En busca del sentido

jueves, 27 de enero de 2022
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25/01/2022 – Es el libro Razones para el Amor el que nos convocó este martes en el programa Descalzos ante la Hoguera.

En la introducción, su autor, José Luis Martín Descalzo, expresa: “Me pregunto, cincuenta años después, si todo nuestro oficio de hombres no será, en rigor, otro que el de arroparnos los unos a los otros frente al frío del tiempo. Por eso el niño que soy y fui ha escrito estas Razones. Si sirven para calentar el corazón de alguien, me sentiré feliz. Porque, entonces, sí que habré tenido razones para vivir”.

Es en línea con el fragmento citado que una de las conductoras del ciclo propuso, para leer al aire, un texto llamado “Los tres canteros”, invitándonos con ello a reflexionar sobre el sentido por el cual hacemos todo en nuestra vida.

En diálogo con los oyentes y con Laura, una entrevistada seguidora de Martín Descalzo, los jóvenes que guían el programa reflexionaron y continuaron echando leña a la Hoguera.

Aquí el texto íntegro que se leyó:

LOS TRES CANTEROS (Razones para el Amor)

El viajero se acercó a aquel grupo de canteros y preguntó al primero: «¿Qué estás haciendo?». «Ya ves —respondió—, aquí, sudando como un idiota y esperando a que lleguen las ocho para largarme a casa». «¿Qué es lo que haces tú?», preguntó al segundo. «Yo —dijo— estoy aquí ganándome mi pan y el de mis hijos». «Y tú —preguntó al tercero—, ¿qué es lo que estás haciendo?». «Estoy —respondió el tercero— construyendo una catedral».

He pensado muchas veces en esta vieja historia, porque realmente los hombres no hacemos lo que materialmente realizan nuestras manos, sino aquello hacia lo que camina nuestro corazón. Y así es como tres canteros pueden picar las mismas piedras, pero mientras uno las convierte en sudor, otro las vuelve pan y un tercero eternidad.

Por eso pienso que habría que reivindicar mucho más el «sentido» de las cosas que las cosas mismas; habría que preguntarse mucho más por la dignidad interior del trabajador que por el mismo valor material del trabajo.

Me temo que esa dignidad de la obra bien hecha, porque es una obra amada, sea algo que se esté muriendo en nuestro tiempo. La vida se nos ha vuelto tan monetarista, que al final ya cuenta únicamente su rendimiento y no su perfección y plenitud. Quien más, quien menos, todos trabajamos porque ése es nuestro oficio, porque de eso vivimos o tal vez porque no tenemos otra cosa de qué vivir. Pero ¿dónde está el amor a la propia obra, el esfuerzo por hacer el oficio bien, aunque luego nadie aprecie su calidad? El demonio de la prisa ha hecho presa en nosotros. La chapuza se ha vuelto el ideal de la obra perfectamente cómoda.

Le dices a un muchacho: «Aprovecha el verano para leer». Y te contesta: «Y eso, ¿para qué me sirve?». Después añade: «La vida es corta y hay que aprovecharla para divertirse». Con lo que naturalmente no consigue alargarla, pero logra que sea, además de corta, estrecha.

Todo en nuestra civilización incita a la facilidad, a la mediocridad. Recuerdo que hace años a no sé qué genio publicitario se le ocurrió promover la lectura con un grotesco lema: «Un libro ayuda a triunfar». ¿A triunfar? A mí, Lope de Vega nunca me ayudó a triunfar. Me ayudó a ser feliz, a entender el mundo y la vida, a chapuzarme en el gozo de una vida más honda. Pero ¿a triunfar? A eso ayudan —dicen— los automóviles de lujo, las colonias que embriagan con su perfume, quién sabe cuántas tonterías más. Yo prefiero los triunfos interiores, el aprender cada día a conocerme mejor, el estirar mi alma, el poder descubrir nuevos continentes humanos en los corazones de la gente, el esfuerzo diario por «ser» más.

A veces —ya lo sé— este afán por elevarse conduce a una cierta soledad. Recuerdo aquella historia del pájaro que llevaba un trozo de carne en el pico y que era perseguido por una bandada de cuervos que se lo disputaban. Cuando en uno de los giros de su huida la carne cayó al suelo, pronto se sintió solo, porque quienes le seguían no lo hacían por él, sino por la carne que llevaba. Y, al fin, pudo volar libre. Y solo. Y feliz.

Y así es como cada vez me convenzo más de que no hay sino una sola forma de genialidad: la concentración del alma en una sola empresa, la búsqueda apasionada de algo que se ama, dejando de lado las muchas tentaciones que a todos nos salen a derecha e izquierda.

Si todos los hombres amasen en serio su tarea —por pequeña que fuera— el mundo cambiaría. Si el zapatero hiciese bien sus zapatos por el placer de hacerlos bien; si el escritor luchara por expresarse plenamente, despreocupándose del éxito y del aplauso; si los jóvenes construyeran sus almas, no permitiéndose ni un solo descanso por la duda de si llegarán a emplearlas; si la gente amase sin preguntarse si su amor será agradecido; si los hombres ahondasen sus ideas y las defendiesen con nobleza sin preguntarse cuántos las comparten; si los políticos hicieran bien su oficio de servidores, despreocupándose de las próximas elecciones; si los creyentes fueran consecuentes con su fe, sin angustiarse por las modas de cada tiempo; si hombres y mujeres cuidasen sus almas la décima parte que sus vestidos y su aspecto; si los canteros pensasen más en la catedral que construyen que en el sudor que les cuesta…; si todo eso pasase ya no tendríamos motivos para quejarnos de lo mal que va el mundo, porque tres mil millones de hombres orgullosos de lo que hacen habrían vuelto habitable la tierra. Y todos serían más felices. Porque creo que no he dicho que en la historia con que he abierto este artículo el viajero descubrió que el único cantero que sonreía era el que construía la catedral, sin preocuparse del sudor y olvidado del pan”.

Podés escuchar el programa completo en el audio que acompaña esta nota