En Cuaresma, convertirse al Amor

lunes, 10 de marzo de 2014
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10/03/2014 – Partiendo del evangelio del día, la Catequesis de hoy se hace un llamado a la conversión y al Amor de Dios. Es una voluntad de amor lo que nos moviliza al cambio, por eso para que haya verdaderamente conversión en el tiempo de Cuaresma, tiene que haber un encuentro más hondo con Jesús. Este llamado supone una doble conversión: a Cristo que vive en mí y a ese Cristo que vive en mis hermanos, sobretodo en los más pobres.

 

 

Un camino de conversión en el amor

Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a la izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”. Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso y fuimos a verte?”. Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”.

Luego dirá a los de la izquierda: Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron”. Estos, a su vez, le preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?”. Y él les responderá: “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo”. Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna”.

Mateo 25, 31 – 46

 

Convertirse en Cristo que vive en mí

La palabra conversión en griego, metanoia, se traduce como cambio de raíz. Convertirse, es cambiar desde lo profundo, desde lo más hondo, orientando nuestra vida por el camino de la plenitud, la felicidad, eso es lo que los evangelios llaman bienaventuranza.

Convertirse sería cambiar desde el fondo de nuestro corazón, aspirando alcanzar la plenitud de vida. Felicidad, bienaventuranza, dicen los evangelios, santidad decimos nosotros. Nos convertimos para ser santos y por lo tanto felices. Cabe preguntarse cuál es el camino para esto. Jesús dice de sí mismo, "Yo soy el camino" (Jn 14). Así convertirse es encontrar a Jesús. El camino penitencial es una busqueda a lo “más” que Dios nos pide y nuestro corazón aspira, lo que supone superar obstáculos que nos impiden llegar. Por eso el camino se hace arduo y penitencial, buscando ordenar la propia naturaleza y peleando contra las tentaciones que aparecen en el camino.

En la persona de Jesús está lo que estamos buscando, nuestra plenitud, nuestra felicidad, la bienaventuranza, el camino de santidad. El camino de santidad, camino de conversión, el cambio de raíz, para los que creemos, lo tiene a Jesús en el centro y en el encuentro con Él se hace realidad nuestra conversión. Cuándo nos encontramos con Jesús, con el Camino, nuestra vida comienza a transformarse desde lo profundo. Cuando nosotros registrando su presencia en nuestra vida seguimos su inspiración obedeciendo lo cotidiano a su querer, vamos transformando nuestro ser desde su voluntad amante.

La presencia y la voluntad de Dios es una presencia amante. Es una voluntad de amor lo que nos moviliza al cambio, por eso para que haya verdaderamente conversión en el tiempo de Cuaresma, tiene que haber un encuentro más hondo con Jesús. Dios que viene a nuestro encuentro con la gracia de su amor, para desde ese lugar transformarnos. San Pablo habla de este proceso de cambio, que obra en nosotros, la gracia, con la que llegaremos a tener al final del proceso los mismos sentimientos de Cristo. Lo dice en filipenses 2,5. De tal manera ha de ser el encuentro con el Señor en la hondura del corazón, donde Él habita, que despierte en nosotros los mismos sentimientos de su corazón. Entonces el apóstol dirá “ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”. Así los impulsos del alma de Jesús, están llamados a ser también los nuestros.

Esta identidad en el sentir interior, nos debe llevar a decir, junto con el apóstol, “Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí, y la vida que yo vivo en mi carne, la vivo en la fe del hijo de Dios que me amó hasta entregar su vida por mí, según la expresión de Gálatas 2, 18-20. Convertirse es encontrarse con la plenitud de la vida en el camino que abre Jesús, quién desde dentro, moviliza nuestro corazón invitándonos a vivir en Él, descubriendo en lo más profundo de nuestro ser que los sentimientos suyos nos habitan, hasta llegar a decir nosotros con Cristo, que ya no vivimos nosotros mismos, sino que es Él el que vive en nosotros por la gracia del Espíritu Santo, que en el don del bautismo hemos recibido.

