces una de estas palabras vive y resucita: de los labios cae en el corazón y se hinca arrodillándose en él, acelera su concentrado latido, lo hace girar sobre su eje y -con el aliento contenido- sale del corazón a los labios, envuelta en el silencio que la ha revirginizado, emerge de su propia profundidad y sale con nuevo brillo, como si por primera vez la escucháramos.
Si una palabra no se ha vivido y sufrido de verdad, si no se ha experimentado sus alcances y sus límites, no es posible penetrar en su sentido vivo y profundo. No son los poetas los que nos regalan nuevas las palabras. Son las palabras las que hacen a los poetas. Hay que intentar ser tocados por la luz de la belleza y pedir el don de la palabra para que el Espíritu nos transforme en poetas de lo divino, poetas de la belleza de Dios para que cada palabra traduzca un silencio infinito y fecundo. Tenemos sed de quietud, anhelamos escuchar un juego de voces que sea como el murmullo de un remanso y nos permita encontrarnos –por fin- con la paz.
Texto 7.