Me gusta ese hombre, me gusta su tozuda manera de transitar el tiempo que le toca y la solitaria dignidad con que afronta la existencia sin Dios.
A lo largo de mi vida, me he cuestionado todo lo relacionado con la religión y con la fe, atosigando literalmente a mis profesores del colegio católico en el que trataban, a mi entender, de colonizarme.
Creo que tenía apenas 16 años cuando comencé a controvertir lo establecido. Aún recuerdo la expresión en el rostro del sacerdote ante mi ocurrente reflexión sobre un pasaje bíblico: "Si Abraham fuera mi padre, no estaría muy tranquila".
Era la rebeldía constante de la adolescencia; con el correr de los años, supe que nada de eso cambiaría, que era una buscadora.
Pero en momentos en que la vida nos muestra su peor cara, cuando vemos el pecho de alguien que amamos, y que agoniza, subir, bajar y no volver a subir, aunque nos llaguemos los ojos mirando y esperando, nos abruma la incertidumbre. Aparecen entonces todas las palabras aprendidas de memoria, por costumbre, por la serena familiaridad que contienen, por la engañosa paz que transmiten.
Decimos ojalá, quiera Dios, y caemos en el pensamiento mágico, como alega el filósofo francés Michel Onfray: "Cuando se derrumba un alma ante el cuerpo inerte del ser amado, la negación toma el relevo y transforma ese fin en principio y aquel desenlace en el comienzo de una aventura".
Las instituciones no nos dan respuestas, inmersas ellas mismas en el caos y las pasiones, y la descomposición de sus cuadros. ¿Y entonces? ¿Qué hacer?
En ese recodo del camino, cuando, como dice un personaje de una de mis novelas, la vida nos tira un puñado de verdades, cuando los huesos tiritan ausencias y reclamos, creo en el ser humano. Aprendí con mi sangre la palabra resiliencia, que es el arte de navegar torrentes.
Creo en la santísima dignidad del que se levanta todas las mañanas, aun sabiendo que algunas causas están perdidas.
Creo en la vida con sentido y en el sentido del humor. Creo en la mano tendida. Creo en mí, porque estoy viva, y en todos aquellos que transforman en flores sus heridas.
Creo en los que bregan por las células madre y en los que, con fortaleza, esperan el milagro. Creo en los que transidos de dolor entregan alguna parte de su ser querido, para que, en otro cuerpo, viva.
Creo en la trascendencia, el proyecto y el intento, porque en definitiva, sólo tenemos el intento.
Bailamos en el borde helado de la muerte, pero ¿es bailar menos divertido? Pues, entonces, !!bailemos!!
Creo en el entramado maravilloso de la vida, incomprensible y disparatado. Quizás por eso, mi frase favorita es: "Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes".
Bueno, he vuelto a nombrarlo. Y entonces recuerdo aquella frase… Yo no creo en Dios, pero lo extraño