Es el vínculo lo que genera el cambio. Del dicho “dime con quién andas y te diré quién eres” podemos decir que la amistad con Jesús va dando identidad a nuestro sentir interior y nos va transformando. Jesús vive en mí y entregó su vida por amor a mí. Es una invitación a vivir con Él y desde Él. “¡Qué misterio mi vida! Cristo en mí y yo en Cristo!”. Todos los cristianos estamos llamados a vivir esa experiencia.

 

Convertirse en Cristo que vive en mi hermano

Hoy el evangelio nos dice que lo que le hagamos a uno de los hermanos a Él mismo se lo hacemos. Esta realidad es fruto de la encarnación. Jesús que acampa entre nosotros se queda en los más pobres, como lugar desde dónde manifiesta el misterio. En la pedagogía de Dios, su revelación, el mostrarse de Él, el acontecimiento de su manifestación, viene permanentemente en la historia salvífica mediada por la pobreza de signos dónde Él da a conocer su rostro y su voluntad. Convertirme suponer estar atento a la invitación que Dios me hace en mis hermanos.

Convertirse en Cristo que vive en mí y en mis hermanos, supone convencerme que Dios se hizo carne y vivo se ha quedado en medio de nosotros.

Por ejemplo veamos los dos grandes personajes del antiguo testamento. Moisés y Elías, esos que después aparecen juntos a Jesús en la transfiguración compartiendo con Él un diálogo, en presencia de Pedro, Santiago y Juan. A Moisés quien representa la ley, esta institución por la cual Dios estableció alianza con su pueblo y los guió por el desierto hacia la tierra prometida, Dios se le manifiesta desde la zarza ardiendo (Exodo 3,1).

Desde ese lugar de desierto, entre yuyos secos, hay un fuego que hace que aquello que se está quemando no se consuma y desde ese lugar, una voz se escucha: he sentido el clamor de mi pueblo, te he elegido para que vayas y lo liberes. A este prófugo de la fe y de la justicia que es Moisés, Dios en ese lugar de escape lo llama para que vuelva y se haga liberador de su pueblo, en ese lugar donde Dios le dice: “Descálzate Moisés, porque estás en un lugar santo, en un lugar sagrado”.

En la pobreza de una zarza que arde y no se consume, Dios revela un camino de liberación para su pueblo, eligiendo un instrumento tan pobre como Moisés, un prófugo de la justicia.

A Elías, el gran profeta Dios a él que también está escapando de la reina, porque él ha matado todos los profetas de Baal y tiene miedo que acaben con su vida, Dios le habla no en el terremoto, tampoco le habla en la tormenta, ni en el rayo, ni en el huracán. Dios le habla en la sencillez de una brisa suave que da sobre su rostro, y Elías, “el profeta” del antiguo testamento, escucha en su presencia suave que Dios está vivo.

En el evangelio de hoy, la revelación del rostro de Cristo es en el hermano pobre y lo que le hacemos a ellos, al mismo Cristo se lo hacemos (Mt 25,31-46). Podríamos decir que esa acción de caridad al sacramento de Cristo en mi hermano pobre, tiene semejante consecuencias a cuando comemos el sacramento de su cuerpo y de su sangre.

 

 

El amor a los pobres como programa de conversión

En el juicio de Dios se da una reducción o simplificación a lo esencial de la propuesta de Jesús. Amar o no amar. Esa es la cuestión. Ese es el punto que nos califica delante de Dios en el examen final, cuánto hemos amado. “Al final de la vida seremos juzgados en el amor”, dice claramente el teólogo místico, San Juan de la cruz.

No cuentan las intenciones, los sentimientos, las ideologías y la palabra de decir, "Señor, Señor". Lo que cuenta es si amamos o no en lo que nos tocó hacer, en lo que nos tocó comprometernos. Para poder rendir en lo diario a esa exigencia del amor, el camino es el amor a los que no tienen cómo responder por la condición de extrema pobreza en la que se encuentran.

Si yo estoy llamado a todo los días a comprometerme a un amor más firme. ¿Más firme para con quién? Depende de con quiénes transcurre tu vida: para con mi marido, para con mi esposo, para con los hijos, amigos, comunidad, para los que comparto la vida todos los días en el trabajo. La posibilidad de que ese amor se renueve constantemente, sea siempre fresco y nuevo, está en la fortaleza que da el hecho de amar en clave oblativa a los que no tienen la posibilidad de ser recíprocos en su respuesta de amor. Por eso este amor oblativo es el que nos invita el Señor a tener para cuando nos presenta delante de nosotros a los más pobres entre los pobres. Porque es el amor más parecido al de Dios. El que nos creó por puro amor y nos redimió por más puro amor aún, porque nos amó en nuestra rebeldía de pecado, aún en la contra que le hacíamos a su proyecto para nuestra vida.

Quien se entrega en en amor en el lugar donde Dios lo invita a ofrendarse, nunca queda defraudado. Ese amor nos hace ir más allá a lo que iríamos racionalmente o desde nuestros cálculos humanos. Pero ese amor, no es sin sentido, sino con una grandeza desde Dios sabiendo que todo lo entregado en Dios, lejos de perderse, se multiplica. Allí donde somos invitados a ofrecer nuestra vida, el Señor multiplica nuestro amor, por más pobre que sea. Para que ese amor sea auténtico, necesitamos un vínculo hondo con el Espíritu Santo, que inspira ese “más” al que Dios me llama. Así lo rutinario se llena de sentido.

Dios nos ama y no porque seamos buenos. Él nos ama por encima de nosotros, de cuánto hagamos y de cuánto seamos capaces de recibir y devolver. Sin embargo Él nos ama con todo lo que tiene. El amor a los más pobres nos asemeja a Dios. Por eso se hace preferencial en la opción de la tarea evangelizadora de la iglesia. Es el amor que refleja mejor en nosotros el rostro de Cristo a una humanidad que tiene hambre de Dios. El amor a los más pobres es un programa de conversión, que nos permite encontrar más allá de nuestra limitación, un gran motivo para aspirar a ser lo que estamos llamados a ser: semejantes a Dios, testigo de su amor.

 

 

En el amor a los más pobres hay un programa, es decir hay etapas que nos permiten ir creciendo y madurando en la entrega de nosotros mismos venciendo nuestras propias limitaciones y nuestras resistencias.

Cuántas veces los pobres, huelen mal, tratan mal, nos resultan como extraños a nuestra manera o a nuestro modo de ser. No es a la distancia, en la diferenciación, ni tampoco es una relación simbiótica con ellos como debemos resolver esto, sino por la fuerza de un amor que nos permite llegar hasta dónde ellos están y salir desde nuestro mundo y encontrarnos en un lugar nuevo llamado vínculo fraterno. No es sencillamente dar, sino un darse y en el darse encontrarse y en el encontrarse descubrir un hermano, hijo del mismo Padre al que todos pertenecemos. Dice la Palabra que “Él hace salir el sol para todos, para los buenos y para los malos, para los justos y los pecadores”. En el amor a los pobres está escondido un programa de conversión del tiempo de la Cuaresma.

La fiesta de la caridad es la que Dios tiene preparado como banquete al final del encuentro, va a ser así, una fiesta en el amor. El banquete del reino que vamos a compartir todos juntos es la caridad y la anticipamos cuando en amor nos entregamos a los hermanos, en los que menos tienen, porque allí es dónde más crece el amor en nosotros. Cuando damos o recibimos sin poder dar respuesta a lo dado o recibido es cuando más nos habita el amor de gratuidad con la que Dios quiere bendecirnos.

Cuando hablamos de pobreza lo hacemos en un sentido amplio, hay muchos socialmente pobres, económicamente pobres que son muy ricos interiormente y a la vez muchos ricos que tienen muy buena posición económica y tienen mucha necesidad también y hay que atenderlos.

No hablamos sólo en términos sociológicos, sino en términos de la humanidad entendida en su integridad. Encontrarnos con la pobreza es encontrarnos con la vulnerabilidad del hermano, que a la vez refleja la mía. Y eso muestra la grandeza de Dios que nos abraza y nos ama, así como somos, pobres. Esa es nuestra identidad más profunda, aunque tantas veces la tapemos con buena ropa o lujos. Cuando vivimos esta pobreza evangélica que es bien digna y dignifica, en austeridad y sencillez, Dios se manifiesta con más poder enriqueciéndonos con su amor.

 

Padre Javier Soteras